LA BARBADA
Aunque la fecha en que los portugueses descubrieron la Barbada, o las Barbados, no está determinada con exactitud, se sabe con toda certeza que un barco inglés hizo escala en ella en el año 1605, tomando posesión de la isla en nombre de Jacobo I rey de Inglaterra; acto que, por lo demás, fue puramente nominal, pues ni se fundó establecimiento alguno en la Barbada, ni se instaló allí ningún colono ni aun con carácter provisional.
Esta isla, lo mismo que Tobago, se halla separada de la cadena microantillana. Podría decirse que no le pertenece, y que de ella la separan profundos abismos. Fértil y poco montañosa, se alza a 40 leguas de Santa Lucía, su vecina al Norte. Entre ambas el mar acusa profundidades de 2800 metros. La Barbada es de origen coralígeno. Los infusorios la han edificado lentamente y levantado sobre el nivel del océano. Su extensión es de dieciséis leguas de longitud por cinco de latitud. Sólida sobre su inquebrantable base, un cinturón de enormes arrecifes protege las dos terceras partes de su circunferencia.
Precisamente a principios del siglo XVII, y por efecto de su aislamiento, la posesión de la Barbada fue menos disputada que las de las demás islas de las Indias occidentales. Una circunstancia fortuita atrajo hacia ella la atención de las potencias europeas. Volviendo del Brasil un navío inglés, fue sorprendido por la tempestad a lo largo de la Barbada, y se vio obligado a buscar refugio en la desembocadura de un río de su costa Oeste. El capitán y la tripulación, retenidos allí varios días, tuvieron tiempo de visitar la isla, casi ignorada entonces, admirando su fertilidad y recorriendo los bosques que en gran parte la cubrían, y de advertir que su suelo, puesto en condiciones, sería muy propicio para el cultivo del algodón y de la caña de azúcar. Al volver el barco a Londres, el conde de Marlborough obtuvo la concesión de la Barbada, y algunos plantadores fueron a establecerse en la isla el año 1624. Estos construyeron la primera ciudad, a la que dieron el nombre de Jamestown, en honor de su soberano.
Antes de esta época el conde Carlisle había obtenido la concesión de todas las Caribes, y se creyó con derecho a reclamar la Barbada; dando origen a una lucha entre los dos lores, que se prolongó y trajo como consecuencia el reconocimiento, en 1629, de los derechos del conde Carlisle por Carlos I de Inglaterra.
Durante el período de las cuestiones religiosas en Gran Bretaña, fue muy considerable el número de personas que quisieron huir de ellas, aprovechando mucho esta emigración a la Barbada, cuya importancia y prosperidad aumentaron.
Después de la dictadura de Cromwell, cuando la restauración devolvió a Carlos II el trono de su padre los colonos rogaron al rey que aceptara la soberanía de la isla, prometiendo pagar a la corona un impuesto de 4 y medio por 100 de los productos. Era el ofrecimiento muy ventajoso para ser rechazado, y el 12 de diciembre de 1667 se firmó el tratado de anexión de la Barbada al dominio colonial de Gran Bretaña.
Desde esta época la prosperidad de la isla ha ido siempre en aumento.
En el año de 1674 la población era de 120 000 habitantes, disminuyendo algo en seguida; los blancos no formaban más que una quinta parte con relación a los libres y esclavos, consecuencia de la avaricia de los gobernadores. Por su posición, la Barbada no experimentó las consecuencias de las interminables luchas de Inglaterra y Francia, encontrándose, además, bien protegida por sus defensas naturales.
Así es que, mientras las otras Antillas pasaron sucesivamente bajo diversas dominaciones, la Barbada, inglesa desde los primeros tiempos de su descubrimiento, continúa siéndolo en su lengua y costumbres.
Aunque depende de la Corona, goza de relativa independencia. Su Asamblea cuenta 25 miembros, nombrados por 5000 electores; y aunque está sometida a la autoridad de un gobernador, de un Consejo legislativo y de nueve miembros designados por el soberano, es administrada por un Consejo ejecutivo, en el que figuran, a más de los principales funcionarios, un miembro de la alta Cámara y cuatro de la Cámara baja.
El gobierno de la Barbada manda todas las fuerzas navales de las Pequeñas Antillas inglesas. Aunque la isla no ocupe más que el quinto lugar, con una extensión de 430 kilómetros de superficie, ocupa el segundo por la cifra a que alcanza su población, y el tercero por la importancia de sus negocios comerciales. Su población es la mayor de todo el archipiélago: 183 000 habitantes, de los que la tercera parte ocupan Bridgetown y sus alrededores.
