XXII

PRINCIPIOS DE TRAVESÍA

A las diez de la mañana el Alerta había dejado tras el horizonte la parte extrema de la Barbada, la isla que más avanzaba al Este de las que forman la cadena microantillana.

Resultaba, pues, que aquella breve visita de los pensionados a su país natal se había efectuado en las condiciones más favorables.

No habían sufrido en el curso de su travesía las violentas perturbaciones atmosféricas tan frecuentes en aquellos parajes. Empezaba el viaje de regreso. En vez de volver a Europa, el navío, del que Harry Markel y sus cómplices serían dueños desde el día siguiente, iba a hacer rumbo hacia los mares del Pacífico.

En efecto: al parecer, los pasajeros del Alerta no podían escapar a la triste suerte que aquellos bandidos les reservaban.

La próxima noche serían sorprendidos en sus camarotes y asesinados, sin haber podido defenderse. ¿Y quién descubriría nunca el sangriento drama del Alerta? Después de las informaciones marítimas del caso, el navío figuraría entre los barcos perdidos de los que no se tiene noticia. Las pesquisas para hallarlo serían inútiles, pues bajo otro nombre y pabellón, con algunas modificaciones en su casco y arboladura, el capitán Markel emprendería con él sus criminales campañas en los mares del Pacífico occidental.

La presencia del nuevo marinero no traía probabilidad de salvación. Los pasajeros a bordo eran ahora once, y Harry Markel y sus compañeros diez solamente; pero éstos tenían la ventaja que proporciona la sorpresa. ¿Y cómo oponer eficaz resistencia a aquellos hombres robustos y acostumbrados a verter sangre? Además la catástrofe se verificaría por la noche. Las víctimas serían acometidas mientras durmieran; implorar la piedad de aquellos miserables sería inútil.

Así, pues, todo favorecía a aquel audaz malhechor, que realizaría por completo sus planes. Había tenido razón oponiéndose a las dudas de John Carpenter y los otros. Habían salido bien de la navegación a través de las Antillas, y la estancia en la Barbada les valía una cantidad de siete mil libras, sin hablar de la prima concedida a ellos por la señora Seymour.

El marinero embarcado en el Alerta se llamaba Will Mitz. Contaba veinticinco años, apenas cinco más que Roger Hinsdale, Luis Clodión y Alberto Leuwen.

Era Will Mitz de regular estatura, bien plantado, ágil y delgado, como lo exige el oficio de gaviero, y su aspecto indicaba honradez y franqueza. Era también un mozo servicial, de buenas costumbres, de irreprochable conducta y de sentimientos religiosos muy arraigados. Jamás se había hecho acreedor a un castigo y ninguno demostraba más sumisión ni desplegaba mayor celo en las cosas del servicio. Embarcado desde los doce años como grumete, fue, sucesivamente, marinero y segundo contramaestre. Era el hijo único de la señora Mitz, viuda desde hacía varios años y que desempeñaba el cargo de doncella de confianza en el castillo de Northing-House.

Después de un último viaje por los mares del Sur, Will Mitz permaneció junto a su madre durante dos meses. La señora Seymour había podido apreciar las cualidades del honrado mozo. Gracias a sus relaciones, acababa de obtener el puesto de contramaestre a bordo de un barco de carga en Liverpool para Sydney, Australia. No había duda de que Will Mitz, que poseía sólidos y prácticos conocimientos de navegación, inteligente y celoso en el cumplimiento de su deber, llegaría a oficial de la marina mercante. Bravo v resuelto, poseía esa imperturbable sangre fría que es indispensable a la gente del mar y que debe ser su cualidad primera.

Esperaba Will Mitz en Bridgetown la ocasión de embarcarse para Liverpool, cuando el Alerta ancló en el puerto de la Barbada, y entonces ocurriósele a la señora Seymour la idea de hablar con el capitán Paxton a fin de asegurar el regreso a Europa del joven marinero. En estas condiciones iba, pues, Will Mitz a hacer la travesía a Liverpool. Desde allí Horacio Patterson y sus compañeros regresarían a Londres por el camino de hierro, y llegarían a la «Antilian School», donde serían recibidos como ellos se merecían.

