XIX

LA MARTINICA

Harry Markel acababa de librarse de aquel peligro, al que se vería expuesto tres veces más: en la Martinica, Santa Lucía y la Barbada. ¿Podría librarse de él siempre? Durante la primera parte de su vida de pirata la suerte le había acompañado hasta el día en que sus compañeros y él fueron presos a bordo del Halifax, suerte que de nuevo se había manifestado con la fuga de la cárcel de Queenstown y la captura del Alerta, y que había continuado y continuaba al presente, como lo prueba el hecho de haber podido evitar el encuentro con Ned Butlar. Ninguna importancia daba Harry Markel a la marcada diferencia que existía entre su persona y el retrato que el marinero había hecho del capitán Paxton, y realmente los pasajeros no pensaban ya en ellos. Harry Markel tenía fe en su estrella e iría hasta el fin de su aventurada y criminal campaña. Como queda dicho, aquella mañana la Dominica, de la que no se veía más que las últimas alturas, quedaba a cinco o seis millas al Norte y no hubiera sido visible ya de haber aumentado el viento.

La distancia entre esta isla y la Martinica es casi igual a la que separa a Guadalupe de la Dominica. Sus montañas son bastante altas, y con buen tiempo se las distingue desde 60 millas. No era imposible que fueran vistas antes de la puesta del sol, y, en tal caso, al siguiente día el Alerta estaría en Fort-de-France, la capital hacia la cual se dirigía. Dividida en nueve cantones y veintinueve ayuntamientos, la isla comprende los dos distritos de San Pedro y Fort-de-France.

El cielo estaba magnífico; el mar resplandeciente, bañado por los rayos solares. Ni una nube en el espacio. Apenas si se sentía el oleaje regular que venía de alta mar. El barómetro se mantenía en buen tiempo.

En estas condiciones era de presumir que el Alerta no andaría más de cinco o seis millas por hora. Harry Markel hizo disponer las bonetas del palo mayor y del trinquete, y las velas del estay; es decir, todo el velamen del barco.

Tony Renault y Magnus Anders no fueron los últimos en subir por los obenques para ganar las gavias, sin pasar por la boca de lobo de las cofas, izándose para preparar las bonetas, mientras sus compañeros se ocupaban primero en amarrar y después en atiesar las escotas.

Acabada la maniobra, ¿conseguirían aquellos atrevidos mozos descender al puente?

En la toldilla, sentado en cómodo sillón con blando cojín, el mentor parecía orgulloso de sus jóvenes compañeros. No porque no experimentara cierta inquietud al verles pasearse por las vergas, ni descuidara gritarles que se agarrasen firme; pero aquello le encantaba. ¡Ah! Si su director, el señor Julián Ardagh, hubiera estado allí; si ambos hubieran podido cambiar algunas palabras, ¡qué pomposos elogios hicieran de los pensionados de la «Antilian School»! ¡Y lo que tendría que contar a su regreso el señor Patterson!

No hay que extrañarse de que en el momento en que Tony Renault y Magnus Anders llegaban a lo alto de los mástiles, se le escapase esta cita en presencia de John Carpenter:

Sic itur ad ostra

—¿Qué quiere usted decir, caballero? —preguntó el contramaestre.

—Quiero decir que ellos se elevan al cielo.

—¿Y quién ha dicho eso?

—El divino Virgilio.

—He conocido a uno de ese nombre; un negro…

—No era el que yo digo…

—Tanto mejor para el Virgilio de usted, pues al mío le ahorcaron.

Aquel día el Alerta pasó a la vista de varios navíos de esos que hacen el cabotaje entre las Antillas; pero no se acercó a ellos. Harry Markel temía que la calma se presentase durante varios días, lo que retardaría su llegada a la Martinica.

Sin embargo, por más que el viento mostrase tendencia a disminuir, no cayó del todo al llegar la noche, y, al parecer, durante ésta se mantendría, aunque débilmente. Viniendo del Norte favorecería al Alerta, que no bajó sus velas altas, como se hace de ordinario al anochecer y al amanecer.