La travesía entre el puerto de Castries, de Santa Lucía, y Bridgetown, de la Barbada, demandó cerca de cuarenta y ocho horas. Con viento favorable y mar buena, el Alerta hubiera recorrido esta distancia en la mitad del tiempo; pero hubo cambios e intermitencias de viento que no permitieron seguir el camino recto.
El primer día hubo temores de encontrarse los contraalisios de la parte Oeste, con lo que el Alerta hubiera sido arrastrado a alta mar. De haber sido preciso bordear durante largos días para llegar a las costas de la Barbada, ¡quién sabe si Harry Markel no hubiera renunciado a aquella escala, por provechosa que debiera ser para él y sus compañeros! ¡Quién sabe si no hubiera huido de aquellos peligrosos parajes; si no hubiera, en fin, si no hubiera garantizado su seguridad dirigiendo el navío sin pasajeros hacia los mares del Pacífico!
Pero no; con la audacia que le caracterizaba, Harry Markel hubiera resistido a las instancias de los tripulantes, diciendo que la Barbada debía ser la última etapa del viaje, y que los peligros no serían en esta isla más temibles que en Santa Lucía o en la Dominica, inglesas como ella, añadiendo:
—¡A la vuelta, el Alerta valdrá siete mil libras más, pues yo no las arrojaré al mar con los que deben cobrarlas en la Barbada!
Las alternativas atmosféricas que eran de temer no se realizaron. Por la tarde estalló una de esas grandes tormentas, con muchos truenos y lluvia torrencial, que no son raras en las Antillas y que con frecuencia ocasionan incalculables desastres. Antes de ponerse el sol terminó el meteoro; la noche prometía ser tranquila.
Durante ese día, el Alerta no había recorrido más que un cuarto de la distancia que separa las dos islas. La tempestad le obligó a ponerse a la capa, fuera de su ruta; pero Harry Markel pensaba ganar por la noche lo perdido durante el día. Modificada la dirección del viento, los alisios volvieron a soplar del Este, débiles e intermitentes. El mar quedó duro, y todo lo que el navío pudo hacer durante la noche fue volver a ganar al viento, y en la mañana del 6 de setiembre llevaba recorrido la mitad del camino entre las dos islas.
Aquel día la navegación se efectuó en buenas condiciones, y por la noche el Alerta se encontraba en la misma latitud que la Barbada.
Esta isla no se alcanza a ver desde lejos, como la Martinica. Es una tierra baja, sin gran relieve, que ha subido lentamente a la superficie del mar. Su montaña más alta, Hillaby, no pasa de 350 metros. En torno suyo continúan las capas coralígenas.
Harry Markel puso proa al Oeste, y como no estaba más que a unas 15 millas de la isla, esperaba llegar a ella en pocas horas. Pero, no queriendo aventurarse en la proximidad de las rompientes, esperó al día para entrar en el puerto de Bridgetown.
Al siguiente día, 7 de setiembre, ancló el Alerta.
La impresión de los jóvenes viajeros cuando estuvieron en medio del puerto fue la que indica Elíseo Reclus en su Geografía. Creyeron estar en uno de los puertos de Inglaterra, Belfast o Liverpool. Nada de lo que habían observado en Amalia-Carlota, de Santo Tomás, ni en Pointe-á-Pitre, de la Guadalupe. Siguiendo la observación del ilustre geógrafo, parecía que las palmeras hubieran sido desterradas de aquella isla.
Aunque la superficie de la Barbada no es mucha, posee numerosas ciudades de bastante importancia, fundadas sobre su litoral, tales como Sperghstown, Holstingtown, Mobetown y Hastings, establecimiento balneario muy frecuentado. Todas son tan inglesas como su nombre. Se diría que el Reino Unido las ha expedido en piezas desmontadas, y que no se ha hecho más que montarlas en el sitio que ocupan.
Así que ancló el Alerta, la primera persona que se presentó a bordo fue una especie de gentleman, correcto y serio, vestido de negro y con sombrero de copa alta. Este personaje iba a dar al capitán Paxton y a los pasajeros la bienvenida en nombre de la señora Seymour.
Era el señor Well, el intendente, que se inclinó con respeto, y al que el señor Horacio Patterson devolvió un saludo no menos ceremonioso.
