XIII

EL AVISO ESSEX

No fue el grito de «¡Tierra!» el que a las cuatro de la tarde lanzó Tony Renault, sino el de «¡Barco a la vista!».

Por la parte de babor, a distancia de cinco o seis millas al Oeste, se mostraba el penacho de humo de un barco. Era un steamer que venía a contrabordo del Alerta, y que seguramente marchaba a gran velocidad.

Media hora más tarde, su casco era visible, y transcurrida otra media se encontraba a un cuarto de milla del Alerta.

Los pasajeros, reunidos en la toldilla, cambiaban impresiones.

—Es un navío del Estado —decía uno.

—Es cierto —respondía otro—. En la punta del palo mayor ostenta una bandera.

—Es un barco inglés.

—Que se llama Essex.

Con ayuda del catalejo se podía leer este nombre en la tabla de popa en el momento en que el barco evolucionaba.

—¡Vaya! —Exclamó Tony Renault—. Apostaría que maniobra para aproximarse a nosotros.

Y ésta parecía ser, en efecto, la intención del Essex, aviso de 500 a 600 toneladas, y que acababa de izar su pabellón.

Ni Harry Markel ni los demás podían dudar de que el Essex quería comunicar con el Alerta.

Se comprenderá la inquietud que aquellos miserables sintieron. Era posible que desde hacía algunos días un telegrama hubiese llegado a una de las Antillas inglesas; que de una manera o de otra se hubiera sabido lo pasado en Queenstown antes de la partida del Alerta; la sorpresa de éste por la banda de Markel; el asesinato del capitán Paxton y de sus hombres, y que el Essex fuera enviado para apoderarse de aquellos malhechores.

Sin embargo, reflexionando tranquilamente, no, esto no era posible… ¿Cómo Harry Markel, que ciertamente hubiera sido tan cruel con los pasajeros como con los hombres del capitán Paxton, había de dirigirse a las Antillas? ¿Llevaría su audacia hasta el punto de conducir al Alerta al sitio donde iba destinado, en vez de huir…? Tal imprudencia era inadmisible.

Harry Markel aguardaba con más sangre fría que John Carpenter y Corty. Ya vería lo que tenía que hacer si el capitán del Essex se ponía al habla con él.

El aviso había parado a algunos cables solamente, y, a una señal que hizo, el Alerta tuvo que ponerse al pairo, y como el Essex había izado su pabellón, el Alerta se vio obligado a izar el suyo.

Claro es que Harry Markel no tenía más remedio que obedecer: imposible escapar a la persecución de aquel aviso, que tenía sobre el suyo las ventajas de la velocidad y la fuerza. Algunos cañonazos hubieran reducido al Alerta a la impotencia.

Además, repetimos, no pensaba en resistir. Si el capitán del aviso le ordenaba que acudiera a bordo, allí iría.

En lo que toca al señor Patterson, Luis Clodión, Roger Hinsdale y demás compañeros, la llegada del Essex y la orden de comunicar con el Alerta les interesaba en alto grado.

—¿Acaso este navío de guerra ha sido enviado para tomarnos a bordo y llevarnos a destino?

Esta reflexión sólo podía nacer en una imaginación tan viva como la de Roger Hinsdale.

En aquel momento fue botado al mar uno de los botes del Essex, y dos oficiales lo ocuparon. Con algunos golpes de remos llegó al Alerta. Los oficiales subieron por la escala de estribor, y uno de ellos dijo:

—¿El capitán?

—Presente —respondió Harry Markel.

—¿Usted es el capitán Paxton?

—El mismo.

—¿Y este navío es el Alerta, que ha salido del puerto de Queenstown el treinta de junio último?

—En esa fecha, en efecto.

—¿Llevando como pasajeros a los alumnos premiados de la «Antilian School»?

—Aquí presentes —contestó Harry Markel, mostrando en la toldilla al señor Patterson y sus compañeros, que no perdían una palabra de aquel diálogo.

Los oficiales, seguidos por Harry Markel, se acercaron a aquéllos, y el que había hablado, un teniente de la marina británica, después de responder a su saludo, expresóse en estos términos, con ese tono frío y grave que caracteriza al oficial inglés:

—Capitán Paxton: el capitán del Essex se felicita de haber encontrado al Alerta, y nosotros celebramos el hallar a todos ustedes en buena salud.

