SANTA LUCÍA
La travesía entre la Martinica y Santa Lucía se llevó a cabo con tanta seguridad como rapidez. El viento soplaba del Nordeste y el Alerta anduvo en el día las 80 millas que separan San Pedro de Castries, el principal puerto de la isla inglesa, sin haber cambiado sus amuras.
Como no debían llegar a la vista de Santa Lucía hasta la caída de la tarde, Harry Markel pensaba ponerse a la capa, para entrar en el canal al amanecer.
Durante las primeras horas de la mañana, viéronse aún las más altas cimas de la Martinica. El Mont-Pelé, al que Tony Renault había saludado a su llegada, recibió del joven el adiós de despedida.
El puerto de Castries preséntase bajo bella apariencia, entre imponentes desfiladeros. Forma una especie de vasto circo, en el cual ha penetrado el mar. Los navíos, aun los de mayor calado, encuentran allí anclaje seguro. La ciudad, construida en forma de anfiteatro, escalona graciosamente sus casas hasta las cimas que la rodean. Está, como la mayor parte de las ciudades de las Antillas, orientada a Poniente, en forma de estar abrigada contra los vientos de alta mar y las más violentas perturbaciones atmosféricas.
No hay que extrañar que Roger Hinsdale considerase a su isla como superior a las demás del grupo. Ni la Martinica ni la Guadalupe le parecían dignas de ser comparadas con ella. Este joven inglés, lleno de seriedad británica, de altivo aspecto, hacía gala en toda ocasión de su nacionalidad, lo que hacía sonreír a sus camaradas. A bordo, sin embargo, no dejaba de encontrar apoyo en John Howard y Hubert Perkins, menos «britanizados» que él, sin duda. Pero cuando la sangre anglosajona corre por las venas, sus glóbulos poseen virtudes especiales.
Por lo demás, y a ejemplo de Luis Clodión y de Tony Renault, y tal vez por un sentimiento muy natural en él, se prometía hacer los honores en Santa Lucía, donde sus padres habían ocupado una alta posición entre lo más distinguido de la isla.
La familia Hinsdale poseía allí aún algunas propiedades importantes, plantaciones y fábricas de azúcar y varios establecimientos agrícolas en estado de gran prosperidad. Estas propiedades eran administradas por un gerente, Edward Falkes, que, advertido de la próxima llegada del joven heredero de los Hinsdale, debía ponerse a disposición de éste durante el tiempo que durara la escala.
Ya se ha dicho que Harry Markel no pensaba entrar de noche en el puerto; así es que antes de que la marea comenzase a dejarse sentir fue a anclar en el fondo de una pequeña ensenada, a fin de no ser arrastrado a alta mar.
Llegada la mañana, vio Harry Markel que sería necesario aguardar algunas horas para aparejar. Después de medianoche había caído el viento, y era de esperar que soplara del Oeste cuando el sol hubiera subido algunos grados sobre el horizonte.
Al amanecer, Roger Hinsdale, el primero, y el señor Patterson, el último, todos aparecieron en la toldilla, a fin de respirar aire más puro que el de los camarotes. Tenían, además, grandes deseos de contemplar a plena luz aquel litoral entrevisto la víspera entre las sombras del crepúsculo.
Roger Hinsdale relató la historia de Santa Lucía, que en realidad no difiere gran cosa de la de todas las islas de las Indias occidentales.
Después de haber sido habitada por los caribes, Santa Lucía, entregada ya a los trabajos de cultivo, fue descubierta por Cristóbal Colón en fecha no más precisa que la en que llegaron los primeros colonos. Lo único positivo es que los españoles no fundaron allí ningún establecimiento antes del año de 1639. Respecto a los ingleses, no la poseyeron más que durante dieciocho meses, a mediados del siglo XVII.
Cuando los caribes fueron arrojados por ellos de la Dominica, como se ha dicho, las islas vecinas se sublevaron. En 1640 los indígenas, fanatizados, se lanzaron contra la naciente colonia. La mayor parte de los colonos fueron asesinados, escapando a la espantosa matanza solamente los que pudieron embarcarse y huir.
