XV

SAN MARTÍN Y SAN BARTOLOMÉ

Manteniendo la proa al Este, el Alerta se dirigía a alta mar. En efecto, San Martín y las islas Sombrero, Anguilla, Barbada y Antigua son los puntos más avanzados de la cadena antillana en el Nordeste de las islas de Barlovento.

Después de perder el abrigo de las tierras de Santa Cruz, el barco encontró los alisios, que soplaban con regular fuerza; preciso fue luchar con una mar ruda. Sin embargo, el Alerta pudo conservar sus velas bajas, sus gavias y sus masteleros de juanetes. A veces fue menester virar de bordo. Tony Renault y Magnus Anders tuvieron permiso para ponerse al timón algunas veces, de lo que se mostraron muy orgullosos.

La distancia entre Santa Cruz y San Martín no excede de 200 millas marinas. En las circunstancias más favorables, un velero puede franquearlas en veinticuatro horas, cuando es de gran marcha; pero con viento contrario y contra la corriente, que se propaga hacia el golfo de México, la travesía duró tres veces más.

El Alerta encontró gran número de navíos de vapor o de vela. Estos parajes son muy frecuentados.

Harry Markel no se apartaba de su habitual prudencia, evitando ponerse a la vista o al habla de aquellos barcos, lo que satisfacía mucho a los tripulantes. Después de haber salido bien de las escalas de Santo Tomás y de Santa Cruz, ¿no era de esperar que lo mismo sucedería en las otras? Así es que John Carpenter, Corty y los demás habían dejado sus antiguas aprensiones, y la confianza que su jefe les inspiraba era mayor que nunca, aunque deseaban ya ver el término de aquella exploración de las Antillas.

En el curso de esta navegación contra mar y viento, el señor Patterson resintióse algo de sus pasadas molestias; pero echó mano al hueso de cereza y no tuvo mucho de que quejarse.

En los meses de julio y agosto no es de temer el mal tiempo; tan sólo algunas tormentas, debidas a los fuertes calores de la zona tropical. El clima de las Antillas goza de notable igualdad y las oscilaciones de la columna termométrica no comprenden más que 20°. Las lluvias, si son abundantes, y aunque es raro que el granizo las acompañe, a veces caen torrencialmente.

Las islas del archipiélago expuestas a los vientos de alta mar son las que más sufren con las perturbaciones atmosféricas. Las otras, como Santa Cruz, San Eustaquio, San Cristóbal, los Granadinos, bañadas por las aguas del mar de los Caribes, son menos azotadas por las tempestades. Además, la mayoría de los puertos de las islas de Barlovento se orientan al Oeste o al Sudeste y ofrecen abrigo seguro.

Ya estaba avanzada la tarde del día 3 de agosto cuando el Alerta, retrasado por los alisios, apareció ante San Martín.

Cuatro millas antes de llegar al sitio de anclaje los jóvenes pensionados habían podido ver el pico más alto de la isla, que alcanza la altura de 585 metros, y que doraba los últimos rayos del sol.

Se sabe que San Martin pertenece a Holanda y a Francia, de donde resultaba que los franceses, como los holandeses del Alerta, encontrarían un pedazo de su país en las Indias occidentales. Pero si Alberto Leuwen iba a poner el pie en el suelo natal, no sucedía así a Luis Clodión y a Tony Renault, originarios, el uno de Guadalupe, y el otro de la Martinica. El joven holandés había nacido en Philipsburgo, capital de la isla, y en este puerto era donde iba a anclar el barco.

Al día siguiente un piloto embarcó a bordo del Alerta y le condujo, a través de los pasos, al puerto de Philipsburgo.

Alberto Leuwen no tenía ningún miembro de su familia en San Martín; todos habitaban en Rotterdam desde hacía quince años. Él mismo era tan joven cuando abandonó a Philipsburgo para ir a Europa, que no conservaba ningún recuerdo de la isla. En suma: de todos aquellos antillanos premiados, únicamente los parientes de Hubert Perkins permanecían en la colonia inglesa de Antigua. Aquella escala, pues, no era para Alberto Leuwen más que una ocasión de volver a poner la planta, y por última vez, sin duda, en el suelo natal.