Harry Markel se inclinó en espera de que el oficial tuviese a bien hacerle conocer el objeto de aquella visita.

El oficial inquirió:

—¿Ha sido buena la travesía? ¿Les fue favorable el tiempo?

—Muy favorable —respondió Harry Markel—, si se exceptúa un vendaval que nos cogió en las Bermudas.

—Y que les ha hecho experimentar retraso…

—Hemos tenido que mantenernos a la capa durante cuarenta y ocho horas.

En este instante el oficial se volvió hacia el grupo de pasajeros, y dirigiéndose al mentor, dijo:

—¿Es el señor Patterson, de la «Antilian School», a quien tengo el gusto de hablar?

—En persona, señor oficial —respondió el administrador, que saludó con todo el ceremonial de su habitual cortesía.

Y agregó:

—Tengo el honor de presentar a usted a mis compañeros de viaje, suplicándole acepte la seguridad de mi más distinguida y respetuosa consideración.

—Firmado: Horacio Patterson —murmuró Tony Renault.

Cambiáronse afectuosos apretones de manos con esa precisión automática anglosajona.

El oficial manifestó a Harry Markel sus deseos de ver la tripulación, lo que no dejaba de parecer sospechoso y de inquietar a John Carpenter. ¿Por qué aquel oficial quería pasarles revista?

Sin embargo, obedeciendo la orden de Harry Markel, hizo subir a los hombres al puente y colocarse al pie del palo mayor. A pesar de los esfuerzos que aquellos bandidos hicieron para darse apariencias de hombres honrados, tal vez los oficiales pensaron que tenían aspecto poco tranquilizador.

—¿No tiene usted más que nueve marineros? —preguntó el oficial.

—Nueve —contestó Harry Markel.

—Sin embargo, según nuestros informes, la tripulación del Alerta se componía de diez…, sin contarle a usted, capitán Paxton.

Era difícil de responder, por lo que Harry Markel, dando nuevo giro a la conversación, dijo:

—Señor oficial, ¿puedo saber a qué debo el honor de tenerle a bordo?

La pregunta era natural, y el oficial respondió:

—Sencillamente a la inquietud en que se estaba en la Barbada por el retraso del Alerta. La señora Catalina Seymour ha hablado con el gobernador, y su excelencia ha mandado el Essex al encuentro del Alerta. Estas son las únicas razones de nuestra presencia en estos parajes, y, lo repito, celebramos que nuestros temores hayan resultado infundados.

Ante tal testimonio de interés y de simpatía, el señor Horacio Patterson no podía permanecer en silencio. En nombre propio y en el de los jóvenes pasajeros mostró su agradecimiento al capitán del Essex y a sus oficiales, a la noble señora Seymour y a su excelencia el gobernador general de las Antillas inglesas.

Harry Markel manifestó su sorpresa de que un retraso de cuarenta y ocho horas hubiera dado lugar a semejante inquietud y al envío del aviso.

—Esa inquietud estaba justificada por efecto de una circunstancia que voy a hacerle conocer —respondió atentamente el oficial.

John Carpenter y Corty se miraron sorprendidos. Tal vez lamentaban que Harry hubiera llevado tan lejos sus preguntas.

—¿Fue el treinta de junio por la tarde cuando el Alerta se dio a la vela?

—Ese día, en efecto —respondió Harry Markel, dueño de sí—, levamos anclas a las siete de la tarde. Una vez fuera, el viento dejó de soplar, y el Alerta permaneció en calma todo el día siguiente en la punta de Roberts-Cove.

—Pues bien, capitán Paxton —dijo el oficial—, en esa parte de la costa adonde le llevó la corriente fue hallado un cadáver. Por los botones de su traje se ha conocido que era uno de los marineros del Alerta.

John Carpenter y los demás se estremecieron. Aquel cadáver tenía que ser el de alguno de los infelices asesinados; sin duda, el que los pasajeros vieron en Roberts-Cove.

El oficial del Essex añadió que las autoridades de la Barbada habían sido prevenidas telegráficamente del caso y de ahí la inquietud que la tardanza del Alerta produjo. Después dijo:

—¿Ha perdido usted, pues, uno de sus hombres, capitán Paxton?