Diez años más tarde, cuarenta franceses, conducidos por un tal Rousselan, hombre resuelto, fueron a establecerse en Santa Lucía. Rousselan se casó con una india, se atrajo a los indígenas por su habilidad e inteligencia, y durante cuatro años, hasta su muerte, aseguró la tranquilidad del país.
Los colonos que le sucedieron mostráronse menos hábiles, y a fuerza de vejaciones e injusticias provocaron las represalias de los caribes, que se vengaron de ellos con matanzas y actos de pillaje. Juzgaron entonces los ingleses que había llegado el momento oportuno para su intervención, y filibusteros y aventureros invadieron a Santa Lucía, que pudo esperar encontrar la calma en el tratado de Utrech, por el que fue declarada neutral.
—¿Y desde esa época Santa Lucía pertenece a los ingleses? —preguntó Niels Harboe.
—Sí y no —contestó Roger Hinsdale.
—Yo digo que no —afirmó Luis Clodión, que había leído cuanto se refería a esta isla—. No, pues conforme el tratado de Utrech, la concesión fue dada al mariscal D’Etrees, que envió algunas tropas, en mil setecientos dieciocho, para proteger la colonia francesa de toda clase de atropellos.
—Sin duda —replicó Roger Hinsdale—; pero atendiendo a las reclamaciones de Inglaterra, esa concesión fue anulada en provecho del duque de Montagne.
—Conformes —dijo Luis Clodión—; pero esta concesión fue a su vez anulada por nuevas reclamaciones de Francia.
—¿Y qué importa, puesto que los colonos ingleses permanecieron allí?
—Si permanecieron allí no es menos cierto que en el tratado de París de mil setecientos sesenta y tres, la soberanía absoluta de esta colonia fue atribuida a Francia.
Era la verdad; Roger Hinsdale tuvo que reconocerlo.
Después, durante el período que siguió, Santa Lucía vio aumentar su prosperidad con gran número de establecimientos fundados por los colonos vecinos de Granada, San Vicente y la Martinica. En 1709, la isla contaba cerca de 13 000 habitantes, comprendidos los esclavos, y en 1772 más de 15.000.
Sin embargo, las potencias se disputaban aún la posesión de Santa Lucía, y Roger Hinsdale pudo añadir:
—En mil setecientos setenta y nueve la isla fue tomada por el general Abercrombie y pasó de nuevo a la dominación británica.
—Lo sé —contestó Luis Clodión—; pero el tratado de mil setecientos ochenta y tres la devolvió una vez más a Francia…
—Para volver a ser inglesa en mil setecientos noventa y cuatro —afirmó Roger Hinsdale.
—Ea, Luis… —exclamó Tony Renault—, dinos que en Santa Lucía ha vuelto a ondear el pabellón francés…
—Ciertamente, Tony… En mil ochocientos dos, en que fue nuevamente reconocida como colonia francesa.
—No por mucho tiempo —afirmó Roger Hinsdale—. Al romperse la paz de Amiens, en mil ochocientos tres, fue restituida, según parece…
—¡Oh…! ¡Definitivamente…! —exclamó Tony Renault haciendo un gesto desdeñoso.
—Sí —respondió Roger Hinsdale, poniendo en su respuesta toda la ironía posible—. ¿O tienes la pretensión de conquistarla tú…?
—¿Por qué no? —replicó Tony Renault tomando la actitud de un conquistador.
Niels Harboe, Axel Vickbom, Alberto Leuwen y Magnus Anders no tenían ningún interés en aquella discusión entre ingleses y franceses. Ni Dinamarca ni Holanda habían reclamado nunca una parte de tan disputada colonia. Tal vez Magnus Anders hubiera podido ponerlos de acuerdo, reclamándola para Suecia, que no poseía ni un islote en el archipiélago.
Cuando la discusión amenazaba agravarse, el señor Horacio Patterson intervino con un oportuno quos ego, plagiado de Virgilio. Después añadió dulcemente:
—Calma, mis jóvenes amigos… ¿Vais a haceros la guerra…? ¡La guerra, ese azote de la Humanidad…! ¡La guerra…! Bella matribus detestata…; lo que significa…
—En buen francés —exclamó Tony Renault— «aborrecibles suegras».
