XVIII

LA DOMINICA

Cuando el Alerta se encontró fuera de la bahía de Pointe-á-Pitre, levantóse débil viento de la parte Este, que favorecía la dirección que el barco debía seguir para llegar a la Dominica, un centenar de millas más al Sur. Cubierto de tela el Alerta, se deslizaba como una gaviota por la superficie de aquel mar resplandeciente. Con viento seguro hubiera podido franquear dicha distancia en veinticuatro horas; pero el barómetro subía lentamente, lo que presagiaba calma y una travesía que duraría doble tiempo.

El Alerta (no está de más repetirlo) era un buen navío, mandado por un capitán que conocía a fondo su oficio, y con tripulación experimentada. Los deseos de Henry Barrand no se realizarían. Aun con mal tiempo, Harry Markel se hubiera lanzado al mar sin temor de chocar contra las rocas de la bahía, y los pasajeros no tendrían que aprovechar los hospitalarios ofrecimientos del plantador de Rose-Croix.

La navegación aunque fuera lenta, por efecto de las condiciones atmosféricas, por lo menos empezaba de la mejor manera.

Después de abandonar Pointe-á-Pitre, proa al Sur, el barco pasó ante el grupo de Las Santas, que domina un cerro de 300 metros. Se vio claramente el fuerte que le corona, sobre el cual flotaba la bandera francesa. Las Santas están en estado de defensa permanente, como ciudadela avanzada que protege los alrededores de la Guadalupe.

Los que con mayor brío se dedicaban a la maniobra eran Tony Renault y Magnus Anders, que hacían su cuarto como verdaderos marineros hasta por la noche, dijera lo que dijera el señor Patterson, siempre inquieto y temeroso de alguna imprudencia por parte de aquellos atrevidos jóvenes.

—Se los recomiendo a usted, capitán Paxton —repetía a Harry Markel—. ¡Calcule usted si les ocurriera algo…! Cuando les veo subir por las vergas me parece verlos…

—Desrelingados…

—Sí… Esa es la palabra. ¡Y si cayeran al mar…! ¡Piense usted en mi responsabilidad, capitán!

Y cuando Harry Markel le contestaba que no les dejaría cometer ninguna imprudencia, y que su responsabilidad no era menor que la del señor Patterson, éste le daba las gracias en términos muy sentidos, pero que no animaban la frialdad del falso capitán.

El señor Patterson hacía continuas recomendaciones al joven sueco y al joven francés, que le respondían:

—No tenga usted miedo, señor Patterson. Nos sostenemos bien.

—Pero si vuestras manos se aflojan… os precipitaréis desde lo alto…

De brancha in brancham de gringola atque facit pouf!, como dice Virgilio —declaró Tony Renault.

—¡Jamás el cisne de Mantua perpetró semejante hexámetro! —replicó el señor Patterson levantando los brazos al cielo.

—Pues hubiera debido hacerlo —respondió el irrespetuoso Tony Renault—, pues el final es soberbio: atque facit pouf! —Y los dos amigos lanzaron una carcajada.

El digno mentor podía estar tranquilo. Aunque Tony Renault y Magnus Anders pecaban de atrevidos, eran ágiles como monos. Además John Carpenter les vigilaba, aunque sólo fuera por el temor de que su prima desapareciese con ellos. Aparte de esto, no convenía que el Alerta se viera obligado a causa de algún accidente a hacer larga escala en alguna de las Antillas; lo que sucedería si alguno de los dos jóvenes se rompía algún miembro de su cuerpo.

Los tripulantes rara vez se relacionaban con los pasajeros, no buscando familiarizarse, cosa que generalmente agrada a los marineros, Únicamente Wagah y Corty entablaban conversación; pero los demás guardaban la reserva que Harry Markel les había impuesto, y aunque algunas veces a Roger Hinsdale y Luis Clodión, les había sorprendido aquella actitud, y en varias ocasiones habían observado que los marineros se callaban a] aproximarse ellos, esto no había engendrado ninguna sospecha.

Respecto al señor Patterson, hubiera sido incapaz de sospechar nada. Encontraba que el viaje se realizaba en las mejores condiciones, lo que era verdad, y se felicitaba ahora de pasear sobre el puente sin tener que agarrarse a cada paso, pede marítimo.

Como la calma atmosférica persistió, hasta el 24 de agosto, a las cinco de la mañana, no llegó el Alerta a la vista de la Dominica.