En vano los pasajeros, antes de que la oscuridad invadiese el espacio, procuraron ver la cima del Mont-Pelé, que se alza a mil trescientos cincuenta y seis metros sobre el nivel del mar. Así es que a las nueve se retiraron a sus camarotes, cuyas puertas quedaron abiertas por causa del calor.

Jamás noche alguna Ies pareció mas tranquila. A las cinco de la mañana todos estaban sobre el puente.

Tony Renault gritó señalando al Sur:

—¡He ahí el Mont-Pelé! ¡Es él! ¡Le reconozco!

—¿Le conocías? —contestó Roger Hinsdale con alguna incredulidad.

—¡Sin duda! ¿Habría de haber cambiado en cinco años? ¡Mirad los tres picos del Carbet…!

—Preciso es confesar, Tony, que tienes buenos ojos…

—¡Excelentes! Os aseguro que es Mont-Pelé, que no está del todo pelado… ¡Es verde y tiene árboles, como todas las montañas de mi isla…! Y veréis otras muchas, si subimos a la montaña del Vauclin… ¡Y, queráis o no, será preciso admirar mi isla, la más bella de las Antillas…!

Aparte lo que pudiera haber de exagerado, Tony Renault podía alabar la Martinica. Por su superficie, esta isla ocupa el segundo lugar en la cadena antillana, o sea, novecientos ochenta y siete kilómetros cuadrados, y no cuenta menos de 177 000 habitantes, 10 000 blancos, 15 000 asiáticos y 150 000 negros y gentes de color, en su mayor parte naturales de la Martinica. Es muy montañosa y está cubierta de magníficos bosques hasta sus más altas cimas. Su sistema hidrográfico, necesario para la fertilidad de su suelo, le permite luchar contra los calores propios de la zona tropical. La mayor parte de sus ríos son navegables y sus puertos accesibles a los barcos de gran tonelaje.

Durante el día el viento continuó soplando débilmente.

Hasta la tarde no refrescó algo, y los vigías señalaron entonces la punta Macouba, en el extremo septentrional de la Martinica.

Por la noche, hacia la una, sopló el viento con más fuerza, y el Alerta, que había conservado todo su velamen, pudo avanzar más rápidamente, rodeando la isla por el Oeste.

Al alba apareció el cerro Jacob, menos alejado del centro que el Mont-Pelé, cuya cima se destacó bien pronto de los bajos vapores de la mañana.

A las siete, en el extremo noroeste de la isla, se mostró una ciudad. Tony Renault gritó:

—¡San Pedro de la Martinica!

Y cantó con voz recia la antigua canción francesa:

C’est le pays qui m’a donné le jour!

Era en San Pedro, en efecto, donde Tony Renault había nacido. Pero al abandonar la Martinica para establecerse en Francia, su familia no había dejado allí ningún pariente.

Fort-de-France, situado más al Sur, en el mismo litoral, a la entrada de la bahía de este nombre, llamado antes Fort-Roque, es la capital de la Martinica. Sin embargo, el comercio no se ha desarrollado tan considerablemente como en San Pedro, cuya población es de 26 000 habitantes, siendo la de Fort-de-France menor en dos quintas partes. Las otras principales ciudades de la Martinica son, en la costa Oeste, Lamentin, más al Sur, Saint-Esprit, Diamant, Menú y Trinidad, en el extremo de la isla.

En San Pedro, capital administrativa de la colonia, los cambios no están limitados por los reglamentos militares como en Fort-de-France, que, con los fuertes Tribut y Montllage, poderosamente armados, aseguran la defensa de la isla[1].

Daban las nueve de la mañana cuando el Alerta ancló en la bahía circular donde se abre el puerto. En el fondo, la ciudad, dividida en dos partes por un río vadeable, está al abrigo de los vientos del Este por una alta montaña.

Elíseo Reclus refiere lo que el historiador Dutertre ha dicho de San Pedro, «una de esas ciudades que el extranjero no olvida. La manera de ser del país es tan agradable, la temperatura tan buena, y se vive allí en libertad tan honrada, que no conozco ningún hombre o mujer que después de haberla visitado no hayan deseado volver».

Posible es que Tony Renault experimentase algo de este deseo, pues se mostraba más excitado que nunca. Sus compañeros podían contar con él para que les hiciera los honores de su isla natal.