Al oír esto todos rompieron en grandes carcajadas y la disputa acabó con un apretón de manos, un poco forzado por parte de Roger Hinsdale, y muy franco por parte de Luis Clodión. Después se estipuló que Tony Renault no haría ningún esfuerzo para arrancar a Santa Lucía de la dominación inglesa. Lo que Luis Clodión podía añadir, y los pasajeros del Alerta lo sabrían bien pronto de visu y de auditu, es que si Santa Lucía enarbolaba actualmente el pabellón inglés, ha conservado de indefinible manera la marca francesa en sus costumbres, instintos y tradiciones. Desembarcados en Santa Lucía, Luis Clodión y Tony Renault, podían creer que pisaban el suelo de la Deseada, la Guadalupe o la Martinica.
Poco antes de las nueve levantóse el viento, que venía de alta mar, como esperaba Harry Markel; expresión justa, aunque se trate del Oeste, en lo que concierne a Santa Lucía, que, entre el mar de las Antillas y el océano Atlántico, está expuesta por ambos lados a las violencias de las olas y de los vientos.
En seguida hizo el Alerta sus preparativos para aparejar, y terminados, abandonó su anclaje y rodeó nna de las puntas que dominan el puerto de Castries.
Llámase este puerto Carenaje, y es uno de los mejores del archipiélago antillano. Así se explica la terquedad de Francia e Inglaterra en disputarse su posesión. Desde aquella época se ocupaban en acabar la construcción de muelles y establecer los pontones y calas en forma de satisfacer todas las necesidades del servicio marítimo.
No cabe duda de que al puerto de Carenaje le esté reservado un gran porvenir. A él, en efecto, es adonde van los steamers para hacer provisión de carbones importados de Inglaterra, en los vastos depósitos, llenados sin cesar por los navíos del Reino Unido.
Santa Lucía, si bien no iguala en extensión superficial a las mayores islas de Barlovento, comprende 614 kilómetros cuadrados, y su población se calcula en 45 000 habitantes, de los que 5000 corresponden a la capital, Castries.
Mucho deseaba Roger Hinsdale que la escala en aquel sitio se hubiera prolongado más que en las otras Antillas ya visitadas. Él hubiera querido enseñar a sus compañeros la isla hasta en sus menores detalles; pero el programa del viaje no le concedía más que tres días, y era preciso conformarse.
Ningún miembro de la familia Hinsdale, definitivamente instalada en Londres, se encontraba en la isla; pero las propiedades que aquélla poseía allí eran considerables, y el joven iba a hacer el papel de un «landlord» que recorre sus dominios.
Cuando el Alerta ancló en Carenaje, a las diez, Roger Hinsdale y sus compañeros, acompañados del señor Patterson, se hicieron conducir a tierra.
La ciudad les pareció limpia y bien conservada, con plazas espaciosas, anchas calles y sombras siempre apetecidas en el abrasador clima de las Antillas. La impresión que les produjo fue la de que la ciudad era más francesa que inglesa, con lo que Tony no pudo retener esta observación:
—¡Decididamente… aquí estamos en Francia!
Los pasajeros habían sido recibidos por el gerente, que debía guiarles en sus excursiones. Edward Falkes no se olvidaría de hacerles admirar las soberbias plantaciones de la familia, principalmente los campos de caña, tan afamados en Santa Lucía, y cuyos productos rivalizan con los de San Cristóbal, donde se recolecta el mejor azúcar de las Antillas.
En la colonia el número de blancos era entonces bastante limitado, apenas un millar. La gente de color y los negros la ocupaban en su mayor parte, habiendo aumentado su número, sobre todo desde el abandono de los trabajos del canal de Panamá, que les dejó sin ocupación.
La antigua casa de los Hinsdale, donde vivía el señor Edward Falkes, era grande y cómoda. Situada en un extremo de la ciudad, podía alojar ampliamente a los pasajeros del Alerta. Roger les propuso que se instalasen allí durante la escala. Cada cual tendría su cuarto, y el mejor de todos sería reservado al señor Patterson. Almorzarían y comerían en el comedor de la casa, y los carruajes de ésta estarían a disposición de los excursionistas.