Después de cambiar algunas palabras, los jóvenes estudiantes manifestaron su vivo deseo de conocer a la castellana de Northing-House.
Contestó a esto el señor Well que al desembarcar los futuros huéspedes de la señora Catalina Seymour encontrarían los coches, y serían inmediatamente conducidos a Northing-House, donde les esperaba la dama; y después de añadir que se habían dispuesto algunas habitaciones para recibir a los huéspedes de Northing-House y que el almuerzo sería servido a las once, el señor Well se retiró con una dignidad cuyo valor apreció el señor Patterson.
Era verosímil que la escala en la Barbada se prolongase más que en las otras islas, pues parecía natural que la señora Seymour ordenase que los alumnos de la «Antilian School» permaneciesen algún tiempo en su compañía, y ellos no habían de negarse a complacerla. Y no era menos natural que la excelente señora quisiera enseñarles aquella isla, a la que ella, sin duda, consideraba como una de las más hermosas de las Indias occidentales.
A las diez y media, el señor Patterson, irreprochablemente vestido de negro, y sus compañeros, que lucían sus mejores y más limpios trajes, estaban prestos a partir.
El bote mayor del Alerta les aguardaba. Después de haber colocado en él algunas maletas, los viajeros ocuparon sus sitios, y el bote volvió a bordo después de haberles dejado én el muelle.
Como el señor Well había dicho, allí esperaban dos coches, con los cocheros en el pescante y los lacayos en las portezuelas. Montaron nuestros amigos, los caballos arrancaron al trote, y tras pasar por las calles vecinas al puerto, llegaron al barrio de Fontabelle.
Es éste el barrio elegante donde viven los ricos comerciantes de Bridgetown. Soberbias casas y elegantes hoteles se alzan entre grupos de árboles, y de todas aquellas residencias la más suntuosa era, sin disputa, la de la señora Seymour.
Se había acordado que en lo que durase la escala nadie iría a bordo, y no se volvería a ver a Harry Markel hasta el día de la partida. Esto convenía a Harry, pues una vez instalados los pasajeros en Northing-House, el Alerta no recibiría ninguna visita, y el falso capitán Paxton correría menos peligro de ser reconocido.
Pero, por otra parte, la prolongación de la escala le inquietaba. El programa impuesto por la señora Seymour reducía a dos o tres días la estancia en las otras Antillas; pero en lo que se refería a la Barbada, se ignoraban las intenciones de dicha señora. Podía muy bien suceder que el Alerta permaneciese en Bridgetown una semana, tal vez dos, es decir, hasta el 20 de setiembre. Aún partiendo en esta fecha, y contando con una travesía media de veinticinco días de América a Europa, los pensionistas de la «Antilian School» estarían de regreso a mediados de octubre, casi al principio del año escolar. Era, pues, posible que la escala se prolongase hasta el día 20, lo que permitiría a los huéspedes de la señora Seymour explorar la isla por completo.
Esto era lo que pensaban Harry Markel y sus secuaces. Después de haber salido libres de tantos peligros, ¿se declararía la fortuna en contra suya en la Barbada? Por si acaso, Harry Markel estaría más Alerta que nunca. Rehusaría cualquier invitación que le hicieran de Northing-House. Ni uno solo de sus hombres iría a tierra; esta vez ni Morden ni ningún otro tendría ocasión de ir a emborracharse en las tabernas de Bridgetown.
Magnífica propiedad es aquel dominio de Northing-House. El castillo se alza en el centro de un parque al que dan sombras los árboles más hermosos de la zona tropical. Alrededor se extienden plantaciones de caña, campos de algodoneros, y al Nordeste se ve un horizonte de bosques. Estanques y arroyos son alimentados de aguas frescas; vense también algunos ríos, y son numerosos los pozos, donde el agua se encuentra a escasa profundidad.
El intendente hizo entrar el señor Patterson y a los compañeros de éste en el vestíbulo del castillo, mientras algunos criados negros tomaban los equipajes y los conducían a las habitaciones dispuestas para albergar a los viajeros. Después el señor Well les introdujo en el salón donde la señora Catalina Seymour les esperaba.
Era ésta mujer de sesenta y dos años, cabellos blancos, ojos azules, rostro agraciado, elevada estatura, con aspecto de nobleza y de bondad, y a la que el señor Horacio Patterson no dejó de aplicar el patuit in cessu Dea, de Virgilio. La señora Seymour les hizo cordial recibimiento y no ocultó la alegría que experimentaba al recibir a los premiados en el concurso de la «Antilian School».
