SANTO TOMÁS Y SANTA CRUZ
Ya hemos dicho que las Indias occidentales no comprenden menos de 300 islotes e islas. En realidad, no debe darse este último nombre más que a 42, sea por sus dimensiones, sea por su importancia geográfica. De estas 42, solamente nueve debían recibir la visita de los premiados en la «Antilian School». Todas pertenecen al grupo designado con el nombre de Pequeñas Antillas, y, de una manera más particular, islas de Barlovento. Los ingleses las dividen en dos partes: a la primera, que se extiende al Norte, desde las islas Vírgenes hasta la Dominica, la llaman Leeward Islands; a la segunda, desde la Martinica a la Trinidad, Windward Islands.
No hay para qué adoptar esta denominación. El grupo insular que limita al Oeste el Mediterráneo americano, merece el nombre de islas de Barlovento, porque recibe el primer soplo de los alisios que se propagan de Este a Oeste.
A través de la red de estas líneas se cambian las aguas del Atlántico y del mar antillano. Elíseo Reclus las ha comparado a los pilares de un inmenso puente, entre los que van y vienen las corrientes del golfo de México.
Importa no confundir este golfo con el mar propiamente dicho de las Antillas, por ser cosas distintas, con su conformación especial y desigual superficie; el primero mide 1500 kilómetros cuadrados, y el segundo cerca de 1900.
Sabido es que Cristóbal Colón descubrió en 1492 a Cuba, la mayor de las Antillas, después de haber reconocido las islas Concepción, Fernandina e Isabela, sobre las que el marino genovés colocó el pabellón español. Pero entonces se creía que sus carabelas acababan de arribar a las tierras extremas de Asia, y él murió sin saber que había puesto el pie sobre un Nuevo Continente.
Después, diversas potencias europeas, a costa de espantosas guerras, sangrientas matanzas y luchas incesantemente renovadas, se han disputado el dominio antillano, y aunque no pueda afirmarse cuáles sean los resultados definitivos, se pueden establecer, en la actualidad, los siguientes:
Isla independiente, Haití-Santo Domingo.
Islas que pertenecen a Inglaterra, 17.
A Francia, cinco, más la mitad de San Martín.
A España, dos.
A Dinamarca, tres.
A Venezuela, seis.
A Suecia, una.
El nombre de Indias occidentales dado a las Antillas proviene del error cometido por Cristóbal Colón a propósito de su descubrimiento.
Este archipiélago, desde el islote de Sombrero, al Norte, hasta la Barbada, al Sur, que forma el grupo de las Pequeñas Antillas, se extiende sobre una superficie de 6408 kilómetros cuadrados.
La población total de estas islas es de 792 000 habitantes, de los que 440 000 corresponden a Inglaterra, 336 000 a Francia y 8200 a Holanda.
Las posesiones danesas pertenecen más bien al grupo de las islas Vírgenes, con una superficie de 359 kilómetros cuadrados y 34 000 habitantes para Dinamarca, y 175 kilómetros cuadrados y 5200 habitantes para Inglaterra.
Estas islas Vírgenes pueden ser consideradas como formando parte de la micro-Antilla. Ocupadas por los daneses desde el año 1671, figuran, en su mayor parte, en su dominio de las Indias occidentales. Son designadas con los nombres de Santo Tomás, San Juan y Santa Cruz. En la primera había nacido el sexto de los premiados en el concurso de la «Antilian School», Niels Harboe.
Ante esta isla iba a anclar Harry Markel la mañana del día 26 de julio, después de una feliz travesía que había durado veinticinco días. A partir de este punto, el Alerta, no tendría más que descender hacia el Sur para hacer escala en las demás islas.
Aunque Santo Tomás es de reducidas dimensiones, su puerto es de excelente abrigo y buen anclaje. Cincuenta navíos de gran tonelaje pueden albergarse en él sin dificultad. Así es que los filibusteros ingleses y franceses se lo disputaron con ahínco en la época en que los marineros europeos luchaban en aquellos parajes y se tomaban y volvían a tomar las islas de las Antillas, como fieras que se disputan la presa.
Christian Harboe habitaba en Santo Tomás, y los dos hermanos no habían tenido ocasión de verse desde hacía varios años. Se comprende, pues, la impaciencia con que ambos aguardaban la llegada del Alerta a las Antillas.