La capital de la colonia, llamada Ville-des-Roseaux, cuenta unos 5000 habitantes. Está situada en la parte oriental de la isla, cuyas alturas la protegen de la violencia de los alisios. Pero el puerto no se halla lo bastante abrigado contra el oleaje, especialmente en la época de las grandes mareas, y la estancia allí no es segura, por lo que las tripulaciones están siempre dispuestas a cambiar de anclaje al primer indicio de mal tiempo.

Así es que, aunque el Alerta debía permanecer solamente dos días en la Dominica, Harry Markel prefirió, no sin razón no hacer escala en Ville-des-Roseaux. En igual orientación hacia el extremo norte de la isla, hay una excelente rada, la de Porstmouth, donde los barcos nada tienen que temer de los huracanes ni de los ciclones, tan frecuentes.

En esta última ciudad había nacido John Howard, el cuarto premiado en el concurso, que ahora iba a encontrar una ciudad en vías de prosperidad, y que en el porvenir será un importante centro comercial.

El día en que los pasajeros pusieron el pie en la Dominica era domingo, y de haberlo hecho el 3 de noviembre, hubiera sido el día del aniversario de su descubrimiento por Cristóbal Colón en 1493. El célebre navegante le dio el nombre de Dominica en honor de aquel día.

La Dominica forma una importante colonia inglesa, puesto que tiene 754 kilómetros cuadrados. Cuenta con 30 000 habitantes, que han reemplazado a los caribes de los tiempos de la conquista. Al principio los españoles no trataron de establecerse allí, aunque los valles de la isla fueran fértiles, excelentes las aguas y los bosques ricos en maderas para la construcción.

Lo mismo que sus hermanas de las Indias occidentales, la Dominica ha pasado sucesivamente por las manos de diversas potencias europeas. Fue francesa a principios del siglo XVII. Los primeros colonos introdujeron allí el cultivo del café y del algodón, y en 1622 su número era de 349, a los que se añadían 338 esclavos de origen africano.

Al principio los franceses vivieron en buena inteligencia con los caribes, que en total no pasaban de mil. Estos indígenas provenían de una raza fuerte y laboriosa, no de los pieles rojas, sino más bien de los indios que poblaban las Guayanas y las regiones septentrionales de la América del Sur.

Es de advertir que en todo el archipiélago antillano la lengua que hablan las mujeres no es absolutamente igual a la que hablan los hombres. Las primeras hablan el aruaco y los hombres el galibi. Estos indígenas, crueles e inhospitalarios, que poseen algunas nociones religiosas, han dejado, no obstante, una reputación de canibalismo muy justificada, y tal vez el nombre de caribe es sinónimo de antropófago. Esto no excusa la ferocidad de los conquistadores españoles.

Como aquellos caribes se dedicaban a incursiones hostiles en las diversas islas del archipiélago, con sus piraguas hechas de troncos de árboles vaciados a hachazos, y como los indios eran principalmente víctimas de su crueldad, fue preciso destruirlos.

Así es que desde el descubrimiento de las Antillas han desaparecido casi por completo, y de aquella raza, superior a la del Norte, no quedan más que algunos tipos en la Martinica y en San Vicente. En cuanto a la Dominica, donde han sido menos perseguidos, su número se reduce a unas 30 familias.

Aunque los europeos habían jurado la destrucción de los caribes, no rehusaban emplearlos en sus luchas personales, y en varias ocasiones los franceses y los ingleses los convirtieron en temibles auxiliares, utilizando sus instintos bélicos, sin perjuicio de aniquilarlos después.

Desde los primeros tiempos de la conquista la Dominica adquirió la suficiente importancia colonial para excitar ambiciones y atraer a los filibusteros.

Después de los franceses, que fundaron allí los primeros establecimientos, la isla cayó bajo la dominación de los ingleses y después de los holandeses. Era, pues, posible que Roger Hinsdale, John Howard, Hubert Perkins, Luis Clodión, Tony Renault y Alberto Leuwen hubieran tenido allí antecesores respectivos.

En 1745, cuando estalló la guerra entre Francia e Inglaterra, la Dominica pasó a poder de los ingleses. En vano el gobernador francés protestó con energía, pidiendo la restitución de aquella colonia, por la que se habían hecho tantos sacrificios de hombres y de dinero. No se consiguió ni aun que fuera devuelta por el tratado de 1763, y continuó bajo el pabellón de la Gran Bretaña.

