LA GUADALUPE
La distancia que separa a Antigua de la Guadalupe, o, por mejor decir, del grupo de islas comprendidas bajo este nombre, no es más que unas 100 ó 120 millas.
En condiciones ordinarias el Alerta, impulsado por los vientos alisios, abandonando el puerto de Saint-John la mañana del día 16 de agosto, hubiera podido llegar a su destino en veinticuatro horas.
Luis Clodión debía, pues, esperar que al siguiente día, al amanecer, las primeras alturas de las Antillas francesas se recortarían en el horizonte.
No ocurrió así. La calma, o más bien lo flojo del viento, retrasaron la marcha del barco, aunque éste llevaba todo su velamen. Además, encontró un oleaje corto y resistente, a pesar de la insuficiencia del viento, lo cual era debido a que esta parte del mar, muy abierta, no está protegida por las islas. Las olas, conmovidas por contracorrientes, revientan antes de chocar contra las rocas de Montserrat. Aunque empujado por el viento fuerte, el Alerta no hubiera evitado las brutales sacudidas de aquella travesía. De aquí que el señor Horacio Patterson emitiese algunas dudas sobre la eficacia de los huesos de cerezas como preservativo del mareo.
Realmente, Harry Markel hubiera podido pasar a sotavento de Montserrat, donde el oleaje era menos fuerte; pero se hubiera expuesto a frecuentes encuentros con otros barcos, y de esto se guardaba él cuanto podía; y, además, el camino se habría alargado en unas treinta millas Hubiera sido necesario descender hasta la extremidad meridional de la Guadalupe, y, después de darle vuelta, subir hasta estar a la vista de Pointe-á-Pitre.
La Guadalupe se compone de dos grandes islas. La del Oeste es la Guadalupe propiamente dicha, que los caribes llamaban Kerukera. Oficialmente designada con el nombre de Tierra Baja, aunque su relieve sea el más pronunciado del grupo, le viene este nombre por su situación en lo que se refiere a los alisios.
La isla del Este en los mapas toma la denominación de Tierra Grande, aunque su superficie sea inferior a la de la otra. La extensión total de las dos islas se calcula en 1703 kilómetros cuadrados, y su población en 136 000 habitantes.
La Tierra Baja y la Tierra Grande están separadas por un río de agua salada, cuya anchura varía de 30 a 120 metros, y que franquean los navíos cuya cala es de unos siete pies. El Alerta no hubiera podido seguir este paso, que es el más directo, más que en plena marea, y aun así, un capitán prudente no se hubiera arriesgado. Así es que Harry Markel tomó alta mar al este del grupo, por lo que la navegación duró cuarenta horas, en vez de veinticuatro, y hasta la mañana del 18 de agosto no apareció el Alerta a la entrada de la bahía donde se arroja el río, y cuyo fondo está ocupado por Pointe-á-Pitre.
En primer lugar fue preciso pasar la fila de islotes dispuestos en torno de la ensenada que forma el puerto, al cual se llega por un canal estrecho y sinuoso.
Cinco años habían pasado desde que la familia de Luis Clodión había abandonado las Antillas, a excepción de un hermano de su madre que permaneció en Pointe-á-Pitre. En compañía de sus hijos, los padres de Luis Clodión se establecieron en Francia, en Nantes, donde el señor Clodión dirigía una importante casa de utillaje para buques. El joven Luis había conservado el recuerdo de su isla natal, de la que partió a los quince años, y contaba con hacer a sus compañeros los honores de ella.
Marchando por el Este, el Alerta reconoció primeramente la punta de la Grande Vigía sobre la Tierra Grande, la más septentrional del grupo; después la punta de Gros-Caps, la de Anse-aux-Loups y Santa Margarita, y en el extremo Sudoeste de la Tierra Grande, la punta de Chateaux. Luis Clodión mostró en la costa oriental la ciudad de Le Moule, la tercera de la colonia por su importancia, y que cuenta 10 000 habitantes. Allí es donde los navíos cargados de azúcar esperan ocasión favorable para hacerse a la mar, estando al abrigo contra el mal tiempo y contra esas formidables borrascas que tantos desastres causan en aquellos parajes.
Antes de doblar la punta al Sudeste de la Tierra Grande los pasajeros conocieron la Deseada, otra isla francesa, la primera que es señalada a bordo de los navíos que vienen de Europa, y cuyo cerco, de una altura de 278 metros, es visible desde gran distancia.
Dejando la Deseada a babor, el Alerta rodeó la punta de Chateaux, y desde allí pudo entrever al Sur otra isla, Tierra Pequeña, que forma parte del grupo de la Guadalupe.