Christian Harboe contaba once años más que su hermano. Único pariente que Niels tenía en la isla, figuraba entre los más ricos comerciantes, era simpático y poseía la encantadora reserva que caracteriza a las razas del Norte. Había fijado su residencia en la colonia danesa, y siguió al frente de la importante casa de su tío, un hermano de su madre, casa dedicada al comercio de objetos de consumo usual: víveres, telas, etc.
No estaba aún lejos la época en que todo el comercio de Santo Tomás se encontraba en manos de los israelitas. Se hacía en gran escala en el tiempo en que la guerra turbaba sin cesar aquellos parajes, y, sobre todo, después que la trata de negros fue definitivamente prohibida. Su puerto, Carlota-Amalia, no tardó en ser declarado puerto franco, lo que aumentó su prosperidad.
Ofrecía evidentes ventajas a todos los navíos, cualquiera que fuera su nacionalidad. En él encontraban abrigo seguro contra los vientos y las tempestades del golfo, gracias a la altura de la isla, a una lengua de tierra, donde se rompía el oleaje de alta mar, y a un islote, en el que se han establecido muelles y almacenes de carbón.
Cuando el Alerta, señalado por los semáforos, hubo doblado la extremidad de la lengua y rodeado el islote, dejando el Signal a la izquierda, dio en una ensenada circular, abierta al Norte, en cuyo fondo se elevan las primeras casas de la ciudad. El barco ancló a una profundidad de cuatro a cinco metros.
Reclus ha observado que la posición de Santo Tomás es la mejor entre todas, puesto que la isla ocupa un sitio favorable en la gran curva de las Antillas en el lugar donde «la distribución debe hacerse con mayor facilidad hacia todas las partes del archipiélago».
Así se comprenderá que desde el principio este puerto natural haya atraído la atención y obtenido la preferencia de los filibusteros.
Vino a ser la principal factoría del tráfico de contrabando con las colonias españolas, y bien pronto el más importante mercado de «la madera de ébano», es decir, de los negros comprados en el litoral africano e importados a las Indias occidentales. Por esto pasó bien pronto a la dominación danesa, y de ella no se separó después de su cesión por una Compañía financiera que la había adquirido del elector de Brandeburgo, cuyo heredero fue precisamente el rey de Dinamarca.
Cuando el Alerta ancló, Christian Harboe se hizo conducir a bordo, y los dos hermanos se abrazaron cariñosamente. Después de cambiar cordiales apretones de manos con Horacio Patterson y sus compañeros de viaje, el comerciante dijo:
—Espero, amigos míos, que serán ustedes mis huéspedes durante su estancia en Santo Tomás. ¿Cuánto durará la escala del Alerta?
—Tres días —contestó Niels Harboe.
—¿Nada más?
—Nada más, Christian, y con gran pesar mío, pues hace ya mucho tiempo que no nos hemos abrazado.
—Señor Harboe —dijo entonces el mentor—, nosotros aceptamos con gusto su generoso ofrecimiento, y seremos huéspedes de usted durante nuestra estancia en Santo Tomás…, que no puede prolongarse.
—En efecto… Sí se les ha trazado un itinerario…
—Sí…, por la señora Seymour.
—¿Conoce usted a esa señora? —preguntó Luis Clodión.
—No —respondió el comerciante—; pero he oído hablar de ella muchas veces, y en las Antillas es muy alabada por su inagotable caridad.
Después, volviéndose hacia Harry Markel, añadió:
—Permítame usted, capitán Paxton, que en nombre de las familias de estos jóvenes le dé las gracias por sus cuidados.
—Gracias legítimamente debidas al capitán Paxton —se apresuró a decir el señor Patterson—. Aunque el mar nos haya tratado algo mal…, a mí sobre todo, horresco referens!, preciso es reconocer que nuestro bravo capitán ha hecho cuanto de él dependía para que la travesía fuera tan dulce como agradable.
No estaba en el carácter de Harry Markel usar mucha política en su trato, y tal vez le molestaba Christian Harboe, cuya mirada estaba fija en él. Así es que, haciendo una ligera inclinación de cabeza, respondió:
—No veo ningún inconveniente en que los pasajeros del Alerta acepten la hospitalidad que usted les ofrece, caballero, a condición, sin embargo, de no prolongar la escala más allá del plazo señalado.
—Conformes, capitán Paxton —repuso Christian Harboe—. Y desde hoy, si usted quiere venir a comer a mi casa con mis huéspedes…
—Se lo agradezco a usted, caballero —repuso Harry Markel—. Tengo que efectuar algunas reparaciones y no puedo perder ni una hora. Además, no deseo abandonar el barco mientras sea posible.