Sin embargo, Francia no podía aceptar estas condiciones sin intentar el desquite. En 1778 el marqués de Bouillé, gobernador de la Martinica, se dio a la mar con una escuadrilla, se apoderó de Ville-des-Roseaux y conservó su conquista hasta 1783, en que los ingleses reaparecieron con más fuerza, y la Dominica volvió a quedar bajo la autoridad británica, esta vez de manera definitiva.

Téngase la seguridad de que los jóvenes pensionados ingleses, franceses y holandeses que iban a bordo del Alerta no pensaban en renovar las luchas de otra época, ni en reclamar para su país la posesión de la isla. El señor Horacio Patterson, hombre eminentemente respetuoso de los derechos adquiridos, aunque fuera anglosajón, no tuvo que intervenir en ninguna cuestión de tal especie, que hubiera amenazado quebrantar el equilibrio europeo.

Hacía ya seis años que la familia de John Howard, después de abandonar la ciudad de Porstmouth, habitaba en Manchester, en el condado de Lancaster.

El joven no había perdido todo recuerdo de la isla, puesto que ya contaba doce años en la época en que los esposos Howard abandonaron la colonia, sin dejar en ésta ningún pariente. John Howard no encontraría allí ni un hermano, como Niels Harboe en Santo Tomás; ni un tío, como Luis Clodión en la Guadalupe; pero tal vez encontraría algún amigo de su familia que se apresuraría a recibir amablemente a los alumnos de la «Antilian School».

Verdad que, a falta de amigos y aun de personas que hubieran estado en relaciones comerciales con el señor Howard, el hijo de éste se había prometido hacer una visita al llegar a Porstmouth. No se trataba de nadie que pudiera emular el cordial recibimiento del señor Christian Harboe en Santo Tomás, ni la opulenta hospitalidad de Henry Barrand en la Guadalupe; pero John Howard y sus compañeros serían bien recibidos por una amable pareja.

En Porstmouth vivía todavía, con su viejo marido, una anciana negra que había estado al servicio de la familia Howard, y a la que ésta había asegurado una modesta existencia.

¡Y cuál no sería su encanto, más que encanto, su emoción profunda al ver de nuevo al joven que en otra época llevó en sus brazos…! Llamábase Kate Grindah… Ni su marido ni ella esperaban aquella visita… Ignoraban que el Alerta haría escala en la Dominica, que el pequeño John se encontraba a bordo y que se apresuraría a visitarles…

En cuanto ancló el Alerta los pasajeros fueron a tierra. Durante las cuarenta y ocho horas que duraría la escala en la Dominica regresarían a bordo por la noche, y sus excursiones se limitarían a los alrededores de la ciudad Uno de los botes les iría a buscar para llevarlos a bordo.

Harry Markel prefería esto para evitar toda relación con las gentes de Porstmouth, salvo las que concernían a las formalidades marítimas. En un puerto inglés había que temer, más que en otro, el encuentro con personas que hubieran conocido al capitán Paxton o a algún marinero de su tripulación. Harry Markel ancló a regular distancia del muelle y prohibió bajar a tierra. Como no tenía que renovar sus provisiones, salvo la carne fresca y la harina, tomaría sus medidas para evitar todo trato con extraños.

John Howard, que conservaba de Porstmouth recuerdos bastante precisos, podía servir de guía a sus compañeros. Éstos conocían su intención de ir primeramente a saludar a los viejos Grindah en su pobre morada. Así es que, apenas desembarcaron, atravesaron la ciudad y se dirigieron al arrabal donde están las últimas casas.

El paseo no fue largo. Un cuarto de hora después se detuvieron ante una modesta casa, de limpio aspecto, rodeada por un jardín plantado de árboles frutales, que terminaba en un corral donde picoteaba el averío.

El viejo trabajaba en el jardín; la vieja estaba en el interior, y salía en el momento en que John Howard empujaba la puerta del cercado.

¡Qué grito de alegría lanzó Kate al reconocer al niño que no había visto desde hacía seis años! Y aunque hubiera tenido veinte, ella le hubiera reconocido lo mismo…, pues para estas cosas el corazón sirve más que los ojos.

—¡Tú! ¡Tú! ¡John! —repetía, estrechando al muchacho entre sus brazos.

—¡Sí, yo…, mi buena Kate…, yo…!

El viejo intervino diciendo:

—¡Él, John! Te engañas… No es él, Kate…

—¡Sí…, soy yo…!

Después los compañeros de John Howard rodearon a los dos esposos y les abrazaron.

—Sí —repetía Tony Renault—, somos nosotros. ¿No nos reconocen ustedes?

