XVI

ANTIGUA

La desposesión de San Bartolomé en provecho de Francia, que arrebatara a Suecia su única colonia antillana, no era de temer, en lo que se refería a Antigua, en detrimento del Reino Unido. Si Magnus Anders no había encontrado su isla natal bajo la dominación escandinava, Hubert Perkins iba a encontrar la suya en el dominio colonial de la Gran Bretaña.

Inglaterra no se desprende voluntariamente de sus posesiones. Ella retenía, y retiene aún, la mayor parte de las Indias occidentales, y quién sabe si el porvenir no mostrará alguna otra bajo el pabellón de las islas británicas.

Sin embargo, Antigua no ha pertenecido siempre a la ambiciosa Albión. Fue habitada primero por los indios caribes hasta principios del siglo XVII, en que cayó en poder de Los franceses.

Pero la misma razón que había obligado a los indígenas a abandonarla, obligó a los franceses, después de ocuparla durante algunos meses, a regresar a la isla de San Cristóbal, de donde procedían. Este motivo es la falta absoluta de ríos en Antigua. Apenas si se encuentran algunos arroyos que las aguas fluviales alimentan por un instante. Para atender a las necesidades de la colonia hubiera sido necesario construir grandes cisternas.

Esto es lo que comprendieron e hicieron los ingleses en 1632, cuando se instalaron en Antigua. Dichos depósitos fueron establecidos en las mejores condiciones. El campo fue abundantemente regado, y como el suelo se prestaba al cultivo del tabaco, a él se dedicaron principalmente los plantadores, con lo que desde aquella época se aseguró la prosperidad de la isla.

En 1668 estalló la guerra entre Inglaterra y Francia. Una expedición organizada en la Martinica se dio a la vela para Antigua. Los invasores destruyeron las plantaciones, se apoderaron de los negros y durante un año quedó la isla tan desierta como si jamás hubiera tenido un solo habitante.

Un rico propietario de la Barbada, el coronel Codington, no quiso que se perdieran los trabajos llevados a cabo en Antigua, y trasladándose a la isla con numeroso personal, atrajo a algunos colonos, y, uniendo el cultivo del azúcar al del tabaco, volvió a Antigua su perdida prosperidad.

El coronel Codington fue entonces nombrado capitán general de todas las islas de Sotavento que dependían de Inglaterra. Administrador enérgico, dio gran impulso a la industria agrícola y al comercio de las colonias inglesas, impulso que debía continuar.

Al llegar a bordo del Alerta, Hubert Perkins encontraba una Antigua tan floreciente como el día en que la abandonó, cinco años antes, para ir a Europa.

La distancia entre San Bartolomé y Antigua no es más que de 70 a 80 millas. Pero cuando el Alerta salió a alta mar, persistente calma, a la que siguió leve brisa, retardaron su marcha.

Pasó ante San Cristóbal, esa isla entregada a la rivalidad de ingleses, franceses y españoles, y cuya posesión definitiva fue concedida a los ingleses en 1713 por la paz de Utrech.

Su denominación de San Cristóbal viene del nombre de Colón, que la descubrió después de la Deseada, la Dominica, la Guadalupe y Antigua. Es la firma del grave navegante genovés sobre la magnífica página de las Indias occidentales.

San Cristóbal tiene la forma de guitarra. Los indígenas la llamaron «la Fértil», y los franceses e ingleses, «la madre de las Antillas». Los jóvenes pasajeros admiraron sus bellezas naturales, pasando a menos de un cuarto de milla del litoral. Basse Terre, su capital, está construida al pie del monte de los Monos, sobre una bahía de la orilla occidental, entre jardines y palmeras.

Un volcán, cuyo nombre de Misery se cambió por el de Liberty desde la emancipación de los negros, se eleva a una altura de 1500 metros, y de sus flancos brotan humaredas de gas sulfuroso. En el fondo de los dos cráteres apagados se almacenan las lluvias, que aseguran la fertilidad de la isla. Su superficie comprende 176 kilómetros cuadrados; su población consta de unos 30 000 habitantes; el principal cultivo es la caña de azúcar, de superior calidad.