Will Mitz no pensaba permanecer ocioso durante la travesía, y el capitán Paxton podía emplearle en remplazo del marinero que había tenido la desgracia de perder en la bahía de Cork.

La noche del día 21, Will Mitz llevó su equipaje a bordo del Alerta, después de despedirse de la señora Seymour y abrazar a su madre.

Cediendo a instancias de la buena señora, aceptó una pequeña cantidad que le permitiría esperar en Liverpool la partida de su barco.

Harry Markel no creyó prudente mezclar a Will Mitz con su gente, lo cual supondría un obstáculo para la realización de su proyecto. En la toldilla había un camarote desocupado, y allí se instaló el nuevo pasajero.

Así que llegó, Will Mitz dijo a Harry Markel:

—Capitán Paxton, deseo ser útil a bordo. Estoy a su disposición, y si usted quiere haré mi cuarto.

—Sea —contestó Harry Markel.

Conviene decir que el personal del navío no fue del agrado de Will Mitz. Y si el aspecto del tres mástiles le pareció irreprochable, aquellos rostros, donde se reflejaban las pasiones violentas; aquellas fisonomías feroces, cuya falsía se disimulaba mal, no eran para inspirarle confianza, y resolvió guardar cierta reserva con la tripulación.

Por lo demás, aunque Will Mitz no conocía al capitán Paxton, había oído hablar de él como de excelente marino, aun antes de que mandase el Alerta, y la señora Seymour no había hecho la elección sin informarse antes seriamente. Aparte esto, durante su estancia en Northing-House, los jóvenes pasajeros habían hecho grandes elogios del capitán Paxton, y alabado la habilidad, de la que dio pruebas durante la tempestad en las Bermudas. La travesía se había efectuado satisfactoriamente, y era de esperar que lo mismo sucedería en la de regreso. Will Mitz acabó por decirse que la primera impresión recibida al entrar en el Alerta no tardaría en desvanecerse.

Cuando Corty supo que Will Mitz había ofrecido sus servicios, dijo a Markel y a Carpenter:

—He aquí una adquisición con la que no contábamos… Un famoso marinero para ayudarte, John.

—Y que puede ponerse al timón con toda confianza —añadió no menos irónicamente John Carpenter—. Con timonel semejante, no hay temor de extraviarse, y el Alerta irá derecho a Liverpool.

—Donde, sin duda, la policía, prevenida, nos recibirá con los honores debidos —dijo Corty.

—Basta de bromas —dijo Harry Markel—, y que durante veinticuatro horas tengan todos cuidado con lo que hablan.

—Tanto más cuanto que me ha parecido que el marinero nos miraba de una manera singular —advirtió Carpenter.

—En todo caso —dijo Harry Markel—, si él habla, contestadle poco o nada. Y, sobre todo, que cuide Morden de no volver a las andadas.

—¡Bien! —acabó Corty—. Cuando no ha bebido, Morden es más callado que un pez, y se le impedirá que beba hasta que lo hagamos a la salud del capitán Markel.

No pareció que Will Mitz quisiera entablar conversación con los tripulantes. Desde su llegada se retiró a su camarote, donde colocó su equipaje, aguardando el regreso de los pasajeros.

Al día siguiente Will Mitz encontró en la popa lo que no hubiera encontrado en la proa del navío: buenas gentes que se interesaban por él. Especialmente Tony Renault y Magnus Anders se mostraron muy satisfechos de poder hablar de cosas del mar con un marinero.

Después de almorzar, Will Mitz fue a pasearse por el puente, fumando su pipa. El Alerta llevaba sus velas bajas, sus gavias y masteleros de juanete. Debía dar larga bordada al Nordeste para pasar por la embocadura del canal de Bahama, más allá de las Antillas, y aprovechar las corrientes del Gulf-Stream, que se dirigen hacia Europa. Así es que Will Mitz se asombró de que el capitán llevase las amuras a estribor en vez de a babor, lo que le alejaba al Sudeste. Pero, sin duda, Harry Markel tenía sus motivos para hacerlo así, y no le correspondía a Will Mitz interrogarle. Además pensaba que el Alerta, después de recorrer 50 ó 60 millas, volvería a tomar la dirección Nordeste que era la lógica.

En realidad, Harry Markel tenía su intención al maniobrar de aquel modo, a fin de ganar la punta meridional de África y de vez en cuando observaba si el timonel mantenía al navío en esta dirección.