La proposición de Roger fue aceptada con gusto, pues, a despecho de la seriedad original del joven inglés, éste era generoso y servicial, aunque gustase de mostrarse con cierta ostentación ante sus compañeros.
Por lo demás, si alguien le producía alguna envidia, era Luis Clodión. En la «Antilian School», siempre rivales, se disputaban los primeros puestos. No se habrá olvidado que ambos iban a la cabeza del concurso para las pensiones del viaje, deal head, como se dice en las carreras de caballos; ex aequo, decía Tony Renault, lo que él traducía «el mismo caballo», jugando el vocablo con equus y oequus, con gran escándalo del señor Patterson.
Desde el primer día empezaron las excursiones a través de los campos. Los soberbios bosques de esta isla, una de las más sanas de las Antillas, cubren cuatro quintas partes de ella.
Se hizo la ascensión al monte Fortuné, de 230 metros de altura, y sobre el cual están los cuarteles, y a los cerros Asabot y Chazeau —como se ve, todos llevan nombres franceses—, donde está instalado el sanatorio. Después, al centro, los turistas visitaron las Alguilles de Sainte-Alouise, cráteres dormidos, que tal vez despertarían algún día, pues las aguas vecinas se mantenían en ebullición constante.
Al regresar aquella noche a la casa, Roger Hinsdale dijo al señor Patterson:
—En Santa Lucía hay que tener tanto cuidado con los trigonocéfalos como en la Martinica… En nuestra isla también hay serpientes, y no menos peligrosas.
—Yo no las temo —respondió el interpelado, tomando una actitud de soberbia—; voy a hacer disecar la mía durante la escala.
—Hará usted muy bien —respondió Tony Renault, esforzándose por no soltar la risa.
Al día siguiente el señor Falkes hizo llevar el terrible reptil a casa de un naturalista de Castries, al que Tony Renault explicó de qué se trataba. La serpiente estaba disecada desde había muchos años; pero no se quería decir nada de esto al señor Patterson.
La víspera de la partida el disecador enviaría la serpiente a bordo del Alerta.
Precisamente la misma noche, antes de acostarse, el Señor Patterson escribió otra carta a su esposa, carta llena de citas de Horacio, Virgilio y Ovidio, a las que ya estaba acostumbrada la buena señora, y en la que aquél refería con escrupulosa exactitud los detalles del maravilloso viaje. Más minucioso que en su carta anterior, señalaba los nuevos incidentes, acompañándolos de reflexiones personales. Refería cómo se había efectuado la feliz travesía del Reino Unido a las Indias occidentales, cómo él había conseguido vencer el mareo, y el consumo que hizo de aquellos huesos de cereza de que con tanta abundancia le proveyó su cara mitad. Hablaba de los recibimientos que les habían hecho en Santo Tomás, Santa Cruz, San Martín, la Guadalupe, la Dominica, la Martinica, Santa Lucía, en espera del que les reservaba en la Barbada la generosa y magnánima señora Seymour. Preveía que el viaje dé vuelta se efectuaría también en inmejorables condiciones. ¡No…! ¡No había que temer choques ni naufragios…! El océano Atlántico sería clemente con los pasajeros del Alerta y el dios de los vientos, Eolo, no lanzaría sobre ellos los de la tempestad. La señora Patterson no tendría que abrir el testamento que su esposo creyó debía otorgar antes de su partida, ni de aprovecharse de las previsoras disposiciones que él había tomado ante el riesgo de una eterna separación. ¿Qué disposición…? Este era el secreto que solamente poseía aquella original pareja.
Después el señor Patterson narraba la gran excursión al istmo de la Martinica; la aparición del trigonocéfalo entre las ramas de un árbol; la violencia del golpe que él había dado al monstruo, monstrum horrendum, informe ingens… Y ahora, relleno de paja, con los ojos ardientes, mostrando en las abiertas fauces la triple lengua ofídica, estaba convertido en el más inofensivo de los animales… Se comprenderá el efecto que el soberbio reptil produciría colocado en la biblioteca de la «Antilian School».