Seguramente hubiera sido muy agradable hacer escala durante veinticuatro horas en San Cristóbal y visitar los cultivos. Pero, aparte de que Harry no tenía deseo de ello, no había más remedio que ajustarse al itinerario, y ninguno de los alumnos premiados de la «Antilian School» era natural de aquella isla.

En la mañana del día 2 de agosto el Alerta fue señalado por los semáforos de Antigua, nombre que le dio Cristóbal Colón en recuerdo de una de las iglesias de Valladolid. No fue divisada desde gran distancia, pues su altura mayor no pasa de 270 metros. En cuanto a sus dimensiones, son relativamente considerables, comparadas con las de otras islas del grupo: 279 millas cuadradas de superficie.

Cuando apareció el pabellón británico a la entrada del puerto, Hubert Perkins lo saludó con un vigoroso hurra, contestado por sus compañeros.

El Alerta se dirigió a la parte Norte, donde están el puerto y la ciudad. Harry Markel conocía bien aquellos sitios, y no reclamó, por tanto, los servicios de un piloto. Aunque los alrededores de la bahía son difíciles, él penetró por ellos osadamente: dejó el fuerte James a babor y la punta Lobloly a estribor, y fue a anclar en sitio convenientemente resguardado.

En el fondo de la bahía aparecía la capital, Saint-John, cuya población consta de 16.Q00 habitantes.

Esta ciudad, dispuesta en forma de tablero de damas, con calles rectas, es de agradable aspecto, y está rodeada de las magnificencias arbóreas propias de la zona tropical.

Así que el Alerta llegó a la entrada de la bahía, un bote de cuatro remos salió del puerto y se dirigió al navío.

Claro está que Harry Markel y sus compañeros experimentaron en tal momento nuevas inquietudes, muy justificadas. ¿No podían temer que la policía inglesa hubiera sido puesta al corriente del sangriento drama de que el Alerta había sido teatro en la ensenada de Farmar; que otros cadáveres hubieran sido descubiertos, quizás el del capitán Paxton? ¿Quién era, pues, el hombre que desempeñaba las funciones de capitán a bordo del Alerta?

Pronto se tranquilizaron. El bote conducía a la familia del joven pasajero. Su padre, su madre y sus dos hermanitas no habían tenido paciencia para esperar el desembarco.

Desde hacía varias horas aguardaban la llegada del navío. Subieron a bordo antes de que el Alerta anclase, y Hubert Perkins cayó en brazos de sus padres.

Desde el punto de vista administrativo, la isla de Antigua es la cabeza de una dependencia que comprende a sus vecinas las islas Barbuda y Redonda. Al mismo tiempo, tiene el rango de capital de ese grupo de las Antillas inglesas llamado Leward Islands, es decir, islas de Barlovento, desde las islas Vírgenes hasta la Dominica.

En Antigua residen el gobernador, los presidentes de los Consejos ejecutivos y legislativo, nombrados, mitad por la Corona, mitad por los contribuyentes, siendo de notar que se cuentan menos electores libres que funcionarios. Como se advertirá, esta composición del cuerpo electoral no es privativa de las colonias francesas.

El señor Perkins, uno de los miembros del Consejo ejecutivo, descendía de los antiguos colonos que siguieron al coronel, y su familia no había abandonado nunca la isla. Después de acompañar a su hijo a Europa, él había regresado a su residencia de Antigua.

Como era natural, cambiados los abrazos entre los padres y el hijo y los hermanos, fueron hechas las presentaciones. Antes que todos, el señor Horacio Patterson recibió un apretón de manos del señor Perkins, y sus jóvenes compañeros fueron recibiendo el mismo honor. El señor Perkins felicitó al mentor por el floreciente estado de salud de los pasajeros del Alerta, felicitación que el señor Patterson creyó debía compartir con el señor Paxton.

Harry Markel aceptó la enhorabuena con su frialdad habitual, y después de saludar se retiró a proa para tomar las disposiciones de anclaje.

El señor Perkins preguntó al señor Patterson cuánto tiempo debía durar la escala en Antigua.

—Cuatro días, señor Perkins —contestó Patterson—. Nuestros días están contados, como se dice generalmente hablando de la vida humana, y hemos de someternos a un programa, del que no podemos separarnos.

—Poco tiempo es —dijo la señora Perkins.

—Sin duda —respondió su esposo—; pero el tiempo del viaje está limitado, y todavía hay numerosas islas en el itinerario.