—Sí, señor, el marinero Bob. Cayó al mar cuando estábamos en la ensenada de Farmar, y todas nuestras pesquisas para encontrarle han sido inútiles.

Esta explicación fue admitida sin que despertase ninguna sospecha, e indicaba el motivo de que faltase un marino a bordo.

Los pasajeros del Alerta se asombraron de que el accidente no hubiera llegado a su conocimiento. ¡Cómo! ¿Uno de los marineros se había ahogado antes de su llegada a bordo, y ellos no lo habían sabido?

Pero a la pregunta que el señor Horacio Patterson hizo con tal motivo, Harry Markel respondió que si había ocultado esta desgracia a los jóvenes pensionados, fue porque no se embarcasen bajo tan triste impresión.

Esta respuesta, muy plausible, no provocó ninguna otra observación.

Hubo solamente un sentimiento de sorpresa, mezclado a cierta emoción cuando el oficial añadió:

—El despacho enviado desde Queenstown a la Barbada decía, además, que el cadáver encontrado en la costa (el del marinero Bob, probablemente), tenía una herida en el pecho.

—¡Una herida! —exclamó Luis Clodión, mientras el señor Horacio Patterson tomaba el aspecto de un hombre que parece no comprender lo que oye.

No quiso Harry Markel dejar de responder, y, siempre dueño de sí, dijo:

—El marinero Bob cayó desde el trinquete sobre el cabrestante, contra el cual debió de herirse, cayendo luego al mar. Por eso no pudo sostenerse sobre el agua, y nuestras pesquisas fueron inútiles.

Esta explicación hubiera parecido tan admisible como las anteriores, a no completar el oficial su información en los siguientes términos:

—La herida observada en el cadáver no provenía de un choque. ¡Era debida a una puñalada que le atravesó el corazón!

Nueva angustia en John Carpenter y sus compañeros, que no sabían cómo iba a terminar aquello. ¿Acaso el capitán del Essex tenía la orden de apoderarse del Alerta y conducirlo a la Barbada, donde se abriría una información, sin duda, de malos resultados para ellos? Se establecería su identidad. Se les conduciría a Inglaterra. Esta vez no escaparían al castigo de sus crímenes, ni podrían realizar aquel que pensaban cometer cuando el Alerta abandonara los parajes de las indias occidentales.

La suerte continuaba favoreciéndoles. Harry Markel no pudo dar ninguna explicación sobre aquella puñalada.

El señor Horacio Patterson gritó, levantando las manos al cielo:

—¡Cómo! ¿Ese desdichado fue herido por una mano criminal?

El oficial contestó:

—El despacho añadía que el marinero debió de llegar vivo a la costa, donde entonces se encontraba una banda de malhechores, escapados de la cárcel de Queenstown. Sin duda cayó en sus manos y fue muerto por ellos.

—Entonces —observó Roger Hinsdale—, se trata de la banda de los piratas del Halifax, que acababan de fugarse cuando nosotros llegamos a Queenstown.

—¡Miserables! —Exclamó Tony Renault—. ¿Y no han sido presos nuevamente, señor oficial?

—Según las últimas noticias no se habían encontrado sus huellas —respondió el oficial—. Sin embargo, no es posible que hayan abandonado Irlanda, y más pronto o más tarde serán capturados.

—Es de desear, caballero —dijo Harry Markel, con la calma que no había perdido ni un momento.

Cuando John Carpenter volvió a proa con Corty, dijo a éste en voz baja:

—Nuestro capitán es un gran hombre…

—Sí —respondió Corty—. Sigámosle siempre adonde quiera llevarnos…

Los oficiales transmitieron al señor Patterson y a los pensionados los afectuosos recuerdos de la señora Seymour. Esta señora tendría gran placer en recibirles, y su más vivo deseo era que permaneciesen en la Barbada el mayor tiempo posible.

En nombre de sus compañeros, Roger Hinsdale respondió, suplicando a los oficiales manifestasen a aquella dama el testimonio de su gratitud por lo que había hecho por la «Antilian School». El señor Horacio Patterson terminó la entrevista con uno de aquellos discursos conmovedores, cuyo secreto poseía, al final del cual, por inadvertencia bien rara en semejante hombre, mezcló un verso de Horacio con otro de Virgilio.