Poco importaba que la escala sólo fuese de cuatro días, según el programa. Con actividad, deseo de verlo todo y buenas piernas, y bajo la dirección de un guía como Tony Renault, las excursiones sucederían a las excursiones y se extenderían hasta la capital de la Martinica. No hacerlo así significaría tanto como haber recorrido Francia sin visitar París, o, como dijo Tony Renault, «ir a Dieppe sin ver el mar».

Tales proyectos exigían libertad completa y no verse obligados a regresar a bordo todas las noches. Pernoctarían donde la noche les sorprendiera. Esto originaría algunos gastos; pero el administrador cuidaría de este punto, y, además, con la prima que cada uno de los pensionados recibiría en la Barbada, no había por qué preocuparse de este detalle.

El primer día fue consagrado a San Pedro. Después de haber admirado desde alta mar el aspecto de la ciudad, en forma de anfiteatro, su agradable situación entre magníficos bosques de palmeras y otros árboles tropicales sobre la pendiente de la montaña, se visitó el interior, digno del exterior. Quizá las casas, bajas y pintadas de amarillo, no resultasen muy elegantes; pero se han hecho sólidas y seguras para defenderlas contra los temblores de tierra, tan frecuentes en las Antillas, y contra los formidables huracanes, tales como el de 1776, que causó tantos desastres por toda la superficie de la isla.

No olvidó Tony Renault hacer a sus compañeros los honores de la casa donde nació diecisiete años antes, convertida entonces en depósito de géneros coloniales.

Hasta 1635 los caribes fueron los únicos habitantes de la Martinica. En esta época el francés d’Esnambre, gobernador de San Cristóbal, que fue a establecerse allí con un centenar de hombres, obligó a los indígenas a retirarse a las montañas y al fondo de los bosques. Sin embargo, los caribes no quisieron ser desposeídos sin resistencia, y llamaron a los indios de las vecinas islas, consiguiendo al principio rechazar a los extranjeros. Pero éstos pidieron refuerzos y prosiguieron la campaña, y en una última batalla los indígenas perdieron 700 u 800 de los suyos.

Los caribes hicieron otra tentativa para recobrar la isla: guerra de sorpresas y asesinatos aislados; por lo que se decidió acabar con aquella temible raza, y después de una matanza general, los franceses quedaron dueños de la Martinica.

Desde esta época los trabajos de cultivo fueron ejecutados con método y actividad. El algodón, el achiote, el tabaco, el añil, la caña de azúcar y después, desde fines del siglo XVII, el cacao, llegaron a ser las principales riquezas de la isla.

A este propósito, he aquí la historia que refirió Tony Renault, y de la que tomó nota el señor Patterson:

—En 1718 un huracán de extrema violencia destruyó todos los cacahuales; pero en el Jardín Botánico de París se poseían algunos de estos árboles, que provenían de Holanda. El naturalista Desclieux fue encargado de llevar a la Martinica dos vástagos de ellos. Durante la travesía el agua llegó a faltar casi por completo; pero Desclieux sacrificó parte de su ración a los vástagos, que llegaron bien y reconstituyeron las plantaciones de la isla.

—¿No es eso lo que Jussieu ha hecho por el cedro que se admira en el Jardín de Plantas de París? —preguntó Luis Clodión.

—Sí…, y eso es muy hermoso…, muy hermoso —dijo el mentor—; y Francia una gran nación.

En 1794 la Martinica cayó en poder de los ingleses, y no fue definitivamente devuelta hasta el tratado de 1816.

Entonces la colonia estaba en una situación que hizo muy difícil la superioridad numérica de los esclavos con relación a sus dueños.

La revolución estalló, provocada, sobre todo, por los negros cimarrones. Fue preciso concederles la libertad, y de ella disfrutaron tres mil esclavos, que gozaron el pleno ejercicio de sus derechos civiles y políticos.

Desde 1826 había en la Martinica diecinueve mil negros libres, y muchos de ellos, trabajando por cuenta propia, se convirtieron en propietarios de una parte del suelo.