Mas para tener una impresión completa del conjunto, hubiera sido preciso bajar más al Sur, hasta María Galante, de una extensión superficial de 163 kilómetros cuadrados, con una población de 14 000 almas, y después visitar las principales ciudades. Gros-Bourg, San Luis y Vieux-Fort. En fin, dirigiéndose hacia el Oeste, casi en la misma latitud, se encuentra el pequeño archipiélago de Las Santas, poblado por unos 2000 habitantes y con una extensión de 14 kilómetros cuadrados. Formado de siete islas o islotes, dominado por el Chameau, de una altura de 316 metros, es considerado como el mejor sanatorio de las Antillas.
Administrativamente, Guadalupe está dividida en tres distritos, que comprenden la parte de San Martín, la isla San Bartolomé, que Suecia acababa de ceder a Francia; Las Santas, que dependen del distrito de Tierra Baja, capital de la isla de este nombre; la Deseada, que depende del distrito de Pointe-á-Pitre y María Galante, capital del tercer distrito.
Este departamento colonial está representado en el Consejo general por 36 consejeros, y en el Parlamento por un senador y dos diputados. Su comercio presenta una cifra de exportación de 50 millones y una de importación de 73; comercio que se hace casi en su totalidad con Francia.
El presupuesto local está formado por los derechos de salida de los géneros coloniales y un impuesto sobre el consumo de alcoholes.
El tío de Luis Clodión, hermano de la madre de éste, Henry Barrand, era uno de los más ricos e influyentes plantadores de Guadalupe. Habitaba en Pointe-á-Pitre y poseía varias propiedades en los alrededores de la ciudad. Su fortuna, su carácter muy comunicativo, su personalidad en sumo grado simpática, su divertida originalidad y su buen humor habitual le hacía amigo de cuantos se acercaban a él. De cuarenta y seis años de edad, gran cazador y amante del deporte, recorría a caballo sus vastas plantaciones; verdadero gentilhombre del campo, si este calificativo puede ser aplicado a un colono de las Antillas, y, en fin, célibe, un tío a quien heredar, tío de América, del que los sobrinos debían esperar mucho.
Se comprende con qué alegría, con qué emoción estrechó en sus brazos a su sobrino.
—Seas bien venido, querido Luis —exclamaba—. ¡Qué dicha verte después de cinco años de ausencia! Yo no he cambiado tanto como tú, pues no me he hecho un viejo, mientras que tú te has convertido en un hombre.
—Querido tío…, usted siempre es el mismo.
—Bien venidos, señores —dijo el señor Barrand, volviéndose a los pasajeros reunidos en la toldilla—. Pueden tener la seguridad de que la colonia siente gran satisfacción en recibir a los pensionados de la «Antilian School».
Y el excelente hombre estrechó todas las manos que se tendieron hacia él. Después, volviéndose a Luis, dijo:
—El padre, la madre, los niños, ¿todos están bien?
—Todos, tío; pero quizás usted pueda darme noticias más recientes de ellos.
—En efecto; anteayer he recibido carta de mi hermana. Están todos perfectamente. Se me recomienda que te reciba bien… ¡Querida hermana…! El invierno próximo iré a verla… a ella y a la familia.
—Eso me agrada mucho, tío, pues en esa época habré terminado mis estudios y estaré en Nantes.
—A menos que no estés aquí, sobrino, participando de mi existencia. Tengo algo pensado sobre este punto… Ya veremos…
En este momento avanzó el señor Horacio Patterson, e inclinándose ceremoniosamente ante el señor Barrand, dijo:
—Permítame usted, caballero, que les presente a mis queridos pensionados.
—¡Ah! —exclamó el plantador—. Usted debe de ser el señor Patterson. ¿Cómo está, señor Patterson?
—Todo lo bien que es posible después de una travesía algo agitada…
—Yo le conocía a usted —interrumpió el señor Barrand—, como conocía a todos los alumnos de la «Antilian School», de donde es usted limosnero.
—Perdón, señor Barrand: administrador…
—Administrador o limosnero, lo mismo da —respondió el plantador riendo a carcajadas—. El uno lleva las cuentas de aquí abajo; el otro las de arriba. ¡Con tal de que la contabilidad esté en regla…!
Mientras hablaba, el señor Barrand iba de uno a otro, y, finalmente estrechó la mano de Horacio Patterson con tal fuerza, que de ser limosnero no hubiera el mentor podido en dos días bendecir a los pensionados de la «Antilian School».