Roger Hinsdale, en nombre de sus compañeros, contestó en un discursillo bien preparado, bien sabido y bien recitado, que agradó mucho a la señora Seymour, la que declaró a los pasajeros del Alerta que serían huéspedes de ella durante todo el tiempo que permaneciesen en la Barbada.
El señor Patterson respondió que los deseos de la señora Seymour eran órdenes para ellos y, como la dama les tendiese la mano, él depositó en ella el más respetuoso de los besos.
La señora Seymour, natural de la Barbada, pertenecía a rica familia que tomó posesión de aquel dominio al comenzar a formarse la colonia. Contaba entre sus antecesores al conde Carlisle, uno de los concesionarios de la isla. En aquella época todo propietario de tierras cedidas por él debía pagar anualmente el valor de 40 libras de algodón. De aquí las considerables rentas que producían aquellas propiedades, y, entre otras, Northing-House.
El clima de la Barbada es uno de los más sanos de las Antillas. El calor está atemperado por la brisa del mar. La fiebre amarilla, tan común y tan desastrosa en el archipiélago, no se ha extendido nunca por esta isla, que tampoco debe temer la violencia de los huracanes, tan temibles y frecuentes en estos sitios.
El gobernador de las Antillas inglesas, que reside en la Barbada, apreciaba mucho a la señora Seymour. Mujer de gran corazón, generosa y caritativa, los desgraciados no imploraban en balde a sus nobles sentimientos.
El almuerzo fue servido en la vasta sala del piso bajo. En la mesa abundaban los productos de la isla, pescado, caza y frutas, cuya variedad iguala al sabor.
Los convidados apreciaron el almuerzo en lo que valía.
Si ellos estaban satisfechos de la acogida que les dispensaba la noble dama, ésta sentía colmada su satisfacción viendo en tomo suyo aquellos jóvenes viajeros, cuyos rostros, curtidos por el aire del mar, respiraban salud y contento.
Durante el almuerzo, y cuando se trató del tiempo que duraría la escala, dijo la señora Seymour:
—Yo creo, hijos míos, que no debe durar menos de quince días. Hoy es siete de setiembre, y partiendo el veintidós llegarán ustedes a Inglaterra a mediados de octubre. Tengo la esperanza de que la estancia en la Barbada no les disgustará. ¿Qué dice usted a esto, señor Patterson?
—Señora —respondió éste inclinándose—, nuestros días le pertenecen a usted, y puede disponer de ellos como guste.
—Si yo no escuchase más voz que la de mi corazón, no les dejaría a ustedes volver a Europa. ¿Y qué dirían las familias de ustedes? ¿Qué diría su esposa, señor Patterson, al ver que usted no regresaba?
—El caso está previsto —contestó el mentor—. Sí, en el caso de que el Alerta desapareciera y transcurrieran años sin recibir noticias mías.
—¡Oh! ¡Eso no sucederá! —afirmó la señora Seymour—. La travesía ha sido feliz al venir y lo será al regreso. Tienen ustedes un buen barco. El capitán Paxton es un marino excelente.
—Ciertamente —dijo el señor Patterson—. No tenemos más que alabanzas para su conducta.
—No lo olvidaré —respondió la señora Seymour.
—Tampoco, noble señora, olvidaremos nosotros el día en que hemos tenido el honor de presentarle nuestros homenajes, ese dies albo notando lapillo, y como dice Marcial: Hanc lucem lactea gemma nocti, o como dice Horacio; Cressa ne careat pulchra dies nota, o según Estacio: Creta signare diem.
Felizmente, el señor Patterson se detuvo en esta última cita, que los jóvenes creyeron necesario interrumpir con sus alegres aplausos.
No era probable que la señora Seymour hubiera comprendido aquellos latines; pero no podía dejar de agradecer la intención del elocuente mentor. Tal vez alguno de los alumnos no había entendido tampoco las frases atribuidas a Marcial, Estacio y Horacio; y, en efecto, cuando estuvieron solos, Roger Hinsdale dijo al señor Patterson:
—¿Cómo traduce usted exactamente creta signare diem?
—Señalar un día con tiza, o sea, piedra blanca, lactea gemma. ¿Cómo no ha entendido usted lo que seguramente ha comprendido la señora Seymour…?