Tony Renault, Magnus Anders y dos o tres de sus compañeros hablaban con el joven marinero, paseándose ya por el puente, ya por la toldilla. Le dirigían preguntas relativas a su profesión, ya que no habían podido hacerlas al poco comunicativo capitán. Al menos Will Mitz contestaba con agrado, viendo el gusto que ellos tenían en tratar de cosas del mar.

Preguntáronle primero qué países había visitado en el curso de sus navegaciones, ya al servicio del Estado, ya en barcos mercantes.

—He viajado desde los doce años, es decir, desde mi infancia —respondió Will Mitz.

—¿Ha atravesado usted varias veces el Atlántico y el Pacífico? —preguntó Tony Renault.

—Varias veces, en efecto, ya a bordo de veleros, ya de steamers.

—¿Ha hecho usted alguna campaña en barco de guerra? —preguntó Magnus Anders.

—Sí —repuso Will Mitz—, cuando Inglaterra envió una de sus escuadras al golfo de Petchili.

—¿Ha estado usted en China? —exclamó Tony Renault, expresando la admiración que le causaba un hombre que había llegado a las costas del Celeste Imperio.

—Sí, señor Renault, y le aseguro a usted que no es más difícil ir a la China que a las Antillas.

—¿Y en qué navío? —preguntó John Howard.

—En el crucero acorazado Standard, con el contraalmirante Sir Harry Walker.

—¿Iba usted de grumete? —inquirió Magnus Anders.

—De grumete, sí.

—¿Y había cañones grandes en el Standard? —preguntó Tony Renault.

—Muy grandes…, de veinte toneladas.

—¡De veinte toneladas! —repitió Tony Renault.

Y se comprendía que el intrépido mozo deseaba disparar una de aquellas formidables piezas de artillería.

—Pero no ha sido a bordo de buques de guerra donde ha navegado usted más, ¿verdad? —dijo Luis Clodión.

—No —respondió Will Mitz—. Al servicio del Estado no estuve más que tres años; mi aprendizaje de gaviero lo he hecho a bordo de barcos mercantes.

—¿En cuáles? —preguntó Magnus Anders.

—En el North’s-Brothers, de Cardiff; con él fui a Boston, y en el Great Britain, de Newcastle.

—¿Un barco grande? —dijo Tony Renault.

—Ciertamente: de tres mil quinientas toneladas, y que había tomado su cargamento completo de carbón para Melbourne.

—Y a la vuelta, ¿qué cargamento traían ustedes?

—Trigo de Australia, con destino a Leith, el puerto de Edimburgo.

—¿Le agrada a usted más navegar en barcos de vela que en los de vapor? —dijo Niels Harboe.

—Lo prefiero —respondió Will Mitz—. Es más marino, y, en general, esas travesías son más rápidas que las otras; además, no se navega entre el humo del carbón… ¡Nada más hermoso que un barco, con todas sus velas al viento, haciendo quince o dieciséis millas por hora!

—¡Sí…, lo creo…, lo creo! —exclamó Tony Renault, al que su imaginación arrastraba a través de todos los mares del mundo—. ¿Y en qué navío va usted a embarcar ahora?

—En el Elisa Warden, de Liverpool; un soberbio barco de cuatro palos, de acero, de tres mil ochocientas toneladas, que ha llegado de Thio, en Nueva Caledonia, con un cargamento de níquel.

—¿Y qué cargamento va a tomar en Inglaterra? —preguntó John Howard.

—Hulla para San Francisco, y sé que está ajustado para la vuelta a Dublín con trigos del Oregón.

—¿Cuánto debe durar el viaje? —preguntó Magnus Anders.

—De once a doce meses.

—¡Ah! —exclamó Tony Renault—. Esas son las travesías que me agradaría hacer… ¡Un año entre el cielo y el agua…! El océano Atlántico…, el mar del Sur…, el océano Pacífico… ¡Ir por el cabo de Hornos y volver por el de Buena Esperanza! ¡Es casi la vuelta al mundo!

—Vamos —respondió Will Mitz sonriendo—, a usted le gusta la gran navegación…

—Seguramente; y más aún como marinero que como pasajero.

—Bien dicho… Veo que le agrada la mar.