Entre paréntesis advertiremos que el secreto de aquel asunto fue siempre cuidadosamente guardado, hasta por Tony Renault, aunque muchas veces debió sentir que le venía a los labios… ¡La gloria que el intrépido mentor había adquirido en aquel memorable encuentro con una serpiente disecada se conservó sin tacha ni merma!
Terminaba el señor Patterson su larga carta con un sentido elogio del capitán del Alerta y de sus tripulantes. No tenía él más que motivos de alabanza con respecto al mayordomo, cuyos cuidados pensaba gratificar con largueza. En cuanto al capitán, jamás jefe de navío, ni en la marina del Estado ni en la mercante, había merecido con más justicia el ser llamado dominus secundum Deum, ¡el amo después de Dios!
En fin, despidiéndose de ella con cariñoso abrazo, el señor Patterson echaba su complicada rubrica, que denotaba talento caligráfico.
A las ocho de la mañana del día siguiente los turistas regresarían a bordo, pasando, pues, la noche en la casa de Hinsdale, de la que éste quería hacer los honores hasta el último momento.
Algunos amigos del señor Falkes habían sido invitados a comer, y, como de costumbre, después de brindar a la salud de cada uno, se brindó por la señora Seymour. Pasados algunos días, los jóvenes pensionados conocerían a la gran señora. La Barbada no estaba lejos… ¡La Barbada, la última escala de aquellas Antillas, de las que los jóvenes guardarían recuerdo eterno!
Aquella tarde se produjo un incidente tan grave, que hizo pensar a los tripulantes en una catástrofe. Como se sabe, Harry Markel no dejaba a su gente ir a tierra más que para lo preciso, pues así se lo ordenaba la más rudimentaria prudencia. Pero aquel día, a las tres, fue necesario ir a recoger las provisiones de carne fresca y legumbres que el cocinero Ranyah Cogh había adquirido en el mercado de Castries.
Obedeciendo las órdenes de Harry Markel, fue dispuesto uno de los botes para conducir al muelle al cocinero con uno de los marineros, llamado Morden.
Pocos minutos después el bote volvió. A las cuatro el contramaestre le envió de nuevo a tierra, y transcurrieron cuarenta minutos sin que regresase.
Harry Markel, John Carpenter, y Corty se inquietaron con la tardanza. ¿Qué había ocurrido? ¿Acaso recientes noticias llegadas de Europa hacían concebir sospechas sobre el capitán y los tripulantes del Alerta?
Al fin, a las cinco, el bote se dirigió hacia el Alerta, pero antes de que llegase, Corty exclamó:
—¡Ranyah vuelve solo…! ¡Morden no viene con él!
—¿Dónde puede estar? —preguntó John Carpenter.
—¡En alguna taberna, donde se habrá emborrachado! —añadió Corty.
—Ranyah hubiera debido traerlo de cualquier modo —dijo Harry Markel—. Ese condenado Morden es capaz de hablar más de la cuenta excitado por el brandy o la ginebra.
Era probablemente lo que había sucedido, y así se supo por boca de Ranyah Cogh. En tanto que éste se ocupaba en sus compras, Morden le había abandonado sin decir nada y arrastrado por su afición a la bebida, que no podía satisfacer a bordo, había dado, sin duda, con sus huesos en alguna taberna. El cocinero procuró dar con su compañero; pero en vano visitó todas las tabernas del barrio marítimo… No le encontró.
—Pues es necesario encontrarle a toda costa —exclamó John Carpenter—. No podemos dejarle en Santa Lucía… Hablaría… No sabe lo que se dice cuando ha bebido, y bien pronto tendríamos un aviso tras de nosotros.
Estos temores estaban muy justificados; jamás había corrido Harry Markel un peligro mayor.
Era, pues, necesario recuperar a Morden; era, además, el derecho y el deber del capitán, que no podía dejar allí a uno de sus hombres, que le sería entregado así que su persona fuese identificada. ¡Con tal de que no hubiese hablado!
Disponíase Harry Markel a descender a tierra para pedir en las oficinas de la marina que se buscase al marinero perdido, cuando un bote se dirigió hacia el Alerta.