Aunque San Martin pertenece a Francia y Holanda, no hay que suponer por esto que el elemento británico no estuviera allí representado. De su población, compuesta de unas 7000 almas, 3500 son franceses; pero los ingleses están en número de 3400, lo que casi establece la igualdad numérica. El resto se compone de holandeses.

La libertad del tráfico es grande en San Martín, y casi completa la autonomía administrativa. De aquí su verdadera prosperidad.

Poco importa que las salinas estén en manos de una compañía franco-holandesa. Los ingleses tienen otras ramas del comercio para explotar, especialmente lo que se refiere a los objetos de consumo, y sus despachos, bien provistos, están muy acreditados.

La escala del Alerta en San Martín no duró más que veinticuatro horas, por lo menos, en el anclaje de Philipsburgo.

Allí ni Harry Markel ni ninguno de los suyos debían tener conocidos. Acaso este peligro sería más de temer en las Antillas inglesas, Santa Lucía, Antigua, Dominica, y más especialmente en la Barbada, residencia de la señora Catalina Seymour, donde seguramente se prolongaría la estancia de los premiados en las «Antilian School».

El señor Patterson y sus jóvenes compañeros no tuvieron otra cosa que hacer más que pasearse por la ancha calle de la ciudad, cuyas casas se levantaban sobre la playa del Oeste a orillas del mar.

Parecía que, realizada la visita de Alberto Leuwen, el Alerta se volvería a dar a la vela; pero, en su calidad de franceses, Luis Clodión y Tony Renault deseaban vivamente visitar la parte francesa de la isla situada en la zona septentrional, y que ocupa casi las dos terceras partes de su superficie total.

La capital es Marigot, nombre que no tiene nada de holandés y en Marigot deseaban Luis Clodión y Tony Renault pasar un día por lo menos.

El señor Horacio Patterson fue consultado a este objeto, pues la excursión en nada modificaría el itinerario.

—Puesto que Alberto ha hollado aquí el suelo de su patria —dijo—, ¿por qué Luis y Toni, Arcades ambo, no han de hollar el suelo de Francia?

En consecuencia, Horacio Patterson hizo conocer a Harry Markel la proposición, que él apoyó con su autoridad.

—¿Cuál es la respuesta de usted, capitán Paxton? —preguntó.

Harry Markel —y con motivo— hubiera preferido no multiplicar los puntos de escala: pero aquella vez no había razón para oponerse a conducir a sus pasajeros a otro lugar de la isla. Partiendo por la noche el Alerta estaría al día siguiente en Marigot, de donde, cuarenta y ocho horas después, saldría para San Bartolomé.

Así se hizo. El día 5, a las nueve de la noche, el Alerta salió fuera bajo la dirección de un piloto de Philipsburgo. La noche era clara; la luna, en su cuarto creciente; la mar, bella, cubierta por las alturas de la isla, y el viento favorable permitía navegar a gran velocidad.

Los pasajeros permanecieron en el puente hasta medianoche bajo el encanto de aquella travesía nocturna; después entraron en sus camarotes y no despertaron hasta el momento en que el Alerta anclaba.

Marigot es una ciudad más comercial que Philipsburgo, y, por lo tanto, desde este punto de vista merece la atención del viajero. El puerto es seguro y al abrigo de las olas de alta mar. Frecuéntanlo en gran número los navíos de alto bordo y de cabotaje, atraídos por la inmunidad que Marigot les asegura. Aparte de estas ventajas, es la ciudad más importante de San Martín.

Los pasajeros no debían lamentarse del viaje, pues tuvieron su parte en el excelente recibimiento que los colonos franceses hicieron a sus dos compatriotas. La simpatía de que daban testimonio no estableció diferencias de nacionalidades, y en el banquete ofrecido por las autoridades de la ciudad no se verían más que antillanos reunidos en torno de la misma mesa.

El organizador de la recepción fue uno de los principales negociantes de la ciudad, señor Anselmo Guillón. Asistirían a ella cuarenta personas, y, naturalmente, el capitán del Alerta sería invitado.

El señor Guillón fue a bordo y suplicó a Harry Markel que asistiese al banquete, que se celebraría aquel mismo día. Por audaz que fuese, Harry Markel no aceptó la invitación, y en vano Horacio Patterson unió sus súplicas a las del señor Guillón. Ambos chocaron con la inquebrantable resolución que les opuso el capitán del Alerta. Este no quería ir a tierra ni autorizaba que fuera ninguno de sus hombres.