Ars longa, vita brevis —añadió el señor Patterson, que creyó aquella ocasión oportuna para colocar este proverbio latino.

—De todos modos —dijo el señor Perkins—, el señor Patterson y los compañeros de mi hijo serán nuestros huéspedes durante su estancia en Antigua.

—Señor Perkins —hizo observar entonces Roger Hinsdale—, somos diez a bordo.

—Y seguramente —añadió el señor Perkins— mi casa será pequeña para albergar a todos ustedes… Pero se les buscará habitación en una fonda y comerán ustedes con nosotros.

—En ese caso —contestó Luis Clodión—, mejor será que, a excepción de Hubert, permanezcamos a bordo y durante el día le perteneceremos a usted desde el alba hasta la noche.

Como esta combinación era la mejor, el señor Patterson la aprobó. Pero, evidentemente, Harry Markel hubiera preferido que los pasajeros se alojasen en tierra, con lo que el barco habría estado menos expuesto a recibir a algunos visitantes, cuya presencia temía siempre.

El capitán fue igualmente invitado a comer en casa del señor Perkins; y, como de costumbre, se excusó, y Hubert hizo comprender a su padre que no debía insistir.

Cuando el bote partió con Hubert, sus compañeros se ocuparon en ordenar sus asuntos y escribir algunas cartas, que aquella tarde se llevaría el correo de Europa. Entre ellas es digna de citarse la entusiasta epístola del señor Horacio Patterson dirigida a su esposa, que la recibiría veinte días después. También escribió otro al director de la «Antilian School», en la que el señor Julián Ardagh encontraría informes tan exactos como instructivos respecto a los estudiantes.

Entretanto, Harry Markel terminaba sus maniobras teniendo cuidado, como en las escalas anteriores, de que el Alerta anclase en mitad del puerto. Los hombres que habían de conducir a los pasajeros no tenían permiso para desembarcar. El mismo no iría a tierra más que el día de llegada y el de partida, por las formalidades que había que llenar en la oficina marítima.

A las once se preparó el bote mayor, que, con dos marineros al remo y Corty al timón, dejó en el muelle a los invitados por el señor Perkins.

Un cuarto de hora después todos se sentaban ante una mesa bien servida y hablaban de los diversos incidentes del viaje.

El señor Perkins, de cuarenta y cinco años, con cabellos y barba grises, tenía aspecto noble y simpático y afectuosa mirada, todas las cualidades heredadas por su hijo. Nadie más estimado que él en la colonia, aunque sólo fuese por los servicios que prestaba como miembro del Consejo ejecutivo. Al propio tiempo, hombre de gusto y muy instruido en cuanto se refería a la historia de las Indias occidentales, podía dar al señor Patterson notas precisas y documentos auténticos a este objeto. Téngase la seguridad de que el señor Patterson no dejaría de recurrir al señor Perkins y aprovecharía la ocasión de enriquecer su cuaderno de viaje, que llevaba con tanto método como sus libros de contabilidad.

La señora Perkins, de origen criollo, tocaba en la cuarentena. Mujer amable, atenta y caritativa, se consagraba por completo a la educación de sus dos hijas, Berta y María, de Diez y doce años, respectivamente. Se adivinará la alegría que experimentó la amorosa madre al volver a ver a su hijo y al estrecharle entre sus brazos después de cuatro años de ausencia.

Pero, como en el almuerzo se dijo, se acercaba el momento en que Hubert volvería a Antigua, de donde su familia no había querido salir nunca. Sólo un año faltaba para que el joven terminase sus estudios en la «Antilian School».

—Mucho le echaremos de menos —dijo John Howard, que tenía que pasar aún dos años en la institución de Oxford Street—, pues Hubert es un buen compañero.

—Y conservaremos excelente recuerdo de él —añadió Clodión.

—¡Quién sabe si os encontraréis más tarde! —Dijo el señor Perkins—. Tal vez alguno de vosotros volverá a las Antillas… En cuanto a Hubert, entrará en una casa de comercio de Antigua, y le casaremos…

—Lo más pronto posible —añadió la señora Perkins.

—¡Hubert, casado! —Exclamó Tony Renault—. ¡Quisiera verlo!

—¿Y por qué no has de ser tú testigo de mi boda? —dijo, riendo, Hubert.