El exuberante colono añadió:
—Prepárense a desembarcar, amigos míos. Todos se alojarán en mi casa… Es grande, y aunque fueran ustedes cien veces más numerosos no devorarían mis plantaciones… Usted acompañará a estos jóvenes, señor Patterson, y usted también, si es su gusto, capitán Paxton.
La invitación fue rehusada, como de costumbre, y el señor Barrand no insistió.
—Sin embargo —dijo Patterson—, agradeciéndole a usted mucho una invitación con tanta…, ¿cómo diré?
—No diga usted nada, será mejor.
—Pudiéramos molestar a usted.
—¡Molestarme a mí! ¿Tengo aspecto yo de hombre al que se molesta? Además, ¡yo lo quiero!
Ante fórmula tan imperiosa, no cabía sino obedecer.
Cuando el señor Patterson quiso hacer las presentaciones de los pasajeros, exclamó el plantador:
—¡Pero si los conozco a todos! Los periódicos han publicado sus nombres, y apuesto lo que usted quiera a que no me equivoco. Ahí están los ingleses, Roger Hinsdale, John Howard y Hubert Perkins… He estado en relaciones con sus familias en Santa Lucía, la Dominica y Antigua.
Los tres ingleses se sintieron lisonjeados por aquella declaración.
—Ese gran rubio que está ahí —continuó el señor Barrand— es Alberto Leuwen, de San Martín.
—El mismo, caballero —contestó el joven holandés saludando.
—Y esos dos valientes de buena cara son Niels Harboe, de Santo Tomás, y Axel Vickborn, de Santa Cruz. Y aquel de allá, de mirada viva, que no puede estarse quieto…, ¡que el diablo me lleve si no tiene en sus venas sangre francesa!
—Hasta la última gota —declaró Tony Renault—; pero he nacido en la Martinica.
—Pues has hecho mal.
—¿Por qué?
—Sí. Cuando se nace francés en las Antillas, es preciso nacer en Guadalupe, y no en otra parte, porque Guadalupe es Guadalupe…
—Se nace donde se puede —exclamó Tony Renault riendo.
—Bien dicho, y no creas que te quiera mal por eso.
—¡Querer mal a Tony! —dijo Luis Clodión—. Eso no sería posible.
—Y no crean ustedes que he tenido intención de despreciar la Martinica, la Deseada u otras islas francesas. Pero, en fin, yo soy de la Guadalupe y está todo dicho. En cuanto a ese sueco de rubios cabellos, debe de ser Magnus Anders.
—El mismo, tío —respondió Luis Clodión—, y por cierto que en San Bartolomé no ha encontrado su isla, o al menos ésta había dejado de ser sueca.
—Efectivamente —dijo el señor Barrand—. Lo hemos leído en los periódicos. Suecia ha cedido su colonia. Y bien, Anders, no hay que lamentarse tanto. Os trataremos como a hermanos, y acabaréis por reconocer que Suecia no tiene amiga mejor que Francia.
Tal era el señor Barrand. Desde la primera entrevista los jóvenes le conocían como si hubiesen vivido con él desde su nacimiento.
Antes de retirarse el señor Barrand, añadió:
—A las once el almuerzo. ¡Un buen almuerzo! ¿Entiende usted, señor Patterson? No admitiré ni diez minutos de retraso.
—Cuente usted con mi exactitud cronométrica —respondió el interpelado.
El señor Barrand se llevó a su sobrino en el bote que le había conducido a bordo del Alerta.
Tal vez Tierra Baja se presenta en mejores condiciones que Pointe-á-Pitre. Situada en la desembocadura del río de las Hierbas, en el extremo de la isla, quizá provoca más vivamente la admiración de los visitantes con sus casas dispuestas en anfiteatro y las hermosas colinas que la rodean. Probable es, sin embargo, que Henry Barrand no quisiera convenir en ello, pues si hacía de la Guadalupe la primera de las Antillas francesas, hacía de Pointe-á-Pitre la primera ciudad de la Guadalupe. Únicamente no gustaba recordar que la Guadalupe capituló ante los ingleses en 1794, y después en 1810, y no fue realmente restituida a Francia hasta el tratado de paz de 30 de mayo de 1814.
Después de todo, Pointe-á-Pitre merecía la visita de los jóvenes viajeros, y el señor Barrand sabría realzar las bellezas de la ciudad con una convicción que les conmovería. Esto sería objeto de un paseo especial, y los invitados no hicieron ahora más que atravesar la ciudad en los carruajes puestos a su disposición.