Christian Harboe pareció sorprendido del tono frío de la respuesta. Ciertamente, entre la gente de mar, y muy a menudo entre los capitanes de la marina mercante inglesa, se encuentran naturalezas rudas, hombres poco educados, cuyos modales no se afinan en el ejercicio de su profesión, en contacto con marineros groseros. Pero no se podía dudar de que la impresión de Harboe no fue favorable a Harry Markel ni a los tripulantes. En fin, lo principal era que el Alerta había sido bien dirigido durante el viaje y feliz la travesía.
Media hora después los pasajeros desembarcaron en el muelle de Carlota-Amalia y se dirigieron a casa de Christian Harboe.
Cuando hubieron partido, John Carpenter dijo:
—Y bien, Harry… Hasta aquí todo marcha perfectamente.
—Así es —respondió Harry Markel—; pero durante nuestras escalas es preciso redoblar la prudencia.
—Así se hará, Harry; nadie de nosotros desea comprometer el buen éxito de esta campaña. Ha comenzado bien, y bien terminará.
—Seguramente, John, desde el momento en que el capitán Paxton no es conocido de nadie en Santo Tomás. Además, tú vigilarás para que ninguno de los nuestros baje a tierra.
Harry Markel tenía razón para mandar que los tripulantes permaneciesen a bordo. Corriendo de taberna en taberna y bebiendo más de lo justo, lo que casi siempre sucede, aquellos marineros hubieran podido dejar escapar alguna palabra que les comprometiera.
—Justamente, Harry —respondió John Carpenter—, y si tienen tanta necesidad de beber, se les dará doble o triple ración. Ahora que los pasajeros estarán en tierra durante tres días, poco importa que nuestros hombres beban a bordo algo más que lo de costumbre.
Por lo demás, los tripulantes del Alerta, aunque aficionados a abandonarse a los excesos, y a resarcirse en los puertos de la abstinencia de la navegación, comprendían lo delicado de las circunstancias. Por esto era preciso resolverse a evitar el contacto con la población de la isla, con aquellos marineros de todas las naciones que llenan las tabernas del puerto, y no exponerse, en fin, a que alguno de los piratas del Halifax pudiese ser conocido por aquellos aventureros que han recorrido todos los mares. Así, pues, Harry Markel dio orden formal de que ninguno marchara a tierra, ni se permitiera entrar a bordo a ningún extraño.
La casa de negocios de Christian Harboe estaba situada en el muelle. En este barrio comercial se tratan importantes negocios, puesto que solamente la importación se eleva a 5.600 000 francos, siendo la población de 12 000 almas.
La cuestión del idioma no era en esta isla cosa que pudiera preocupar a los pasajeros, puesto que en ella se habla el español, el danés, el holandés, el inglés, el francés, por lo que podrían creerse aún en las aulas de la «Antilian School» bajo la dirección del señor Ardagh.
La casa de Christian Harboe estaba situada fuera de la ciudad, a una milla de distancia de ésta, en la pendiente de la montaña que se eleva en forma de anfiteatro a la orilla del mar.
Las casas de campo de los colonos ricos están dispuestas en deliciosa situación, entre los magníficos árboles propios de la zona tropical.
La de Christian Harboe era una de las más cómodas y elegantes.
Siete años antes, Christian Harboe se había casado con una joven danesa perteneciente a una de las mejores familias de la colonia, y de este matrimonio habían nacido dos niñas. La joven esposa recibió con el mayor cariño a su cuñado, al que no conocía, y a los compañeros de él. En cuanto a Niels, jamás tío alguno abrazó y besó a sus sobrinas con más placer.
—¡Son muy lindas! ¡Son muy lindas! —repetía.
—¿Y cómo no? —dijo el señor Horacio Patterson—. Talis pater, talis mater… quales filioe.
La cita obtuvo la aprobación general.
Él y los jóvenes se instalaron, pues, en la casa, bastante capaz para ofrecerles a todos cómodas habitaciones. Allí pudieron indemnizarse con abundantes comidas de las poco variadas que les fueron servidas a bordo, a pesar del talento culinario de Ranyah Cogh. ¡Y qué siestas más agradables durante las horas cálidas del día, en los umbrosos jardines que rodeaban la casa de Christian Harboe! En aquellas diarias conversaciones se hablaba con frecuencia de las familias dejadas en Europa, de Niels Harboe, que, no teniendo más parientes, iría a reunirse con su hermano cuando terminara su educación. Él trabajaría en su casa de comercio, y Christian Harboe pensaba establecer un despacho en la isla de San Juan, vecina de Santo Tomás.