Al siguiente día los viajeros efectuaron la ascensión a Mont-Pelé, a través de los espesos bosques que tapizan sus flancos, ascensión que, aunque ocasionó alguna fatiga a Tony Renault y a sus compañeros, les proporcionó gran placer. La mirada se extendía por toda la isla, que parecía la hoja de un árbol flotando sobre la superficie azul del mar. Al Sudeste un estrecho istmo de dos kilómetros escasos reunía las dos partes de la Martinica. La primera proyecta sobre el Atlántico la península de las Carabelas entre el abra de la Trinidad y la bahía del Gabrión. La segunda, muy quebrada, se eleva hasta la altura de 500 metros con el Vauclin. Respecto a los demás cerros, el Robert, Fracois, Constant y Plaine, acentúan pintorescamente el relieve de la isla. En fin, por la parte del litoral, hacia el Sudoeste se redondea la ensenada del Diamante, y al Sudeste se dibuja la punta de las Salinas, que forma como el pedúnculo de aquella hoja flotante.

Tan grande fue el encanto de sus ojos, que los viajeros permanecieron mudos de admiración. El mismo señor Patterson no encontró en su memoria un solo verso latino en que poder expresarla.

—¿Qué os había dicho yo? ¿Qué os había dicho? —repetía Tony Renault.

Desde lo alto del Mont-Pelé se podía advertir la fertilidad de la isla, que es al mismo tiempo una de las tierras más pobladas del globo; 178 habitantes por kilómetro cuadrado.

Si la explotación del cacao y del añil ha conservado su importancia, la producción del café ha disminuido mucho y anda cerca del abandono. Respecto a los campos de caña de azúcar, no ocupan menos de 40 000 hectáreas, y producen anualmente de 18 a 20 millones en azúcar, ron y aguardiente.

La importación se cifra en 22 millones de francos, y la exportación en 21, y cerca de 1900 navíos imprimen al comercio de la Martinica un movimiento considerable.

La isla posee varios caminos de hierro, industriales y agrícolas, que ponen en comunicación a los puertos con las fábricas del interior, y, además, una red de carreteras de más de 900 kilómetros.

Al siguiente día, 30 de agosto, con un tiempo magnífico y por bien cuidado camino, los turistas regresaron a Fort-de-France. Un breack conducía a aquellos jóvenes, cuya tez estaba curtida por las brisas del Atlántico, y cuya alegría era desbordante.

Después de almorzar opíparamente en un buen hotel, recorrieron la capital de la isla, situada en el fondo de la gran bahía del mismo nombre, y que dominaba la imponente masa de Fort-Royal.

Se visitó el arsenal y el puerto militar, que quitan a la ciudad todo carácter industrial o comercial, pues allí, como en Europa, es difícil que el espíritu militar y el civil progresen paralelamente. De aquí la gran diferencia entre San Pedro y Fort-de-France. Esta ciudad no ha escapado a los dos azotes que ocasionan tantas catástrofes en las islas occidentales. Combatida por el temblor de tierra de 1839, que causó numerosas víctimas[2], ha sido reedificada, y actualmente hermosos paseos se extienden hasta las colinas de las cercanías.

La bulliciosa banda vagó por la magnífica alameda de la Savane, que lleva al fuerte de San Luis; dio la vuelta a la plaza, plantada de palmeras, en el centro de la cual se alza la estatua, en mármol blanco, de la emperatriz Josefina, la criolla coronada, cuyo recuerdo es tan caro en la Martinica.

Después de la ciudad, los alrededores; y Tony Renault apenas si dejaba respirar a sus compañeros. Tuvieron éstos que seguirle a una altura vecina al campo de Balata y luego al sanatorio establecido para las tropas que van allí para aclimatarse al llegar de Europa. La excursión, en fin, se extendió hasta las fuentes termales de los alrededores. Conviene advertir que, por numerosas que sean las serpientes en la Martinica, el mentor y sus compañeros no habían encontrado ni uno solo de estos venenosos reptiles.

El joven «cicerone» no hizo a sus compañeros gracia de una excursión al pueblo de Lamentin, a través de los bosques que cubren esta parte de la isla. Entonces se produjo un accidente digno de ser referido con algún detalle, pues nada de lo que concierne al señor Horacio Patterson debe quedar en la oscuridad.