—No nos burlemos, mis jóvenes amigos —opinó dogmáticamente el señor Patterson—. Base de toda sociedad, el matrimonio es la institución más respetable de este mundo.

No podía haber discusión con este motivo. La señora Perkins pidió al señor Patterson noticias de su esposa, y él respondió convenientemente. Tenía grandes deseos de recibir carta de ella, y tal vez recibiría una en la Barbada, antes de embarcarse para la travesía de regreso. Después, sacando del bolsillo una fotografía que nunca abandonaba, la mostró, no sin orgullo.

—Es el retrato de una buena y encantadora mujer —dijo la señora Perkins.

—Y digna esposa del señor Horacio Patterson —añadió el señor Perkins.

—Ella es la compañera de mi vida —respondió el señor Patterson ligeramente conmovido—, y todo lo que pido al cielo es que la encuentre a mi regreso como ella es, hic et nunc.

¿Qué quería decir con estas últimas palabras? Las había pronunciado bajando la voz, y no se prestó atención a ellas.

Después del almuerzo tratóse de visitar a Saint-John y de dar un paseo por los alrededores; pero antes se acordó una hora de siesta en el hermoso jardín, bajo los grandes árboles que rodeaban la casa. El señor Perkins suministró al señor Patterson curiosos detalles acerca de la abolición de la esclavitud en Antigua. En 1824 Inglaterra proclamó el acta de la emancipación, y, al contrario de lo que sucedió en otras colonias, sin medidas transitorias, sin que los negros hubieran hecho el aprendizaje de aquella nueva existencia. El acta imponía ciertas obligaciones que debían atenuar el contragolpe; pero los negros, casi libres inmediatamente de estas obligaciones, tuvieron todas las ventajas y todos los inconvenientes de una completa libertad. Verdad que cambio tan brusco fue facilitado por la situación de los amos y de los esclavos, que formaban verdaderas familias. Así es que, aunque el acta de abolición hacía libres a 34 000 negros, cuando la colonia no contaba más que 2000 blancos, no hubo que deplorar ningún exceso ni violencia. Por una y otra parte reinó perfecta armonía, y los libertos no pidieron más que seguir como criados en las plantaciones; al mismo tiempo los colonos se mostraron muy cuidadosos del bienestar de los antiguos esclavos. Les aseguraron la vida mediante un trabajo regular y remunerado, y construyeron para ellos viviendas más cómodas que las de antaño. Los negros, convenientemente vestidos, ganaron mucho en lo que a la alimentación se refiere, pues en vez de comer raíces y pescado salado, hicieron uso de la carne fresca.

Si el resultado fue excelente para la gente de color, no lo fue menos para la colonia, cuya prosperidad creció en forma notable. Las rentas del Tesoro público aumentaban, mientras los gastos tendían a la baja en toda clase de servicios.

Al hacer su excursión por la isla, el señor Patterson y sus jóvenes compañeros se maravillaron ante los campos admirablemente cultivados… ¡Qué fertilidad…! Por todas partes granjas bien cuidadas y al corriente de todos los progresos de la agricultura.

No se habrá olvidado que siendo insuficiente la red hidrográfica de Antigua, había sido preciso construir vastas cisternas para recoger las lluvias. Con este motivo el señor Perkins tuvo ocasión de decir que si los indígenas habían dado a la isla el nombre de Yacama, o sea, isla llena de arroyos, fue, sin duda, en sentido irónico. Actualmente sus depósitos bastan para las necesidades de la ciudad y del campo. El reparto de las aguas, inteligentemente combinado, se realiza a gusto de todos, y al mismo tiempo que la salubridad de Antigua está asegurada, garantiza a la isla contra la sequía, que por dos veces, en 1779 y en 1784, produjo incalculables desastres. Los colonos se vieron en la situación de esos caminantes que no pueden calmar la tortura de la sed, y las bestias, si no los habitantes, perecieron a millares en la isla.

Esto es lo que refirió el señor Perkins, en tanto que mostraba a sus huéspedes, no sin legítima satisfacción, aquellas cisternas, cuyo contenido es de 2.500 000 metros cúbicos, que suministran a Saint-John una media superior a la de más de una capital europea.