—Mucho lamentamos la ausencia de usted —dijo el señor Guillón—. Los elogios que de usted nos han hecho estos jóvenes, los cuidados de que han sido objeto durante la travesía y el deseo que mostraban de dar a usted público testimonio de su reconocimiento, me han animado a insistir cerca de usted, y lamento no haber logrado mis propósitos.

Harry Markel se inclinó fríamente, y el negociante se hizo conducir de nuevo al muelle.

Pero es preciso confesar que lo mismo que a Christian Harboe, el capitán del Alerta no le causó impresión favorable. Aquel rostro duro y feroz, donde toda una vida de violencia y crímenes había dejado sus huellas, era propio para inspirar antipatía, ya que no desconfianza. Pero ¿cómo no tener en cuenta los elogios que de él hacían el señor Patterson y los estudiantes? ¿No había sido elegido por la señora Seymour? Pues aquella señora no habría hecho la elección sin buenas referencias.

Bien poco había faltado para que Harry Markel y su gente se vieran comprometidos, y hasta perdidos, por una circunstancia que, al cabo, había aumentado la confianza que el señor Guillón y los notables de la ciudad debían tener en el capitán y los tripulantes.

En efecto, la víspera de la llegada del Alerta, el bricbarca Fire-Fly, de nacionalidad inglesa, se encontraba aún en Marigot. Su capitán conocía íntimamente al capitán Paxton, cuyas cualidades, como hombre y como marino alababa. De haber sabido que el Alerta iba a llegar, sin duda le hubiera esperado para dar un apretón de manos a su antiguo amigo. Pero el Fire-Fly había partido, y era probable que durante la noche se cruzara con el Alerta en la parte occidental de la isla.

En el curso de su conversación, el señor Guillón había hablado a Harry Markel del capitán del Fire-Fly, y se comprenderá la emoción que el miserable sintió al pensar en el peligro que habría corrido en presencia del amigo del capitán Paxton.

En la actualidad, el bricbarca estaba en alta mar con rumbo a Bristol, y no había probabilidad de encontrarle durante la campaña a través de las Antillas.

Cuando Harry Markel puso a John Carpenter y a Corty al tanto de lo que ocurría, éstos no pudieron ocultar sus impresiones.

—¡De buena nos hemos escapado! —repetía el contramaestre.

—No digas nada a los otros —añadió Harry Markel—. Es inútil asustarles. Que sean más prudentes que nunca.

—¡Cómo deseo verme lejos de estas malditas Antillas! —Declaró Corty—. Me parece que veo una cuerda colgada en todas las ramas de los árboles.

El banquete, tan alegremente aceptado como bien servido, se celebró por la tarde, y en él se brindó por el capitán Paxton. Se habló de la primera parte del viaje, efectuada en las mejores condiciones, y se expresó el deseo de que la segunda no tuviera nada que envidiar a la primera. Los jóvenes llevarían inolvidables recuerdos de su visita a las Indias occidentales.

A los postres, Luis Clodión se puso en pie y leyó un discurso de gracias dirigido al señor Anselmo Guillón y a los notables de la colonia por el simpático recibimiento que les habían hecho, y unió a Francia, Inglaterra, Dinamarca, Holanda y Suecia, representadas en la mesa en un mismo concierto de fraternidad.

Llególe después el turno al señor Horacio Patterson, el cual, irguiendo el cuerpo y con el vaso en la mano, tomó la palabra. Todas las citas latinas que caben entre frases bien sentidas salieron de los labios del orador. Habló del recuerdo que le dejaría aquella fiesta, más duradero que el bronce, oere perennius, según Horacio; de la fortuna que favorecía a los audaces, audaces Fortuna juvat, según Virgilio, y de la dicha que experimentaba al manifestar en público su agradecimiento, coram populo. Sin embargo, él no podía olvidar a su patria, de la que todo un océano le separaba al presente, y dulces reminiscetur Argos; pero tampoco olvidaba la satisfacción de amor propio que hallaba en las Antillas, y en su última hora podría repetir: Et in Arcadia ego, pues las Antillas hubieran podido ser un trozo de aquella Arcadia, asilo de la inocencia y de la dicha. En fin, él siempre había deseado visitar aquel espléndido archipiélago, hoc erat in votis, repetía con el ya citado Horacio, y sobre el cual, si parva lidedt componere magnis, Virgilio también citado, él, el administrador de la «Antilian School», acababa de poner la planta cerca de cuatrocientos años después de Cristóbal Colón.

