LLEGA LA NOCHE
Así transcurrió la primera mañana del viaje de regreso. La vida de a bordo iba a tomar de nuevo su regularidad de costumbre, cuya monotonía no sería rota más que por los incidentes del mar, muy raros cuando el tiempo es bueno y favorable el viento.
Como de costumbre, el almuerzo fue servido en el comedor, donde se reunían los pasajeros, bajo la presidencia del señor Patterson y atendidos por el mayordomo.
Esto pareció algo singular a Will Mitz, ya que la costumbre establece que el capitán se siente a la mesa del comedor en los barcos mercantes.
En vano Will Mitz procuró entablar conversación con John Carpenter o con los compañeros de éste. No encontraba allí ni señales de la unión que se establece entre la gente de mar, a pesar de que, dadas las funciones que él desempeñaría a bordo del Elisa Warden, el segundo del Alerta podía tratarle de igual a igual.
Después del almuerzo, Will Mitz volvió al puente con los jóvenes pasajeros que tan bien le recibían.
Durante la tarde no faltaron distracciones. Como el viento no era fuerte ni grande la marcha, echáronse sedales, y los pasajeros se entregaron al placer de la pesca, que fue fructuosa.
A los más entusiastas, que eran Tony Renault, Magnus Anders, Niels Harboe y Axel Vickbom, se unió Will Mitz, muy hábil pescador.
No ignoraba nada del oficio de marinero, y estaba dotado de destreza e inteligencia, que no escaparon ni a Harry Markel ni al contramaestre.
La pesca duró varias horas. Se lograron bonitos de excelente calidad, sollos de gran tamaño, cuyas hembras pesan hasta 200 libras y producen un millón de huevos, siendo muy abundantes en el Atlántico y el Mediterráneo.
Los sedales recogieron varias merluzas, que en grandes grupos siguen a los barcos; peces espada, y también algunos gimnotos de cuerpo alargado como el de las serpientes, y que frecuentan los parajes de América.
Antes de que Will Mitz pudiera detenerle, el señor Patterson cometió la imprudencia de asir uno de estos gimnotos, y una descarga eléctrica le hizo rodar hasta la bitácora. Corrieron en su auxilio y le levantaron. Tardó algún tiempo en recobrarse.
—Es peligroso tocar a esos bichos —dijo Will Mitz.
—Lo veo…, aunque tarde —contestó el señor Patterson estirando los brazos.
—Se dice que para el reúma son buenas esas descargas —dijo Tony Renault.
—Del mal el menos, entonces, puesto que yo soy reumático por naturaleza, y esto me habrá curado para siempre.
El incidente que más interesó a los pasajeros fue el encuentro de tres o cuatro ballenas, cetáceos que no son comunes en los parajes de las Antillas, que los balleneros no consideran como lugares de pesca.
—En pleno Pacífico es donde más abundan —dijo Will Mitz—; ya al Norte, en las bahías de la Columbia británica, donde depositan sus crías; ya al Sur, en las costas de Nueva Zelanda.
—¿Acaso ha hecho usted la pesca de la ballena?
—Sí; a bordo del Wrangel, de Belfast, en los alrededores de las islas Kuriles y en el mar de Ojotsk. Pero para esta pesca es preciso ir provistos de piraguas, sedales, arpones, arponeros, y no se efectúa sin grandes riesgos y sin causar bastantes víctimas.
—¿Y es fructífera? —dijo Niels Harboe.
—Sí y no —contestó Will Mitz—. Mucho vale la habilidad, pero más la suerte, y a veces acontece que la campaña termina sin haber sido posible pescar una ballena.
Las que acababan de ser señaladas resoplaban a más de tres millas del Alerta, y fue imposible acercarse a ellas, con gran disgusto de los pasajeros. Aun desplegando todo su velamen, el barco no hubiese podido ganarles en velocidad, pues corrían con tal rapidez que a una piragua le hubiera costado gran trabajo reunirse a ellas.
A medida que el sol descendía en el horizonte, disminuía el viento; las nubes del poniente, espesas y lívidas, permanecían inmóviles. Si el viento se levantaba de esta parte, sería viento tempestuoso de escasa duración. En el otro lado se acumulaban gruesos vapores que subían hasta el cénit y harían muy oscura la noche.
Era de temer que brillasen los relámpagos y se dejaran oír los truenos, pues el calor era intenso, la atmósfera pesada, saturada de electricidad.
Mientras los sedales estaban fuera, Harry Markel había hecho que botasen una de las barcas, pues algunos de aquellos peces eran tan pesados que no se hubiera podido izarles directamente a bordo. El mar quedó en calma, y aquel bote no fue colocado en su sitio. Harry Markel tenía, sin duda, sus razones para dejarlo fuera.