Las excursiones emprendidas bajo la dirección del señor Perkins no se limitaron a los alrededores de la capital, y siempre fueron combinadas de tal modo, que ni una sola noche dejaron los pasajeros de dormir a bordo del Alerta.

Así los turistas visitaron el otro puerto de Antigua, English-Harbour, situado en la costa meridional. Este puerto, más abrigado que el de Saint-John, estuvo en otra época provisto de establecimientos militares y arsenales destinados a la defensa de Antigua. En realidad, está formado por un grupo de cráteres, cuyo nivel ha bajado poco a poco, y que han sido invadidos por las aguas del mar.

Los cuatro días asignados a la escala transcurrieron rápidamente entre paseos, comidas y siestas en la quinta de Perkins. Desde por la mañana se ponían en camino, y aunque el calor apretase en aquella época, a los jóvenes no les causaba gran molestia. Después, Hubert Perkins se quedaba en casa de sus padres, y sus compañeros regresaban a bordo a descansar de sus fatigas. Tony Renault pretendía que si Hubert no volvía con ellos era porque tenía «alguna cosa…», por ejemplo, su proyectado matrimonio con una joven criolla de la Barbada, y que los esponsales se celebrarían antes de la partida para Europa. Los demás se reían de estas fantasías, que el señor Patterson tomaba en serio.

La víspera de la partida, día 15 de agosto, Harry Markel tuvo un motivo de alarma; por la tarde, un bote se acercó al navío, destacándose de un bricbarca inglés, el Flag, que llegaba de Liverpool. Uno de los marineros subió al puente y pidió hablar con el capitán.

No era fácil responderle que el capitán no se encontraba a bordo en aquel momento, pues desde que ancló, Harry Markel sólo una vez había desembarcado.

Harry Markel observó a aquel hombre por la ventana de su camarote. No le conocía, y seguramente el recién llegado tampoco conocía a Harry Markel; pero podía tratarse de algún marinero que, habiendo navegado con el capitán Paxton, deseara visitarle.

Este era el peligro, que se presentaba en todas las escalas, y que no acabaría hasta que el Alerta abandonara la Barbada y cesara de recorrer las islas Antillas.

Corty recibió al marinero, así que puso el pie en el puente.

—¿Quiere usted hablar con el capitán Paxton? —preguntó.

—Sí, compañero; si es el que manda el Alerta de Liverpool.

—¿Le conoce usted?

—No, pero tengo un amigo que debe de formar parte de la tripulación.

—¡Ah! ¿Y cuál es su nombre?

—Forster… John Forster.

Harry Markel, que había escuchado la conversación, salió entonces.

—Yo soy el capitán Paxton —dijo.

—Mi capitán… —dijo el marinero, llevándose la mano a la gorra.

—¿Qué desea usted?

—Dar un apretón de manos a un compañero.

—¿Cómo se llama?

—John Forster.

Harry Markel tuvo por un momento la idea de responder que John Forster se había ahogado en la bahía de Cork; pero recordó que había atribuido el nombre de Bob al marinero cuyo cadáver habían arrastrado las olas; y dos hombres perdidos antes de la partida, eran, sin duda, cosa para despertar las sospechas de los pasajeros del Alerta.

Harry Markel se contentó, pues, con decir:

—John Forster no está a bordo.

—¿No está…? —repitió el marinero, asombrado—. Yo creía encontrarle.

—Pues no está…

—¿Le ha ocurrido alguna desgracia?

—Se puso enfermo en el momento de partir, y tuvo que desembarcar.

Corty admiraba la sangre fría de su jefe. Si el marinero del Flag hubiera conocido al capitán Paxton, las cosas, sin duda, hubieran ido mal para Harry Markel y sus compañeros. El marinero sólo respondió:

—¡Gracias, capitán! —Y volvió a su bote, muy disgustado de no haber visto a su compañero.

Cuando se marchó, exclamó Corty:

—¡Decididamente, nos dedicamos a un juego muy peligroso!

—Pero que vale la pena.

—No importa. ¡Estoy deseando verme en pleno Atlántico! Allí no hay que temer a los indiscretos.

—Todo llegará, Corty, y mañana el Alerta se hará a la vela.

—¿Para dónde?

—Para la Guadalupe, y una colonia francesa es para nosotros menos peligrosa que una colonia inglesa.