Se comprenderá el gran éxito que obtuvo Horacio Patterson, y los hurras que se le dirigieron cuando terminó su discurso.

Después todos llenaron por última vez su vaso para brindar por la señora Seymour; cambiáronse fuertes apretones de manos, y los estudiantes tomaron de nuevo el camino del puerto.

Cuando volvieron a bordo, hacia las diez de la noche, aunque el mar estaba tan tranquilo como un lago, a Patterson le pareció que el Alerta se balanceaba. Convencido de que sentiría menos el movimiento si tomaba la posición horizontal, entró en su camarote, se desnudó, ayudado por Wagah, y se durmió.

El día siguiente fue consagrado por completo a pasear por la ciudad y sus alrededores.

Dos carruajes aguardaban a los turistas, a los que Anselmo Guillón había querido servir de guía. Ellos deseaban visitar el sitio donde había sido firmado, en 1648, el tratado de partición de la isla entre Francia y Holanda.

Se trataba de subir a un cerro situado al este de Marigot, y que llevaba el significativo nombre de Monte de los Acuerdos.

Llegados a él los excursionistas, echaron pie a tierra en la base del cerro e hicieron la ascensión sin dificultad. Algunas botellas de champaña fueron descorchadas y vaciadas después en recuerdo del tratado de 1648.

La más perfecta unión reinaba entre los jóvenes. Tal vez, en el fondo de su alma, Roger Hinsdale pensaba que San Martín y otras islas deberían ser o serían algún día colonias inglesas. Alberto Leuwen, Luis Clodión y Tony Renault se dieron un apretón de manos, deseando a las dos naciones perpetua unión.

Después que los dos franceses bebieron a la salud de S. M. Guillermo III, rey de Holanda, el holandés levantó su vaso en honor del presidente de la República francesa, y los dos brindis fueron recibidos con vivas y hurras por todos los demás compañeros.

Es de notar que el señor Horacio Patterson no usó de la palabra durante aquel cambio de saludos y cumplidos. La víspera, sin duda, había derrochado los tesoros de su natural elocuencia, o, por lo menos, convenía dejarla reposar aunque, si no con los labios, con el corazón se unió a aquella manifestación internacional.

Después de visitar los sitios más curiosos de aquella parte de la isla, y de haber almorzado en la playa y comido bajo los árboles de un bosque soberbio utilizando las provisiones llevadas para la excursión, los turistas regresaron a Marigot, y luego, despidiéndose del señor Anselmo Guillón, al que repitieron las gracias más expresivas, fueron a bordo.

Todos, y entre ellos el señor Patterson, tuvieron tiempo para escribir a sus parientes. Estos, por lo demás, conocían desde el día 26 de julio la llegada del Alerta a Santo Tomás, pues les había sido anunciada por despacho, disipándose, por consiguiente, la inquietud producida por el retraso de algunos días.

Sin embargo, y con objeto de tener a las familias al corriente de todo, escribieron aquel mismo día, y las cartas saldrían a las veinticuatro horas por el correo de Europa.

Ningún incidente ocurrió durante la noche. Nada turbó el sueño de aquellos jóvenes después de tan fatigosa jornada. Pero tal vez John Carpenter y Corty soñaron que algunas averías obligaban al Fire-Fly a volver al puerto, lo que no sucedió así, afortunadamente para ellos.

Al siguiente día, a las ocho, aprovechando la marea descendente, el Alerta salió del puerto de Marigot con rumbo a San Bartolomé. Aunque el mar estaba algo duro, el navío no sufriría sacudida alguna en tanto estuviera al abrigo de la isla. Cierto que después de volver a pasar ante Philipsburgo, el Alerta no estaría ya defendido por los altos derrumbaderos de San Martín contra las corrientes de alta mar. En la entrada entre las dos islas recibió las olas de través y tuvo que reducir su velamen.

Aunque la travesía se había retardado, no sería más que por pocas horas, y seguramente el Alerta estaría al siguiente día al amanecer a la vista de la isla San Bartolomé.