Había entonces en Carenaje un pequeño navío de guerra encargado de la policía del puerto; precisamente la que se aproximaba era una de sus canoas, tripulada por seis hombres, a las órdenes de un oficial. Estaba a medio cable cuando Corty exclamó:
—¡Morden viene dentro!
Así era. Después de separarse del cocinero fue a sentarse a la mesa de una taberna de ínfima categoría. Completamente borracho se le había recogido, y la canoa le conducía a bordo del Alerta, adonde fue preciso izarle con una polea.
Cuando el oficial estuvo en el puente, inquirió:
—¿El capitán Paxton?
—Presente, caballero —respondió Harry Markel.
—¿Este borracho es uno de los marineros de usted?
—En efecto; y ahora iba a reclamarle, pues debemos partir mañana.
—Pues yo se lo traigo a usted…, ya ve en qué lamentable estado.
—Será castigado —contestó Harry Markel.
—Pero tiene usted que explicarme una cosa, capitán Paxton —añadió el oficial—. En su borrachera, a este hombre se le han escapado algunas frases incoherentes… Hablaba de campañas en el Pacífico…; de ese navío Halifax, del que tanto se ha hablado últimamente…; de ese Harry Markel que le mandaba, y cuya fuga de la cárcel de Queenstown hemos sabido… ¿Qué significa todo esto?
Calcule el lector los esfuerzos que Harry Markel tuvo que hacer para contenerse y no perder su sangre fría oyendo al oficial. Menos dueños de sí John Carpenter y Corty, volviendo la cabeza, se habían retirado poco a poco. Por fortuna para ellos, el oficial no advirtió su turbación y se limitó a repetir:
—Capitán Paxton, ¿qué significa esto?
—No me lo explico, caballero —respondió Harry Markel—. Ese Morden es un borracho, y cuando está bebido no sabe lo que dice.
—¿No ha navegado jamás a bordo del Halifax?
—¡Jamás! Y hace más de diez años que corremos juntos los mares.
—Entonces, ¿por qué ha hablado de Harry Markel? —insistió el oficial.
—El asunto del Halifax ha hecho mucho ruido. Cuando nosotros abandonamos Queenstown, se hablaba de la fuga de los malhechores. A. bordo se habló varias veces de ello. Esto habrá quedado impreso en la memoria de ese hombre… Es la única explicación que puedo dar a estas palabras, ¡palabras de borracho!
Realmente, nada podía hacer sospechar al oficial que se encontraba en presencia de Harry Markel, ni que aquella tripulación no fuese la del capitán Paxton. Terminó, pues, el diálogo diciendo:
—¿Qué va usted a hacer con este marinero?
—Enviarle por ocho días a la sentina, donde se disipará su borrachera —respondió Harry Markel—. Si no fuera porque ando escaso de gente (he perdido un hombre en la bahía de Cork), hubiera desembarcado a Morden en Santa Lucía. Pero me hubiera sido imposible hallarle sustituto.
—¿Y cuándo espera usted a sus pasajeros?
—Mañana por la mañana; pues con la pleamar nos daremos a la vela.
—Buen viaje, entonces.
—Gracias, caballero.
El oficial volvió a embarcarse, y la canoa se alejó.
Claro es que Morden, que ni oía ni entendía, sumido en su brutal borrachera, fue llevado a la sentina a puntapiés. Realmente había estado a punto de descubrirlo todo, hablando del Halifax y de Harry Markel.
—¡Aún estoy empapado en sudor frío! —dijo Corty, enjugándose la frente.
—Harry —observó John Carpenter—, deberíamos partir esta misma noche, sin esperar a los pasajeros. En estas condenadas Antillas hace mucho calor para nosotros.
—Y cuando hayamos partido se comprenderá el sentido de lo que ha dicho Morden —repuso Harry Markel—. Todo será descubierto, y ese barco se lanzará en persecución nuestra. ¡Si vosotros queréis que os ahorquen, yo no, y me quedo!
A las ocho del siguiente día estaban los pasajeros a bordo. Se creyó inútil ponerlos al corriente del incidente de la víspera… No era cosa importante que uno de los marineros se hubiera embriagado. El Alerta salió del puerto de Castries, y poniendo la proa al Sur se dirigió hacia la Barbada.