El día 31 de agosto, la víspera del día fijado para la partida del Alerta, los excursionistas, después de una noche de reposo, se dirigieron hacia el istmo que reúne las dos mitades de la isla. Como siempre, el camino se hizo alegremente. En los carruajes iban algunas provisiones; cada cual llevaba su calabaza llena, y se almorzaría en el bosque.

Después de un trayecto de algunas horas, Tony Renault y los demás bajaron del carruaje y penetraron en el bosque, llegando a un claro que parecía indicado para hacer un alto antes de internarse más.

El señor Patterson había quedado unos cien pasos atrás. Nadie se ocupó de él, pensando que no tardaría en reunirse a ellos.

Sin embargo, después de diez minutos de espera, y como el mentor no reapareciera, Luis Clodión se levantó y gritó con voz fuerte:

—¡Señor Patterson…! ¡Por aquí, señor Patterson!

Ninguna respuesta del ausente, al que no se veía entre los árboles.

—¿Se habrá extraviado? —preguntó Roger Hinsdale, levantándose también.

—No puede estar lejos —respondió Axel Vickbom.

Y todos gritaron al mismo tiempo:

—¡Señor Patterson…! ¡Señor Patterson…!

Después de experimentar alguna ansiedad, los jóvenes se decidieron a ponerse en busca del mentor. El bosque era bastante espeso para que fuera posible e imprudente extraviarse. Y, además, aunque las fieras no son de temer, puesto que no las hay en las Antillas, se corre el riesgo de encontrarse inopinadamente en presencia de algún temible ofidio, uno de esos trigonocéfalos cuya mordedura es mortal.

Después de buscarle por espacio de media hora, el señor Patterson no aparecía, y los jóvenes se sintieron poseídos de inquietud. En vano el nombre del señor Patterson había sido lanzado cien veces en todas direcciones. No había huella de él.

Habían llegado a lo más profundo del bosque, cuando advirtieron una choza, especie de refugio de cazadores, escondida bajo los árboles. ¿Habría, por uno u otro motivo, entrado allí el señor Patterson? En todo caso, la choza estaba cerrada y su puerta sujeta exteriormente por una barra de madera.

—Aquí no puede estar… —dijo Niels Harboe.

—Veamos, no obstante —respondió Magnus Anders.

La barra fue retirada y abierta la puerta.

La choza estaba vacía. No contenía más que algunos haces de hierba seca, un cuchillo de caza, un morral y varios trozos de piel de cuadrúpedos y pájaros colgados en un rincón.

Luis Clodión y Roger Hinsdale, que habían entrado en la cabaña, salieron casi en seguida, atraídos por las voces que sus compañeros daban.

—¡Aquí está! ¡Aquí está! —repetían éstos.

Efectivamente. Veinte pasos más atrás, tendido a lo largo al pie de un árbol, el sombrero en tierra, el rostro convulsionado y los brazos contraídos, estaba el señor Patterson, cuyo aspecto era el de un cadáver.

Luis Clodión, John Howard y Alberto Leuwen se lanzaron hacia él. Su corazón latía… No estaba muerto…

—¿Qué le ha pasado? —exclamaba Tony Renault—. ¿Le habrá mordido una serpiente?

Sí… Tal vez el señor Patterson había sido presa de unos de esos trigonocéfalos, tan comunes en la Martinica y en todas las Pequeñas Antillas. Estos peligrosos reptiles, algunos de los cuales miden seis pies de longitud, se confunden fácilmente, por el color de su piel, con las raíces, entre las que se ocultan, siendo difícil evitar sus ataques, tan fuertes como rápidos.

En fin, el señor Patterson respiraba, y lo importante era procurar que recobrase el conocimiento. Luis Clodión examinó el cuerpo del mentor, y pudo advertir que no mostraba señal de mordedura. ¿Cómo, pues, explicar que se encontrase en aquel estado y con el espanto aún pintado en el rostro?

Se le levantó la cabeza, se le arrimó con precaución a un árbol y se le mojaron las sienes con agua fresca del río. Después se le introdujeron algunas gotas de ron por entre los labios.

Abriéronse al fin sus ojos, y de su boca se escaparon estas palabras:

—La serpiente… La serpiente…

—¡Señor Patterson…! ¡Señor Patterson…! —dijo Luis Clodión oprimiéndole las manos.