Como de costumbre, los pasajeros tomaban parte en la maniobra cuando se trataba de aflojar o estirar las escotas. Tony Renault y Magnus Anders se pusieron al timón, y cumplían a maravilla el oficio de timoneles, y con los ojos fijos en la brújula no dejaban que el barco declinase el rumbo.

A las cinco de la tarde fue señalado al Sudoeste la presencia de un steamer, que navegaba como si intentase adelantar al Alerta, cuya dirección seguía.

En este momento Corty se puso al timón, pues Harry Markel tenía la intención de evitar la proximidad del steamer. Era éste de nacionalidad francesa, como se reconoció por la bandera izada en la punta del palo mayor. Un navío de guerra, que pertenecía a la categoría de los pequeños cruceros del Estado. Luis Clodión y Tony Renault hubieran tenido gusto en saludarle a su paso y recibir su saludo; pero como, gracias a la maniobra ordenada por Harry Markel, separaba a los dos barcos una milla larga, no hubo ocasión de izar el pabellón.

Aquel crucero que marchaba a toda velocidad, proa al Noroeste, parecía ir con destino a una de las Antillas. Era también posible que se dirigiese a alguno de los puertos meridionales de los Estados Unidos, Key West, por ejemplo, en el extremo de Florida, punto de escala para los barcos de cualquier nacionalidad.

El crucero no tardó en dejar atrás al Alerta, y antes de que se ocultara el sol el penacho de humo que su chimenea lanzaba había desaparecido en el horizonte.

—¡Buen viaje! —Dijo John Carpenter—; ¡y mucho gusto en no verle nunca más! No me gusta navegar en unión de navíos de guerra.

—¡No más que encontrarme entre agentes de policía! —Añadió Corty—. Tales agentes parece que siempre van a preguntarle a uno de dónde viene y adonde va, y éstas son cosas que, a veces, no conviene decir.

La isla de San Bartolomé, la única que posee Suecia en las Indias occidentales, ocupa la extremidad del banco que forma la isla inglesa Anguilla, y la isla franco-holandesa de San Martín.

Bastaría un movimiento de ascensión del terreno, de unos 80 pies, para que las tres islas no formasen más que una, cuya longitud total sería de 75 kilómetros. En aquellos fondos submarinos, de naturaleza plutónica, no seria sorprendente que este levantamiento se produjera en lo por venir.

Y, a este propósito, Roger Hinsdale hizo observar que este levantamiento podría extenderse a todas las Antillas, tanto a las islas de Barlovento como a las islas de Sotavento… Imagínese, pues, en una época, sin duda muy lejana, a estas islas unidas las unas a las otras, formando una especie de vasto continente a la entrada del golfo de México, y ¡quién sabe si uniéndose a las tierras del continente!

¿Y qué sucedería entonces, cuando Inglaterra, Francia, Holanda y Dinamarca pretendieran mantener allí su pabellón?

Probablemente, el principio de la doctrina de Monroe intervendría para poner a las potencias de acuerdo, resolviendo la cuestión en provecho de los Estados Unidos. «¡América para los americanos, y nada más que para los americanos!». Ellos añadirían bien pronto una nueva estrella a las 50 que en aquella época constelaban la bandera de la Unión.

La isla de San Bartolomé, por sus reducidas dimensiones, no merece más calificativo que el de islote, pues su longitud no excede de dos leguas y media, con una superficie de 21 kilómetros cuadrados.

San Bartolomé está protegido por el fuerte Gustav. La capital, Gustavia, ciudad de poca importancia, puede adquirirla por estar excelentemente situada, desde el punto de vista del cabotaje, entre aquella parte de las Pequeñas Antillas. Allí, diecinueve años antes, nació Magnus Anders, cuya familia, desde hacía quince, vivía en Gotteborg, Suecia.

Esta isla había estado bajo pabellones distintos. Fue francesa de 1648 a 1784, época en que Francia la cedió a Suecia a cambio de una concesión de factorías sobre el Cattegat, precisamente en Gotteborg, y de algunas otras ventajas políticas. Pero aunque ella se convirtiera en escandinava, por consecuencia de este tratado, habiendo sido en otra época poblada por los normandos, quedó francesa por sus aspiraciones, por sus gustos, por sus costumbres, y es probable que lo sea siempre.