—¡Oh…! —interrumpió Tony Renault.
—¡Sí…! ¡Sí…! —afirmó el mentor—. Ese admirable latín se entiende solo.
—¡Oh…! —repititó Tony Renault.
—¿Por qué lo dudas?
—Porque el latín, aun siendo admirable, no siempre se comprende como usted dice —afirmó Tony Renault—. Y si usted me permite citarle una frase y quiere usted traducirla…
Seguramente el incorregible mozo bromeaba como de costumbre, y así lo comprendieron sus compañeros.
—Veamos… Diga usted —respondió el señor Patterson ajustándose las gafas con ademán doctoral.
—La frase es ésta: Rosam angelum letorum.
—¡Ah! —dijo el señor Patterson, que pareció sorprendido—. ¿Y de quién es esa frase?
—De un autor desconocido; pero eso no importa. ¿Qué significa?
—No significa nada, Tony… Son palabras sin sentido. Rosam, la rosa, acusativo; angelum, el ángel, acusativo; letorum, felices, genitivo del plural…
—Perdone usted —replicó Tony Renault, en cuya mirada brillaba la malicia—. Esa frase tiene una significación precisa.
—¿Que usted conoce?
—Que yo conozco.
—¡Ah…! Pues buscaré…, buscaré —dijo el mentor.
Y, en efecto, como se verá, debía buscar por largo tiempo.
Desde aquel día empezaron las excursiones, en las que con frecuencia tomaba parte la señora Seymour. Se visitó no solamente el dominio de Northing-House sino también las otras regiones de la costa oriental. Bridgetown no fue el único que tuvo el privilegio de albergar a los huéspedes de la opulenta dama. Ellos llevaron la exploración hasta los pueblos del litoral y la señora Seymour gozaba infinito con las alabanzas que de su isla hacían.
De aquí resultó que durante la escala los pasajeros se olvidaron completamente del Alerta. Ni una vez tuvieron ocasión de ir a bordo. Harry Markel y los suyos estaban siempre ojo avizor, y aunque no surgió ningún incidente que pudiera comprometerles, deseaban abandonar la Barbada. Cuando estuvieran en alta mar se encontrarían fuera de peligro y darían a aquel drama el desenlace proyectado.
Sin exageración puede afirmarse que la isla es un inmenso jardín lleno de frutas y flores. De este jardín, que es también huerta, la industria agrícola saca profusamente el arroz y el algodón llamado «de la Barbada», muy solicitado en los mercados de Europa. La producción de azúcar es considerable. Añádase que los establecimientos industriales se encuentran en creciente prosperidad, pues no se cuenta menos de quinientas fábricas en la Barbada.
Varias veces, por prolongar sus excursiones, los turistas no pudieron regresar a Northing-House, aunque esto era lo excepcional, y lo frecuente que todas las noches se reunieran en los salones del castillo. En diversas ocasiones los notables de Bridgetown, su excelencia el gobernador, los miembros del Consejo ejecutivo y algunos funcionarios se sentaron a la mesa de la señora Seymour.
El día 17 hubo una gran fiesta, a la que acudieron unos sesenta invitados, fiesta que debía terminar con fuegos artificiales. Los jóvenes estudiantes disfrutaron todos los honores de ella sin distinción de nacionalidad. Respecto a este punto, la señora Seymour repetía:
—No quiero ver aquí ni ingleses, ni franceses, ni holandeses, ni suecos, ni daneses… No… Nada más que antillanos, compatriotas míos.
Después de un excelente concierto jugóse al whist, y Horacio Patterson, compañero de la señora Seymour, hizo, no sin legítimo orgullo, una extraordinaria jugada, de la que aún se habla en las Indias occidentales.
Así transcurrió el tiempo con tal rapidez, que los días eran horas y las horas minutos para los huéspedes de Northing-House. Llegó el día 21 de setiembre sin que se dieran cuenta de ello. Harry Markel no les había vuelto a ver a bordo; pero ya no tardarían en ir, puesto que la partida estaba fijada para el día veintidós.
La víspera la señora Seymour manifestó deseos de visitar el Alerta, lo cual produjo gran satisfacción a Luis Clodión y a sus compañeros, muy contentos por poder hacer los honores del navío, como ella les había hecho los de su castillo. La excelente señora quería conocer al capitán Paxton y darle las gracias; además tenía que hacerle una petición.