—La serpiente… ¿ha huido?

—¿Qué serpiente?

—La que yo he visto entre las ramas de ese árbol…

—¿Qué ramas…? ¿Qué árbol…?

—Mirad… Allí… ¡Prudencia…!

Aunque el señor Patterson sólo pronunciaba frases incoherentes, acabaron todos por entender que se había encontrado frente a un enorme reptil enroscado al tronco de un árbol y que le fascinaba como a un pájaro…

Él resistía…, resistía…; pero, a pesar suyo, la serpiente le atraía, y cuando fue a tocarle, llevado por natural instinto de defensa, él la golpeó con su bastón… ¿Qué había sido de aquella serpiente? ¿Había sido muerta? ¿No se arrastraba bajo la hierba, latet anguis in herba…?

Los jóvenes tranquilizaron al señor Patterson. No… No había señales de serpiente.

—¡Sí! ¡Sí! —exclamó él.

Acababa de erguirse, y con la mano extendida y espantada voz, añadió:

—¡Allí…, allí…!

Todas las miradas se dirigieron al punto indicado por el señor Patterson, que gritaba:

—¡Allí está! ¡Yo la veo! ¡La veo…!

En efecto, de una de las ramas bajas de un árbol pendía el cuerpo de un trigonocéfalo de gran tamaño; los ojos aún brillantes, la lengua fuera, pero inmóvil, sujeta solamente por la cola y sin dar señales de vida.

Decididamente, el bastonazo del señor Patterson había sido un feliz golpe, y preciso era que él lo hubiera asestado con extraordinario vigor para que matase a un reptil de aquel tamaño. Después de tan violento golpe, el señor Patterson ignoraba lo que había acontecido, ya que cayó desvanecido al pie del árbol.

Por esto no fue menos felicitado el triunfador, y a nadie extrañará que se quisiera llevar el objeto de su triunfo a bordo del Alerta, con la intención de hacerlo disecar en una de las próximas escalas.

John Howard, Magnus Anders y Niels Harboe llevarón la serpiente al claro, donde los turistas repararon sus fuerzas y bebieron a la salud del señor Patterson. Luego visitaron el istmo, y tres horas después volvían a subir al coche, colocando en él la serpiente, y regresaron a San Pedro, adonde llegaron a las ocho de la noche.

Cuando los pasajeros embarcaron, John Carpenter y Corty hicieron izar a bordo al soberbio reptil, sobre el cual el señor Patterson no cesaba de arrojar miradas de espanto y de satisfacción. ¡Qué relato de la peligrosa aventura haría a su esposa, y qué puesto de honor se reservaría en la biblioteca de la «Antilian School» a aquella notable y aterradora muestra de los trigonocéfalos de la Martinica!

Después de un día tan aprovechado —dies notanda Ipillo, como dice Horacio—, no había cosa mejor que comer bien y dormir hasta la hora de la partida.

Y así se hizo. Sin embargo, antes de retirarse a su camarote, Tony Renault llamó aparte a sus compañeros, para decirles, procurando no ser oído por el señor Patterson:

—¡Eh! ¡Es gracioso esto!

—¿Qué es gracioso? —preguntó Hubert Perkins.

—EL descubrimiento que acabo de hacer.

—¿Y qué has descubierto?

—Que no será preciso hacer disecar la serpiente del señor Patterson.

—¿Por qué?

—Porque ya lo está.

Nada más cierto, en verdad. Aquella serpiente era un trofeo de caza arrollado a las ramas de un árbol, junto a la cabaña. ¡El intrépido señor Patterson había matado una serpiente… que ya estaba muerta!

Pero se convino en que se fingiría que se la disecaba en Santa Lucía, para no disgustar al excelente hombre y dejarle la satisfacción de su victoria.

Al siguiente día, al amanecer, el Alerta levó anclas, y antes de que terminase la mañana los pasajeros habían perdido de vista las alturas de la isla.

Se ha dicho que la Martinica es «el país de los que vuelven», porque se tiene siempre el deseo de volver a ella, y tal vez alguno de los estudiantes pensaba en ello, sin sospechar la suerte que les aguardaba a todos.