En un cuarto de hora llegaron a la casa de Rose-Croix, donde les aguardaban Luis Clodión y su tío.
Y también les esperaba en el comedor un excelente y suculento almuerzo, al que aquella hambrienta juventud hizo los honores devorando la carne, pescados, caza, legumbres y frutas, y saboreando el café que provenía de los cafetales de Rose-Croix. Y durante él almuerzo continuaron los elogios a la Guadalupe, y más particularmente a Pointe-á-Pitre.
Sin embargo, la Naturaleza se ha mostrado más pródiga en la Tierra Baja que en la Gran Tierra. Es una región quebrada a la que las fuerzas plutónicas han dado un relieve pintoresco. Vese allí la Gran Montaña, de 720 metros de altura; las tres Manillas y el Carasbe; y en el centro la famosa Soufriére, cuya cima se eleva a cerca de 1500 metros.
¿Cómo, pues, a no ser en la impetuosa imaginación del señor Barrand, podía la Gran Tierra compararse con esta comarca, tan rica en bellezas naturales, una pequeña Suiza antillana? Es una región llana, una sucesión de llanuras; aunque no menos favorable que su vecina a la producción agrícola.
Horacio Patterson hizo esta observación muy justa.
—Lo que comprendo, señor Barrand, es que precisamente esta Tierra Baja, la que Vulcano forjó sobre su yunque mitológico, si pasa la metáfora…
—Con un vaso de vino todo pasa, señor Patterson —respondió el plantador levantando el suyo.
—Me asombra, digo —prosiguió el mentor—, que esta Tierra Baja esté libre de las convulsiones sísmicas, en tanto que la Gran Tierra, más bien salida de las acariciadoras manos de Neptuno, esté expuesta a ellas.
—Bien observado —dijo el señor Barrand—. En efecto: parece que la Tierra Baja debiera ser la que experimentase los efectos de esos cataclismos, y no la Gran Tierra; pues la primera está colocada como una marmita sobre un hogar encendido. Y, sin embargo, de las dos islas, la nuestra es la que más ha sufrido. ¡Qué quiere usted! La Naturaleza comete estos errores, y puesto que el hombre nada puede contra ellos, preciso es que los acepte. Repetiré, rogándoles a ustedes que me hagan eco. ¡A la salud de la Gran Tierra, y a la prosperidad de Pointe-á-Pitre!
—Y en honor de nuestro generoso anfitrión —añadió el señor Patterson.
Tales deseos se habían ya realizado. Pointe-á-Pitre ha prosperado siempre desde su fundación, a pesar de los ataques e invasiones que han desolado la isla y de los incendios de que la ciudad ha sido víctima, y a pesar también del terrible temblor de tierra de 1843, que en setenta segundos causó 5000 víctimas. No quedaron en pie más que algunos muros y la fachada de la iglesia con el reloj parado en las diez y treinta y cinco minutos. La catástrofe se extendió a la ciudad de La Moule, a los pueblos de San Francisco, Santa Ana, Puerto Luis, Santa Rosa, Bertrand, Joinville, hasta la Tierra Baja. Poco tiempo después las casas estaban reconstruidas, y en la actualidad varios caminos de hierro, que se extienden en torno a la capital, llegan a las fábricas de azúcar y otros establecimientos industriales. Además, de todos los lados han surgido bosques de eucaliptos que, absorbiendo la humedad del suelo, aseguran perfecta salubridad.
Gran placer proporcionaron los invitados a su huésped visitando los dominios de éste, bien cultivados, y de los que se mostraba tan orgulloso. Gracias a un ingenioso sistema de riego, las vastas planicies, cubiertas de cañas de azúcar, prometían abundante recolección. Había también cafetales que producían un café mejor que el de la Martinica, según aseguraba el señor Barrand. Después recorrieron los campos que rodeaban la casa; los pastos que la red hidráulica mantenía en fresco verdor; las plantaciones de áloes y algodoneros, de limitada importancia aún, pero que sin duda irá en aumento; los cultivos de ese tabaco llamado petun, reservado para el consumo local, y que, al decir del digno plantador, valía tanto como cualquier otro de las Antillas, y, en fin, los campos de yuca y batatas, y los jardines donde abundaban los árboles frutales de las mejores especies.
No hay que decir que el señor Barrand tenía a su servicio un numeroso personal libre, muy devoto a su amo, y que hubiera sacrificado todas las ventajas de la libertad antes de abandonar el dominio de Rose-Croix.