Allí, al principio, se habían fijado los colonos cuando Santo Tomás pareció insuficiente para el desarrollo de los negocios. Pero como la isla de San Juan no mide más que tres leguas de longitud por dos de latitud, fue bien pronto considerada como muy pequeña, y los colonos se extendieron por Santa Cruz.
Varias veces Christian Harboe volvió a hablar del capitán del Alerta y de su tripulación, y las prevenciones que en él pudieron nacer desaparecieron cuando el señor Patterson le aseguró que el personal de a bordo era digno de los mayores elogios.
Efectuáronse algunas excursiones a través de Santo Tomás, que vale la pena de ser visitado por los turistas. Es una isla porfídica, muy accidentada en su parte septentrional y enriquecida por soberbios cerros, de los que el más alto se eleva a 1400 pies sobre el nivel del mar.
Los jóvenes excursionistas subieron a la cima de este cerro, y las fatigas de la ascensión fueron compensadas con largueza por la grandiosidad del espectáculo que se ofreció a sus miradas. Extendíase a la vista hasta San Juan, parecido a un enorme pez que flotaba en la superficie del mar antillano, en medio de los islotes que la rodean: Hans Leith, Loango, Buek, Sava, Savane, y más allá la superficie líquida resplandeciente bajo los rayos solares.
Santo Tomás es una isla de 86 kilómetros cuadrados, o sea, como hizo notar Luis Clodión, apenas 172 veces la superficie del campo de Marte de París.
Transcurridos los tres días reglamentarios, los pasajeros regresaron al Alerta, donde todo estaba dispuesto para la partida. Los esposos Harboe les acompañaron a bordo, donde recibieron las muestras de gratitud del señor Patterson por su amable hospitalidad, y los dos hermanos se abrazaron una vez más.
El día 28 de julio, por la tarde, el barco levó anclas, tendió sus velas, y aprovechando el viento Nordeste, salió del puerto para poner la proa al Sudoeste con dirección a la isla de Santa Cruz, donde debía hacer la segunda escala.
Las sesenta millas que separan a las dos islas fueron recorridas en treinta y seis horas.
Como se ha dicho, cuando los colonos, demasiado constreñidos en Santo Tomás y en San Juan, quisieron establecerse en Santa Cruz, cuya extensión es de 218 kilómetros cuadrados, encontraron esta isla en manos de los filibusteros ingleses, que se habían establecido en este sitio desde mitad del siglo XVII. De aquí la necesidad de entrar en lucha, entablándose combates múltiples y sangrientos, ventajosos para los aventureros de la Gran Bretaña. Pero desde su llegada, estas gentes, más bien piratas que colonos, se entregaron a correrías por aquellos parajes, descuidando todo cultivo en la isla.
En el año 1750 los españoles lograron apoderarse de Santa Cruz, después de haber arrojado de ella a los ingleses. Más no debían conservarla, y algunos meses después la débil guarnición que defendía la isla fue obligada a retirarse ante un destacamento francés.
En esta época Santa Cruz fue entregada al cultivo; pero antes de labrar su suelo preciso fue incendiar los espesos bosques del interior, con lo que se enriqueció aquél.
Gracias a estos trabajos, seguidos desde siglo y medio antes, el Alerta ancló en una isla notablemente cultivada y de gran importancia agrícola.
Claro está que allí no había ya ni los caribes que la poblaban antes del descubrimiento, ni los ingleses que la ocuparon al principio, ni los españoles que les sucedieron, ni los franceses que hicieron las primeras tentativas de colonización. A mediados del siglo XVII no se hubiera encontrado a nadie. Privados del tráfico y de los beneficios del contrabando, los colonos se habían decidido a abandonar la isla.
Santa Cruz quedó inhabitada por espacio de treinta y siete años, hasta 1733. Francia la vendió entonces a Dinamarca por la suma de 750 000 libras, y desde esta época es colonia danesa.
Cuando el Alerta estuvo a la vista de la isla, Harry Markel maniobró para ganar el puerto de Barnes, su capital, o, en lengua danesa, Christianstad. Está situado en el fondo de un pequeño golfo, sobre la costa septentrional. La segunda ciudad de Santa Cruz, Frederikstad, que fue en otra época incendiada por los negros en plena sublevación, ha sido construida en la costa occidental.