Preciso fue explicarlo todo, y decir por qué el Alerta había ido a la Dominica… ¡Únicamente por la vieja negra y su marido! La prueba era que la primera visita había sido para ellos. Y hasta Horacio Patterson, que no ocultaba su emoción, estrechó cordialmente las manos de los dos viejos.

Siguió a esto las admiraciones de Kate por su niño… ¡Cómo había crecido! ¡Cómo había cambiado! ¡Qué guapo mozo! Ella le había reconocido al momento. ¡Y el viejo que dudaba! Volvió a abrazarle, y vertía lágrimas de alegría y de ternura.

Hubo que dar noticias de toda la familia Howard; del padre, de la madre, de los hermanos y hermanas… Todos estaban bien… En la familia se había hablado mucho de Kate y de su marido… No se les olvidaba ni al uno ni al otro… John Howard les entregó a cada uno un bonito regalo que ex profeso les llevaba, y durante la escala del Alerta no dejaría pasar ni una mañana ni una tarde sin ir a abrazar a aquellas honradas gentes… Después de haber aceptado un vasito de ratafia, se separaron.

Las varias excursiones que John Howard y sus compañeros efectuaron por los alrededores de Porstmouth, les llevaron al pie del monte Diablotín, al que subieron. Desde la cúspide, la mirada abarcaba toda la isla. Cuando llegó a dicha cima, derrengado por la ascensión, el mentor creyó debía hacer esta cita de las Geórgicas de Virgilio:

… Velut stabuli custos in montibus olim considit scopulo

Cita que podía ser admitida, aparte de que el señor Patterson no se encontraba sobre una verdadera montaña, ni era un pastor, un custos stabuli; lo que hizo notar Tony Renault.

Desde lo alto del Diablotín la mirada abarcaba un campo bien cultivado, que asegura importante comercio de frutos, sin hablar del azúcar, que se da también con abundancia.

El cultivo de los cafetales, actualmente en progreso, será pronto la principal riqueza de la Dominica.

Al siguiente día los jóvenes viajeros visitaron Ville-des-Roseaux, que tiene una población de 5000 almas, y que es poco comercial, pero de agradable aspecto, mas a la que el Gobierno inglés ha paralizado, para emplear la frase usual.

Como se sabe, la partida del Alerta estaba fijada para el siguiente día, 26 de agosto. Así es que, a las cinco, mientras los jóvenes turistas daban un último paseo por el litoral, al norte de la ciudad, John Howard fue a despedirse de la vieja Kate.

En el momento en que tomaba una de las calles que desembocan en el muelle acercósele un hombre de unos cincuenta años, marinero retirado, que le dijo mostrándole el Alerta, anclado en mitad del puerto:

—¡Un bonito navío…! ¡Para un marinero es gran placer el contemplarlo!

—En efecto —contestó John Howard—; es un barco tan bueno como bonito, y que acaba de hacer una travesía feliz de Europa a las Antillas.

—Sí…, ya lo sé…, ya lo sé —respondió el marinero—, como sé también que usted es el hijo del señor Howard, en cuya casa servían la vieja Kate y su mando.

—¿Los conoce usted?

—Somos vecinos, señor John.

—Precisamente iba a despedirme de ellos, pues mañana partimos.

—¿Tan pronto?

—Sí… Tenemos que visitar aún la Martinica, Santa Lucía, la Barbada…

—Ya lo sé…, ya lo sé… Y dígame usted, ¿quién manda el Alerta?

—El capitán Paxton.

—¡El capitán Paxton! —Repitió el marinero—. Le conozco…, le conozco.

—¿Usted le conoce?

—¡Si Ned Butlar le conoce! ¡Ya lo creo! Hemos navegado juntos en el Northumberland por los mares del Sur… Hace quince años de esto. Él era entonces segundo de a bordo… Un hombre de unos cuarenta años, ¿no es verdad?

—Poco más o menos.

—¿De pequeña estatura?

—No… Más bien alto y fuerte…

—¿El pelo rojo?

—No…, negro…

—¡Es singular! —Dijo el marinero—. Sin embargo, yo le recuerdo como si le estuviera viendo.

—Pues bien —dijo John Howard—, puesto que conoce al capitán Paxton, vaya usted a verle… Él tendrá gran satisfacción en estrechar la mano de un antiguo compañero de viaje…

—Así lo haré.

—Pues vaya hoy. El Alerta partirá mañana.

—Gracias por el consejo, señor John, y seguramente no dejaré que el Alerta apareje sin haber visitado al capitán Paxton.