Los oficiales, después de despedirse del capitán y de los pasajeros, fueron conducidos a la escala y embarcaron en su bote; pero antes de partir dijo el oficial:

—Supongo, capitán Paxton, que el Alerta estará mañana en Santo Tomás, puesto que sólo le separan de este punto cincuenta millas…

—Así lo espero también —respondió Harry Markel.

—Entonces os anunciaremos por despacho cuando lleguemos a la Barbada.

—Muchas gracias… Y presente usted mis respetos al capitán del Essex.

Separóse el bote, y en menos de un minuto franqueó la distancia que le separaba del aviso.

Harry Markel y los pasajeros saludaron entonces al capitán, que estaba sobre el puente y correspondió al saludo.

Izado el bote, silbó la máquina, y el Essex se puso en marcha a todo vapor en dirección Sudoeste. Una hora después no se veía en el horizonte más que el penacho de humo que brotaba de su chimenea.

El Alerta, amuras a estribor, tomó la dirección de Santo Tomás.

Harry Markel y sus cómplices estaban, pues, tranquilos en lo que se refería a la visita del Essex. Nadie, ni en Inglaterra ni en la Antillas, sospechaba que huyeran a bordo de un navío, del Alerta precisamente. Parecía, pues, que la fortuna les acompañaría hasta el fin… Iban a recorrer aquel archipiélago; serían bien recibidos; irían de isla en isla, sin el temor de ser conocidos; acabarían aquella exploración con una última escala en la Barbada, y no tomarían después el camino de Europa… Al día siguiente de la partida, ni el Alerta sería ya el Alerta, ni Harry Markel el capitán Paxton, ni estarían a bordo el señor Horacio Patterson ni ninguno de sus compañeros de viaje. ¡La audaz aventura tendría buen éxito, y en vano la policía buscaría en Irlanda a los piratas del Halifax!

La última parte de la travesía se efectuó en las mejores condiciones, con tiempo magnífico y viento constante, que permitía al Alerta desplegar todo su velamen.

El señor Horacio Patterson estaba curado. Apenas si alguna vez un balanceo violento le causaba pequeña molestia. Hasta había vuelto a ocupar su sitio en la mesa sin desembarazarse del hueso de cereza, que persistía en conservar en su boca.

—Tiene usted razón, caballero —le repetía Corty—. Nada hay mejor que eso contra el mareo.

—Así lo creo, amigo mío —respondió el señor Patterson—, y, por fortuna, gracias a la previsión de la señora Patterson, estoy bien provisto de estos huesos antipielagálgicos.

Así terminó el día. Después de haber sentido la impaciencia de la partida, los jóvenes pensionados experimentaban la de la llegada. Ardían en deseos de poner el pie en la primera isla de las Antillas. En las cercanías del archipiélago algunos navíos bastante numerosos, steamers y veleros, animaban el mar; unos buscando ganar el golfo de México, a través del estrecho de la Florida, y otros que salían de aquí con rumbo a los puertos del Antiguo Continente. Para aquellos jóvenes era gran alegría señalar la presencia de estos barcos, cruzarse con ellos en su camino y cambiar saludos con los pabellones ingleses, americanos, franceses y españoles, los que más frecuentaban aquellos sitios. Antes de la puesta del sol, el Alerta corría por el paralelo 17, en latitud de Santo Tomás, del que no le separaban más que unas veinte millas. Esto hubiera sido cuestión de algunas horas; pero, no sin motivo, Harry Markel no quería aventurarse de noche, en medio del semillero de islotes y escollos que limita el archipiélago, y ordenó a John Carpenter que disminuyese el velamen. El contramaestre hizo arriar los sobrejuanetes, los masteleros de juanetes, la mesana, la cangreja, y el Alerta quedó bajo sus dos gavias, su trinquete y sus foques.

La noche transcurrió tranquilamente. El viento había calmado, y al siguiente día el sol se elevó en un horizonte muy puro.

A las nueve se oyó un grito en las barras del palo mayor.

Era Tony Renault, que gritaba con voz resonante y alegre:

—¡Tierra por estribor! ¡Tierra!