El Alerta llevaba desplegado todo su velamen para aprovechar la últimas bocanadas de viento. Will Mitz creía que el capitán dirigiría el barco hacia el Nordeste cuando la brisa aumentase. Durante todo el día había esperado en vano la orden de virar de bordo, y no llegaba a comprender las intenciones de Harry Markel.
Desapareció el sol entre grandes nubes que interceptaban sus últimos rayos. La noche caería rápidamente, pues en aquellas latitudes próximas al trópico, el crepúsculo es de corta duración.
Will Mitz no creía que Harry Markel conservase aquel velamen hasta el día. Podía estallar una tormenta, y sabido es la violencia y rapidez con que se desencadenan en estos parajes.
Un barco sorprendido en estas condiciones no tiene tiempo de largar sus escotas y recoger sus velas. En algunos instantes puede verse en el caso de tener que cortar su arboladura para levantarse.
Un marino prudente no debe, pues, exponerse a tales riesgos, a menos que el tiempo no esté completamente seguro, y es preferible dejar solamente las gavias, el trinquete, la cangreja y los foques.
A las seis, después de haber subido a la toldilla, donde entonces estaban reunidos el señor Patterson y sus compañeros, Harry Markel ordenó levantar la tienda, como se hacía todas las noches. Después de observar otra vez el tiempo, dijo:
—A cargar los sobrejuanetes y masteleros de juanetes.
Esta orden fue transmitida inmediatamente por John Carpenter, y los tripulantes se dispusieron a ejecutarla.
No hay que decir que, según su costumbre, Tony Renault y Magnus Anders gatearon por los obenques del palo mayor con una ligereza que siempre provocaba en el mentor tanta admiración como inquietud…, y también el disgusto de no poder imitarles.
Aquella vez Will Mitz, no menos ágil, les siguió, llegando los tres a las barras casi al mismo tiempo, y se ocuparon en cargar el gran mastelero de juanetes.
—Sujétense bien, señores —les dijo—. Es una precaución que conviene tener.
—Nos sujetamos bien —respondió Tony Renault—. ¡Si cayéramos al mar, el señor Patterson se llevaría un disgusto tremendo!
Terminaron su faena al mismo tiempo que la tripulación hacía otro tanto en el mástil del trinquete, quedando al fin el barco bajo sus dos gavias, su trinquete, su cangreja y su pequeño foque, que apenas hinchaban los últimos soplos del viento. Ligeramente impulsado por la corriente, que empujaba hacia el Este, el barco no andaría mucho durante la noche.
Siestallaba alguna tormenta, no cogería desprevenido a Harry Markel. En algunos instantes cargaría la trinquete y cogería rizos bajos a las dos gavias.
Cuando Will Mitz bajó con Tony Renault y Magnus Anders a la toldilla, observó la brújula, alumbrada por la lámpara de bitácora.
Desde la mañana el Alerta debía haber recorrido unas 50 millas hacia el Sudeste, y él pensaba que durante la noche el capitán tomaría la dirección Nordeste.
Harry Markel advirtió que su nuevo pasajero manifestaba alguna sorpresa al verle mantener su dirección. Pero, severo observador de la disciplina, Will Mitz no se permitió hacer ninguna observación. Después de mirar por última vez el compás, mientras Corty estaba al timón, examinó el cielo y fue a sentarse al pie del palo mayor.
En este momento, Corty, creyendo que nadie le oía, se aproximó a Harry Markel y le dijo:
—Parece que Mitz piensa que no vamos por buen camino… Pues bien: se le pondrá en él esta noche, lo mismo que a los otros, y nada les impedirá ganar a nado a Liverpool, si los tiburones respetan sus brazos y piernas.
Y el miserable debió encontrar muy chistoso lo que decía, pues lanzó una carcajada, que Markel reprimió con una mirada.
John Carpenter se unió a ellos.
—¿Conservamos siempre el bote mayor a remolque? —preguntó.
—Sí, John…, puede servirnos…
—Sí…, por si acaso tenemos que acabar la faena fuera del barco.
Aquella tarde la comida no se sirvió hasta las seis y media. En la mesa figuraban varios de los peces capturados durante el día, convenientemente dispuestos por Ranyah Cogh.
El señor Patterson declaró no haber comido cosa mejor; y manifestó su esperanza de que los jóvenes pescarían otros de la misma especie durante la travesía.
Terminada la comida, subieron todos a la toldilla, donde pensaban esperar a que cerrase la noche para retirarse a sus camarotes.
El sol, oculto tras las nubes, no había aún desaparecido en el horizonte, y hasta pasada una hora no sería noche completa.