Los dos interlocutores se separaron, y John Howard se dirigió hacia la parte alta de la ciudad.

En cuanto al marinero, saltó en un bote y se hizo conducir a bordo del navío.

Allí había un peligro serio para Harry Markel y su gente. Aquel Ned Butlar conocía al capitán Paxton, puesto que durante dos años habían navegado juntos. ¿Qué diría, qué pensaría cuando se encontrara delante de Harry Markel, el cual, evidentemente, no tenía parecido alguno con el antiguo segundo del Northumberland?

Cuando el marino llegó a la escala de estribor, Corty, que se paseaba por el puente, intervino.

—¡Eh, camarada! —Gritó—; ¿qué quiere usted?

—Hablar al capitán Paxton…

—¿Le conoce usted? —inquirió vivamente Corty, siempre Alerta.

—¡Si le conozco…! Hemos navegado juntos por los mares del Sur.

—¡Ah…! ¿Y qué quiere usted del capitán Paxton?

—Pues… tener un rato de conversación con él antes de que parta… Siempre gusta volverse a ver después de tanto tiempo…, ¿no es verdad, amigo?

—Como usted lo dice.

—Entonces voy a subir…

—El capitán Paxton no está a bordo en este momento…

—Le aguardaré.

—Es inútil. No vendrá hasta muy tarde.

—¡Mala suerte tengo…! En fin, mañana antes de que parta el Alerta.

—Tal vez. Si viene usted…

—Ciertamente… Yo deseo ver al capitán Paxton, como él desearía verme si supiera que estoy aquí…

—No lo dudo —contestó irónicamente Corty.

—Dígale usted que Ned Butlar… Ned Butlar, del Northumberland, ha venido a saludarle…

—Así lo haré…

—Entonces, hasta mañana.

—Hasta mañana…

Y Ned Butlar volvió hacia el muelle.

Así que se hubo alejado, Corty entró en el camarote de Harry Markel y le dio cuenta de lo sucedido.

—Es evidente que ese marinero conocía al capitán Paxton —dijo Harry.

—Y que volverá mañana por la mañana… —añadió Corty.

—¡Que vuelva…! Ya no estaremos aquí…

—El Alerta no debe partir hasta las nueve, Harry…

—¡El Alerta partirá cuando deba partir! —respondió Harry Markel—. Ni una palabra de esta visita a los pasajeros.

—Comprendido, Harry… Daría mi parte en las primas por haber abandonado estos parajes…, donde nada bueno hemos de esperar…

—Quince días de paciencia y de prudencia y todo habrá concluido, Corty.

Ya eran las diez cuando el señor Patterson y sus compañeros regresaron a bordo. John Howard se había despedido de la vieja Kate y del marido de ésta, cambiándose entre los tres muchos besos y abrazos.

Después de una jornada fatigosa, los pasajeros sentían gran necesidad de irse a sus lechos, y ya se retiraban a sus camarotes cuando John Howard preguntó si no se había presentado un marinero llamado Ned Butlar, que deseaba ver al capitán Paxton.

—Sí —contestó Corty—; pero en aquel momento el capitán estaba en tierra…, en la oficina marítima.

—¿Entonces Butlar vendrá, sin duda, mañana antes de la partida del Alerta?

—Es lo convenido —respondió Corty.

Un cuarto de hora después los ronquidos de los fatigados viajeros hacían retemblar los camarotes, y en tal concierto sobresalían las profundas notas del señor Patterson.

Los pasajeros, pues, no se dieron cuenta de que a las tres de la madrugada el Alerta maniobraba para salir de Porstmouth.

Cuando a las seis aparecieron en el puente, ya a cinco o seis millas de la Dominica, Magnus Anders y Tony Renault exclamaron:

—¡Cómo! ¿Hemos partido?

—Temía un cambio de tiempo —respondió Harry Markel—, y he querido aprovechar el viento de tierra…

—¡Y ese bravo Butlar que tenía tantos deseos de verle a usted! —dijo John Howard.

—Sí… Butlar… Le recuerdo… Hemos navegado juntos… —contestó Harry Markel—. Pero yo no podía esperar…

—¡Pobre hombre! ¡Esto le dará mucha pena! —Añadió John Howard—. Por lo demás, no sé si le hubiera reconocido a usted… Decía que usted era un hombre pequeño y grueso, de barba roja…

—¡Poca memoria tiene el viejo! —se limitó a responder Harry Markel.

—¡Bien hemos hecho en levar anclas! —murmuró Corty al oído del contramaestre.