Allí había nacido Axel Vickborn, el segundo premiado en el concurso. En aquella época no tenía allí pariente alguno. Desde hacía doce años, su familia, después de haber vendido las propiedades que poseía en la isla, habitaba en Copenhague.
Aunque durante esta escala los pasajeros no fueron huéspedes de nadie, los antiguos amigos de la familia Vickborn les dispensaron buen recibimiento. Pasaron en tierra la mayor parte del tiempo, y por la noche se acostaron a bordo.
La isla, que ellos recorrieron en coche, es digna de ser visitada. Mientras duró el período de la esclavitud, los plantadores hicieron allí grandes fortunas, y Santa Cruz puede ser considerada como la más rica de las Antillas. Un cultivo progresivo utilizó su suelo hasta las cúspides de los montes. Posee 350 plantaciones de 150 fanegas francesas cada una, administradas con un orden perfecto y provista de experto personal. Las dos terceras partes del territorio están dedicadas a la producción del azúcar, y en año regular la recolección es de 16 quintales por fanega, sin contar las melazas.
El algodón da anualmente 800 balas, que se expiden a Europa.
Los turistas recorrieron las hermosas calles, plantadas de palmeras, que ponen a los pueblos en comunicación con la capital. El terreno, inclinado en suave pendiente hacia el Norte, se levanta gradualmente hacia el litoral del Noroeste, hasta el monte Eagle, de 400 metros de altura.
Ante aquella isla, tan hermosa y fértil, Luis Clodión y Tony Renault sintieron un vivo pesar: el de que Francia no la hubiera conservado en su rico dominio de las Antillas. En desquite, Niels Harboe y Axel Vickborn pensaron que Dinamarca había hecho con ella una excelente adquisición, y les enorgullecía que Santa Cruz, después de haber pertenecido a los ingleses, a los franceses y a los españoles, hubiera sido definitivamente adquirida por su país.
Por su situación en Europa, Dinamarca, salvo la época del bloqueo continental, durante el cual Copenhague fue bombardeada por la flota inglesa, tuvo la fortuna de no verse mezclada a las largas y sangrientas luchas sostenidas entre Francia e Inglaterra a principios del siglo. Potencia secundaria, por su territorio, no sufrió la invasión de los ejércitos europeos. El resultado de todo esto fue que las colonias danesas de las Antillas no sintieron el golpe de rechazo de aquellas formidables guerras, que se hizo sentir más allá del océano Atlántico, pudiendo, por consiguiente, trabajar en paz y asegurarse un porvenir próspero.
La emancipación de los negros, proclamada en 1862, provocó algunas perturbaciones, que la autoridad colonial se vio en el deber de reprimir con vigor. Los libertos se quejaron de que las promesas que se les habían hecho, entre otras la distribución de algunas tierras en plena propiedad, no fueron cumplidas, y de aquí reclamaciones que no obtuvieron ningún resultado, y, como consecuencia, un levantamiento de los negros en varios puntos de la isla.
Cuando el Alerta visitó el puerto de Christianstad, las relaciones entre los colonos y los libertos no estaban definitivamente arregladas. No obstante, la isla gozaba de tranquilidad completa, y nadie molestó a los turistas en sus excursiones. Un año más tarde hubieran caído en pleno motín, tan grave, que la ciudad natal de Axel Vickborn fue incendiada por los negros.
Además, conviene añadir que ya desde siete u ocho años la población de Santa Cruz había disminuido en una quinta parte, por efecto de una emigración continua.
Durante la escala del Alerta, el gobernador danés, que reside alternativamente seis meses en Santo Tomás y seis en Santa Cruz, se encontraba en San Juan, donde se temía que ocurriesen disturbios. No pudo, pues, hacer a los jóvenes antillanos la acogida que les esperaba en todas las Antillas; pero había recomendado que les fueran dadas toda clase de facilidades para la exploración de la isla, y así se hizo.
Antes de partir el señor Horacio Patterson escribió a su excelencia una carta, con su mejor letra y firmada por los nueve premiados, en la que le transmitía los más vivos testimonios de agradecimiento.
El día 1. ° De agosto el Alerta abandonó el puerto de Christianstad e impulsado por ligera brisa puso proa al Este, dirigiéndose hacia San Martín.