—Si se les escuchase a él y a Magnus Anders —afirmó Niels Harboe riendo—, sería preciso abandonarles la dirección del barco…

—Desgraciadamente —dijo Luis Clodión—, Magnus y Tony tienen demasiada edad para empezar a aprender el oficio de marinos.

—¡Ni que tuviéramos sesenta años! —dijo Tony.

—No…, pero sí veinte —contestó el sueco—; y tal vez es algo tarde.

—¡Quién sabe! —respondió Will Mitz—. Ustedes son atrevidos, listos, de buen aspecto, y con esas cualidades el oficio se aprende pronto. Claro está que vale más empezar joven; pero para la marina mercante no hay edad reglamentaria.

—En fin —dijo Luis Clodión—. Tony y Magnus pensarán en ello cuando terminen sus estudios en la «Antilian School».

—Y cuando se sale de la «Antilian School» —concluyó Tony Renault—, se tiene aptitud para cualquier oficio. ¿No es verdad, señor Patterson?

El mentor, que acababa de llegar, parecía algo preocupado. Tal vez pensaba en la famosa frase latina cuyo sentido aún no había encontrado… Tony Renault, que le miraba con aire burlón, no hizo ninguna alusión al asunto.

Puesto al tanto de la conversación, dio la razón al joven pensionado, que tan animosamente sostenía el pabellón de la escuela antillana. Y él mismo se puso como ejemplo. Él era administrador de la «Antilian School», es decir, absolutamente lego en conocimientos marítimos. Ni aun en sueños había viajado a través de los océanos… Los únicos barcos que había visto eran los que suben y bajan por el Támesis… Pues bien; sólo por el hecho de pertenecer al personal administrativo de la célebre institución, se había encontrado capaz de afrontar las cóleras de Neptuno.

—Sin duda, que al principio, y durante algunos días —dijo—, he experimentado el efecto de los vaivenes y sacudidas. Pero al presente, ¿no estoy completamente libre del mareo? ¿No tengo el equilibrio de un marino? Créanme; expuerto crede Roberto.

—Horacio —dijo Tony Renault.

—Horacio, puesto que he sido bautizado con el mismo nombre que el divino Flaco. Y si no deseo luchar con tempestades y ciclones, ni ser juguete de los huracanes, al menos los contemplaré con mirada firme y sin palidecer.

—Le doy a usted mi enhorabuena, señor Patterson —dijo Will Mitz—. Pero preferible es que no haya que hacer la prueba. Yo he pasado por esos trances, y he visto a los más valientes presa del espanto al verse impotentes ante la tempestad.

—¡Oh! —dijo el señor Patterson—. No es que yo quiera provocar el furor de los elementos. Lejos de mí tal idea, impropia de un hombre prudente, de un mentor, de un encargado de almas jóvenes que siente todo el peso de su responsabilidad. Por lo demás, Will Mitz, yo espero que nada tendremos que temer.

—Así lo espero yo también, señor Patterson. En la época actual, y en esta parte del Atlántico, el mal tiempo es raro. Verdad que siempre es de temer una tormenta, y nunca se sabe cuánto durará ni cómo será. Sin duda, tendremos alguna, pues en el mes de setiembre son frecuentes, y hago votos por que no se conviertan en violentas tempestades.

—Todos lo deseamos —respondió Niels Harboe—. Sin embargo, si el mal tiempo viene, confiemos en nuestro capitán. Es hábil marino.

—Sí —intervino Will Mitz—, sé que así lo ha probado el capitán Paxton, del que he oído hablar con elogio en Inglaterra.

—Elogio merecido —dijo Hubert Perkins.

Y la tripulación —preguntó Will Mitz—, ¿la han visto ustedes en acción?

—John Carpenter parece ser un contramaestre muy entendido, y su gente conoce bien la maniobra de un navío.

—No son muy habladores —dijo Will Mitz.

—No, pero su conducta es buena —respondió Magnus Anders—. Además, la disciplina a bordo es severa, y el capitán Paxton no permite nunca que un marinero baje a tierra. Nada hay que reprocharles.

—Tanto mejor —dijo Will Mitz.

—Y no pedimos más que una cosa —añadió Luis Clodión—, y es que la campaña prosiga como hasta el presente.