Por mucho que fuera el exclusivismo de Luis Clodión, no quiso privar a los pasajeros del Alerta del placer de visitar algunos puntos curiosos de la Guadalupe propiamente dicha, la vecina del Oeste; y a los dos días de su llegada, el 20 de agosto, un pequeño steamboat, fletado expresamente para este objeto, que les aguardaba en el puerto de Pointe-á-Pitre, les condujo a Tierra Baja, en la costa meridional.
Tierra Baja, aunque es la capital política del grupo, ocupa el tercer lugar entre las ciudades de la colonia; pero, por más que el señor Barrand no fuera de esa opinión, ninguna puede compararse a ella. Construida en la embocadura del río de las Hierbas, presenta en anfiteatro, sobre la colina, sus casas, agrupadas entre magníficos árboles, y sus quintas esparcidas por los alrededores, refrescados incesantemente por la sana brisa del mar. El señor Barrand no acompañó a los jóvenes en esta excursión; pero Luis Clodión, que conocía la Tierra Baja, desempeñó a maravilla su papel de cicerone. No fueron olvidados ni el Jardín Botánico, célebre en las Antillas, ni el Sanatorio del Campo de Jacob, tan bueno como el de Las Santas.
Así, en paseos y excursiones que no dejaron una hora libre, transcurrieron aquellos cuatro días… Si la escala hubiera sido de mayor duración, ¡qué de suculentas comidas y qué perspectivas, para el señor Patterson, por lo menos, de gastritis y dilataciones de estómago! Sin duda, los pasajeros del Alerta encontrarían en la Martinica aquella hospitalidad tan fácil, tan cordial, tan francesa, en una palabra; pero esto no era razón para no conservar excelente recuerdo de la Guadalupe y sincera gratitud por el recibimiento que les había dispensado Henry Barrand.
No era preciso excitar la celosa facundia de éste, habiéndole de la Martinica, y la víspera de la partida decía al señor Patterson:
—Lo que me irrita es que el Gobierno francés parece tener preferencia por esta rival.
—Pues ¿qué favores le otorga? —preguntó el otro.
—Entre otros —respondió el señor Barrand, sin disimular su disgusto—, ¿no ha elegido a Fort-de-France para cabeza de línea de sus paquebotes transatlánticos? ¿No era Pointe-á-Pitre naturalmente indicado para ser el puerto de llegada?
—Seguramente —dijo el señor Patterson—, y creo que los de la Guadalupe tienen derecho de reclamar…
—¡Reclamar! —Exclamó el plantador—; ¿y quién se encargaría de hacer las reclamaciones?
—¿No tienen ustedes representantes en el Parlamento francés…?
—Un senador…, dos diputados… —respondió el señor Barrand—; y hacen cuanto pueden para defender los intereses de la colonia.
—Ese es su deber —dijo el señor Patterson.
La tarde del día 21 de agosto el señor Barrand condujo a sus huéspedes a bordo del Alerta. Después de abrazar por última vez a su sobrino, estrechó las manos de los compañeros de éste.
—¿Por qué, en lugar de ir a la Martinica, no pasan en la Guadalupe otros ocho días…?
—¿Y mi isla? —exclamó Tony Renault.
—Tu isla no se marchará, querido, y en otro viaje la encontrarías.
—Señor Barrand —dijo el señor Patterson—, de todo corazón agradecemos los ofrecimientos de usted…; pero es preciso sujetarse al programa impuesto por la señora Seymour…
—¡Sea…! ¡Id, pues, a la Martinica, mis jóvenes amigos! —Respondió el señor Barrand—. Y sobre todo… tened cuidado con las serpientes. Las hay por millares, y, según se dice, las han importado los ingleses antes de entregar la isla a Francia.
—¿Es posible? —Exclamó el mentor—. No… Jamás creeré tal infamia en mis compatriotas.
—Es histórico, señor Patterson —respondió el plantador—. Y si usted se deja morder, al menos será por una serpiente inglesa…
—Inglesa o no, desconfiaremos de ellas, tío —dijo Luis Clodión.
—Dígame —preguntó el señor Barrand, en el momento en que se disponían a alejarse—, ¿tienen ustedes buen capitán?
—De primer orden —respondió el señor Patterson— y estamos muy satisfechos de él… La señora Seymour no pudo hacer elección más acertada…
—¡Tanto peor! —dijo seriamente el señor Barrand, meneando la cabeza.
—¡Tanto peor…! ¿Y por qué?
—Porque si tuvieran ustedes un mal capitán, tal vez el Alerta naufragaría al salir del puerto, y me cabría la suerte de tenerlos conmigo en Rose-Croix por espacio de algunas semanas.