Tony Renault creyó en aquel instante percibir una vela en dirección Este, y casi en seguida se escuchó la voz de Will Mitz:
—¡Barco a babor…!
Todas las miradas se dirigieron hacia este lado.
Un gran barco, que llevaba desplegadas sus gavias y velas bajas aparecía a distancia de cuatro millas. Sin duda, allí encontraba más viento y caminaba a contrabordo del Alerta.
Luis Clodión y Roger Hinsdale fueron en busca de sus catalejos, y observaron al barco, que se aproximaba proa al Noroeste.
—¡Condenado barco! —murmuró John Carpenter al oído de Harry Markel—. Dentro de una hora estará bien cerca.
Así lo pensaron los demás. Si el viento caía los dos barcos permanecerían quietos durante la noche, tal vez a media milla o a un cuarto el uno del otro.
Y las circunstancias no eran las mismas que cuando pasó lo propio en la costa de Irlanda, pues si entonces Harry Markel pudo felicitarse por no haberse librado de los pasajeros, ahora el dinero de la señora Seymour estaba a bordo, y con la vecindad de aquel barco, el miserable no podría ejecutar sus proyectos.
—¡Maldición! —repetía John Carpenter—. ¿No llegaremos a desembarazarnos de este colegio? ¿Será preciso esperar aún a la próxima noche?
El barco, aprovechando el poco viento, se acercaba al Alerta. Era un tres mástiles de gran tamaño y cuya nacionalidad era imposible reconocer, pues su pabellón no ondeaba al viento. Parecía, no obstante, ser americano por su construcción y aparejo.
—No parece llevar mucha carga —dijo Magnus Anders.
—Parece, en efecto, que se ha hecho a la mar en lastre —respondió Will Mitz.
Tres cuartos de hora después, el navío se encontraba a dos millas del Alerta. Como la corriente le empujaba hacia el Noroeste, Harry Markel esperaba que pasaría al Alerta, y por poco que esto fuera, a cinco o seis millas, entre la una y las cuatro de la mañana, admitiendo que hubiese lucha, los gritos no podrían ser oídos.
Media hora más tarde, cuando acabó el crepúsculo, ningún soplo de viento se dejaba sentir. Los dos barcos estaban inmóviles a menos de media milla de distancia.
A las nueve el señor Patterson, con voz somnolienta, dijo:
—¿Es que no se piensa en retiramos a nuestros camarotes?
—Es temprano aún, señor Patterson —respondió Roger Hinsdale.
—Dormir desde las nueve de la noche hasta las siete de la mañana es demasiado —añadió Axel Vickbom.
—Y volverá usted a Europa muy gordo —dijo Tony Renault.
—No tengan temor de eso —replicó el mentor—. Sabré mantenerme siempre en los prudentes límites convenientes entre la delgadez y la obesidad.
—Señor Patterson —dijo Luis Clodión—, ¿conoce usted el refrán de los sabios de la antigüedad, que dice:
Sex horas dormire, sat es?
Y comenzó a recitar los primeros versos de este dístico de la escuela de Salemo…
—Juveni senique —continuó Hubert Perkins.
—Septem pigro —prosiguió John Howard.
Nulli concedimus octo! —acabó Roger Hinsdale.
Por más que al señor Horacio Patterson le lisonjease ver salir esta cita de los labios de los jóvenes, tenía muchos deseos de dormir, y dijo:
—Quédense, si les gusta, respirando el aire de la noche en la toldilla. Pero yo…, yo seré ese piger…, hasta ese nüllus…, y me voy a acostar.
—Buenas noches, señor Patterson.
El mentor descendió al puente y entró en su camarote. Se extendió en su catre, abrió el tragaluz para tener más fresco, y se durmió con el sueño de los justos, después de murmurar:
Rosam…, tetorum…, angelum.
Luis Clodión y sus compañeros permanecieron aún una hora al aire libre.
Hablaron del viaje a las Antillas, recordando este y el otro accidente, pensando en la alegría de contar a sus familias todo lo que habían hecho, y cuanto habían visto.
Harry Markel había izado su farol de luz blanca en el estay del trinquete, y el capitán del navío el suyo en la proa.
Esta es medida prudente en noches oscuras, pues las corrientes y contracorrientes pueden producir choques. Desde la toldilla se veía oscilar el farol de aquel barco, que, sin cambiar de sitio, se balanceaba a impulsos de las olas.
Tony Renault se prometía aquella vez no pasar de las sex horas recomendadas por la escuela de Salemo. Antes de las cinco de la mañana habría salido de su camarote y estaría en la toldilla; y si aquel barco desconocido estaba aún cerca del Alerta, se izaría el pabellón para conocer su nacionalidad.