Cuando el sol húbose hundido tras el horizonte, San Bartolomé no estaba aún a la vista; pero como no le separaban de ella más que unas veinte millas, no había duda de que el Alerta anclaría en el puerto al alba, por más que el viento había calmado y se caminase poco durante la noche.

A las cuatro de la mañana el joven sueco salía de su camarote y subía por los flechastes del palo mayor. Quería ser el primero en señalar su isla, y un poco antes de las seis advirtió el principal macizo calcáreo que la domina en el centro, con altura de 302 metros. Con voz atronadora gritó:

—¡Tierra! ¡Tierra!

Sus compañeros se precipitaron sobre el puente.

El Alerta se dirigió inmediatamente hacia la costa occidental de San Bartolomé, a fin de presentarse ante el puerto de Carenaje, el principal, o, por mejor decir, el único de la isla.

Aunque el viento era moderado, el navío avanzaba con bastante rapidez, encontrando las aguas cada vez más tranquilas.

Poco después de las siete un grupo compuesto de algunas personas se dejó ver en la cima del cerro, lugar donde la colonia arbolaba el pabellón con los colores suecos.

—Es la ceremonia reglamentaria de todos los días —dijo Renault—, y ahora sonará un cañonazo.

—Lo que me extraña —observó Magnus Anders— es que esta ceremonia, que por costumbre se celebra al amanecer, se haya retrasado más de tres horas.

La observación era justa, y podía dudarse que se tratase de la ceremonia en cuestión.

El puerto de Gustavia ofrece a los navíos excelentes sitios para el anclaje, abrigados por algunos bancos, contra los que se estrellan las olas de alta mar.

Lo que primeramente atrajo la atención de los jóvenes pasajeros fue la presencia del crucero que habían encontrado el día anterior. Estaba anclado en mitad del puerto, con los fuegos apagados y las velas plegadas, como un navío que ha de hacer larga escala. Esto agradó a Luis Clodión y a Tony Renault, que se prometían ir a bordo, seguros de ser bien recibidos. Pero no dejó de ser desagradable a Harry Markel y a sus compañeros.

El Alerta estaba a un cuarto de milla del puerto, y, aunque lo hubiera querido, ¿qué razón podría dar Harry Markel para no entrar en él, siendo San Bartolomé uno de los puertos de escala del Alerta? De buen o mal grado, y menos alarmado que John Carpenter y los otros, maniobraba para seguir el paso, cuando sonó un cañonazo.

Al propio tiempo un pabellón era izado en la cúspide del cerro.

¡Cuál fue la sorpresa, que se cambió en estupefacción en Magnus Anders, cuando sus compañeros y él reconocieron que no eran los colores suecos, sino los tres colores franceses!

Respecto a Harry Markel y a los tripulantes, aunque mostraron algún asombro, ¿qué les importaba que el pabellón fuese de uno a otro país? Ellos no conocían más que uno; el pabellón negro de los piratas, bajo el cual navegaría el Alerta cuando piratease por los parajes del Pacifico.

—¡El pabellón francés! —había exclamado Tony Renault.

—¡El pabellón francés! —repetía Luis Clodión.

—¿Se habrá equivocado el capitán Paxton —dijo Roger Hinsdale— y habremos caminado hacia Guadalupe o la Martinica?

Harry Markel no había incurrido en tal error El Alerta acababa de llegar a San Bartolomé, y anclo en el puerto de Gustavia.

Magnus Anders se quedó muy disgustado. Hasta el presente, en Santo Tomás, en Santa Cruz, en San Martín, daneses y franceses habían visto flotar el pabellón de su país, y precisamente el mismo día en que iba a poner el pie sobre la colonia sueca, el pabellón sueco no ondeaba ya en ella.

Todo se explicó. La isla de San Bartolomé acababa de ser cedida a Francia por la suma de 277 500 francos. Esta cesión había sido aprobada por los colonos, casi todos de origen normando, y, de 351 votantes, 350 se habían pronunciado por la anexión.

Magnus Anders no estaba en situación de reclamar, y sin duda existían serias razones para que Suecia abandonase su única posesión en el archipiélago de las Indias occidentales. Así es que mostró buen corazón contra su mala fortuna, y dijo en voz baja a su compañero Luis Clodión:

—En todo caso, puesto que ha sido preciso colocarse bajo otro pabellón, más vale que éste haya sido el de Francia.