Así, pues, por la mañana los coches abandonaron el castillo y se detuvieron en el muelle de Bridgetown. El bote mayor de la Dirección marítima trasladó a bordo a los visitantes.
Harry Markel había sido prevenido de esta visita por el intendente, y sus compañeros y él hubieran deseado que no se efectuara, pues siempre temían alguna imprevista complicación.
—¡Al diablo esas gentes! —había gritado John Carpenter.
—Bien…, pero hay que estar correctos —había contestado Harry Markel.
La señora Seymour fue recibida con la consideración y el respeto que exigía su posición en la Barbada. Ella manifestó antes de nada su gratitud al capitán. Respondió éste cortésmente, y la castellana añadió que para premiar el celo de los tripulantes daba una gratificación de quinientas libras. Corty dio la señal de los hurras, que conmovieron a la dama.
La señora Seymour visitó el comedor, los camarotes y después la toldilla. De todo pareció muy satisfecha, felicitando calurosamente a Horacio Patterson cuando este mostró la terrible serpiente colocada en actitud espantosa en el palo de mesana.
—¡Cómo! —exclamó la señora Seymour—. ¿Es usted, señor Patterson, el que ha dado muerte a este horrible monstruo…?
Yo mismo —respondió el señor Patterson—; y si muerto resulta tan terrible, juzgue usted lo que sería en vida, cuando adelantaba hacia mí su lengua trigonocéfala.
Si al oír aquello no soltó Tony Renault la carcajada fue porque Luis Clodión le pellizcó hasta hacerle sangre.
—Parece tan viva como cuando la maté… —añadió el señor Patterson.
—¡Está lo mismo! —respondió Tony Renault.
De vuelta a la toldilla, la señora Seymour preguntó a Harry Markel:
—¿Es mañana cuando parte usted, capitán Paxton?
—Mañana al amanecer, señora.
—Pues bien; tengo que pedirle un favor. Se trata de un joven de veinticinco años, hijo de una de mis sirvientes, que regresa a Inglaterra para desempeñar las funciones de segundo en un barco mercante. Le agradecería a usted mucho que le diese pasaje en el Alerta.
Le conviniera o no a Harry Markel, era evidente que no podía negarse, puesto que el barco navegaba por cuenta de la señora Seymour. Se limitó, pues, a responder:
—Que venga mañana a bordo ese joven y será bien recibido.
La señora Seymour dio nuevas gracias al capitán, recomendándole después para la travesía al señor Patterson y a los jóvenes, de los que ella respondía a sus familias, concluyendo con la afirmación, punto esencial por el que Harry Markel y su gente se habían expuesto a tan graves peligros, que el señor Patterson y los pensionados recibirían aquel mismo día la prima de setecientas libras prometidas a cada uno. El señor Patterson, con gran sinceridad, manifestó que aquello era abusar de la generosidad de la castellana de Northing-House, y de esta opinión fueron Roger Hinsdale, Luis Clodión y otros; pero habiendo manifestado la señora Seymour que la negativa le disgustaría, no se insistió, con gran satisfacción de John Carpenter y los tripulantes.
Después de despedirse amistosamente del capitán, la señora Seymour y sus huéspedes tomaron sitio en el bote, que les volvió al muelle, donde les esperaban los carruajes que les condujeron al castillo para pasar allí el último día.
Cuando hubieron abandonado el Alerta, exclamó Corty:
—¡Esto es un hecho!
—¡Mil diablos! —añadió John Carpenter—. He creído que esos imbéciles iban a rehusar la prima… ¡Bueno fuera haberse jugado la cabeza para volver con los bolsillos vacíos!
—¿Y ese marinero…? —preguntó Corty.
—¡Bah! —respondió el contramaestre—. Uno más… Creo que no será un obstáculo para nuestros planes.
—No —respondió Corty—, y yo me encargo de él.
Aquella noche hubo gran comida, que reunió en Northing-House a los notables de la colonia y a nuestros amigos. Terminada, y después de despedirse, los pasajeros del Alerta volvieron a bordo. Cada cual había recibido en guineas, encerradas en una bolsita de seda, la prima que se sabe.
Una hora antes había llegado el joven para el que la señora Seymour había solicitado pasaje, siendo conducido al camarote que debía ocupar.
Todo estaba dispuesto para aparejar al siguiente día, y al amanecer el Alerta abandonaría el puerto de Bridgetown, su última escala en las Indias occidentales.