A las diez todos los pasajeros dormían, excepto Will Mitz, que se paseaba por el puente.
Mil ideas agitaban el alma del joven marino… Pensaba en la Barbada, adonde no volvería antes de tres o cuatro años; en su madre, a la que no vería en tanto tiempo; en su embarco en el Elisa Warden; en el cargo que iba a ocupar en este navío; en el viaje que le llevaría por mares nuevos para él…
Además, pensaba en el Alerta y en aquellos jóvenes, por los que experimentaba viva simpatía. Sobre todo, Tony Renault y Magnus Anders le interesaban por el afán que por la navegación demostraban.
Pasaba después a la tripulación del Alerta, a aquel capitán Paxton, persona que le inspiraba involuntaria repulsión; a aquellos marineros que no le acogían con franqueza. ¿Se desvanecería la mala impresión que le habían causado? Mientras se entregaba a estas preocupaciones, Will Mitz paseaba de un extremo a otro del puente. Algunos marineros estaban tendidos: durmiendo unos, hablando en voz baja otros. Harry Markel, viendo que nada tenía que hacer aquella noche, había entrado en su camarote, después de ordenar que se le avisase si refrescaba el viento.
John Carpenter y Wagah, desde la toldilla, miraban la luz del tres mástiles cuya llama languidecía. Ligera bruma comenzaba a levantarse. Como era lima nueva, las estrellas palidecían tras los vapores y reinaba oscuridad profunda.
El navío vecino del Alerta llegó a no ser visible; pero estaba allí… Si se oían gritos, echaría al mar sus botes…
La tripulación de aquel barco debía de componerse de una treintena de hombres. ¿Cómo sostener la lucha, si se presentaba? En tales condiciones, Harry Markel hacía bien en aguardar. Había dicho; lo que no se hace una noche, se hace otra. Conforme se alejara el Alerta de las Antillas en dirección Sudeste, los encuentros con barcos serían más raros. Cierto que al amanecer, si los alisios volvían a soplar, Harry Markel debería virar y dirigirse al Noroeste.
Mientras Joün Carpenter y Wagah hablaban de estas cosas en la toldilla, dos de los hombres hablaban a babor, cerca del castillo.
Eran Corty y Ranyah Cogh. Se les veía juntos frecuentemente, pues Corty siempre andaba alrededor de la cocina para atrapar algún buen trozo reservado para él por el cocinero.
He aquí lo que hablaban:
—Decididamente Harry se pasa de prudente, Corty.
—Así es, Cogh; y tal vez hace bien. Con la seguridad de sorprenderles en sus camarotes mientras duermen, se les mandaría al otro mundo sin que tuviesen tiempo de lanzar un grito.
—Una cuchillada en el pescuezo impide pedir socorro.
—Sin duda, Ranyah; pero es posible que ellos intenten defenderse. ¿Y quién sabe si ese maldito barco se habrá acercado entre la bruma? Con que uno de esos mozos se arroje al mar y consiga llegar al navío, su capitán enviará veinte hombres a bordo del Alerta… No somos bastantes para resistirlos, y en el fondo de la cala nos llevará a las Antillas, y después de allí a Inglaterra; y esta vez la policía nos guardará bien…, ¡y ya sabes lo que nos aguarda, Ranyah…!
—¡El diablo se mezcla en todo esto! Después de tanta fortuna, la mala suerte trae a ese barco… ¡Y esta calma…! ¡Cuando pienso que bastaría que el viento soplase durante una hora para que estuviésemos a cinco o seis millas…!
—Tal vez eso sucederá antes del día —dijo Corty—. Mientras tanto, tengamos cuidado con Will Mitz, que no parece hombre que se deje sorprender.
—Yo me encargo de él —declaró Ranyah Cogh—. Un buen golpe entre los hombros… No le daré tiempo ni para volverse…
—¿No estaba ahora paseándose por el puente?
—Sí, y ya no le veo. Estará tal vez en la toldilla.
—No; allí no están más que John Carpenter y el mayordomo, y ahora bajan.
—Entonces, Will Mitz habrá regresado al comedor. Si ese maldito barco no estuviera ahí, ahora sería el momento… En algunos instantes ni un solo pasajero quedaría a bordo.
—Pero, puesto que no hay nada que hacer, vamos a dormir —concluyó Corty.
Will Mitz había oído esta conversación. Estaba enterado de todo. En manos de quiénes estaba el barco; que el capitán era Harry Markel; que aquellos miserables tenían el proyecto de arrojar al mar a los pasajeros… ¡Y el abominable crimen hubiera sido ya realizado, a no estorbarlo la presencia del barco que la calma del tiempo retenía próximo al Alerta!