A TRAVÉS DEL ATLÁNTICO
La navegación prosiguió en condiciones bastante favorables y hasta se advirtió que el señor Patterson no empeoraba, sino al contrario. No hay que decir que había renunciado a tener un limón entre sus dedos. Decididamente las fricciones de Colodión ejecutadas por Wagah no dejaban de tener alguna eficacia. El estómago del administrador volvía a la regularidad cronométrica, como el reloj de la «Antilian School».
De vez en cuando hubo algunas turbonadas, que sacudían violentamente al Alerta, pero que éste soportaba sin trabajo. La tripulación maniobraba tan hábilmente bajo las órdenes de Harry Markel, que provocaba el asombro de los pasajeros, sobre todo de Tony Renault y de Magnus Anders. Ellos ayudaban, ya para traer las velas altas, ya para halar las vergas, ya para coger los rizos, operación que la instalación de dobles gavias hacía más difícil.
El señor Patterson no estaba allí para recomendarles prudencia; pero le tranquilizaba saber que John Carpenter vigilaba a aquellos jóvenes gavieros con solicitud paternal… y por su propio interés.
Las alteraciones atmosféricas no llegaron nunca a la tempestad.
El viento se mantenía del Este, y el Alerta andaba perfectamente.
Entre otras distracciones de aquella travesía, los pensionados se entregaban al placer de la pesca, con entusiasmo y buen éxito. Las largas cuerdas que llevaban a remolque, traían en los anzuelos peces de toda especie. El frío Alberto Leuwen y el paciente Hubert Perkins eran los que demostraban más gusto y desplegaban más celo en este ejercicio. La lista de los platos se aumentaba con el producto de la pesca; bonito, doradas, sollos, bacalao y otros. Los tripulantes participaban del convite.
El señor Patterson hubiera tenido gran placer en seguir las peripecias de la pesca; pero no abandonaba su camarote, más que para respirar el aire libre. Y no se hubiera interesado menos al observar a las marsopas y delfines que se lanzaban a los flancos del Alerta, y en oír los gritos de los jóvenes pasajeros admirando las prodigiosas volteretas y saltos de estos clowns del océano.
—¡He aquí dos a los que se podía tirar al vuelo! —declaraba uno.
Los ágiles animales formaban a veces en grupos de quince a veinte ya en la proa ya en la popa del barco. Caminaban con mayor velocidad que éste; aparecían en un lado, y al instante se mostraban en otro, después de haber pasado por debajo de la quilla; daban saltos de tres o cuatro pies; caían describiendo curvas graciosas, y se les distinguía hasta en las profundidades de aquellas aguas verdosas y transparentes.
Varias veces, a petición de los pasajeros, John Carpenter y Corty procuraron capturar a una de estas marsopas, golpeándolas con los arpones. Pero no lo consiguieron: ¡tan ágiles son estos animales!
No ocurrió lo mismo con algunas enormes lijas que frecuentan estos parajes del Atlántico. Son tan voraces, que se arrojan sobre cualquier objeto caído al mar, sombrero, botella, pedazo de madera, etc. Todo es comestible para ellos, y en sus formidables estómagos guardan lo que no pueden digerir.
El día 7 de julio pescaron un tiburón que medía doce pies de longitud. Después de tragarse el anzuelo, provisto de un resto de carne, se agitó tan violentamente, que a los tripulantes les costó gran trabajo izarlo hasta el puente. Luis Clodión y sus camaradas estaban allí mirando, no sin algún miedo, al gigantesco monstruo, y por indicación de John Carpenter, se guardaron de acercarse demasiado, pues un coletazo del animal hubiera sido golpe terrible.
El tiburón fue inmediatamente atacado con el hacha, y aun con el vientre abierto procuraba defenderse con formidables saltos que le enviaban de un bordo a otro.
El señor Horacio Patterson no pudo asistir a esta interesante captura, y fue lástima, pues él la hubiera apuntado cuidadosamente en sus notas de viaje, y sin duda se mostraría conforme con la opinión del naturalista Roquefort, que hace derivar por corrupción la palabra francesa requin, en español tiburón, de la latina réquiem.
Los días transcurrían, pues, sin monotonía. A cada instante, distracción nueva, bandadas de aves de mar cruzaban por entre las vergas. Algunas fueron muertas por Roger Hinsdale y Luis Clodión, que se sirvieron diestramente de las carabinas de a bordo.
Conviene advertir que por orden formal de Harry Markel, sus compañeros no tenían relación alguna con los pasajeros del Alerta. Únicamente se exceptuaban el contramaestre, Corty y Wagah. El mismo Harry Markel mostrábase siempre el hombre frío y poco comunicativo del primer día.
Con frecuencia pasaban a la vista del Alerta veleros y steamers, pero a distancia. Harry Markel procuraba más bien apartarse de los barcos a la vista, y cuando alguno de ellos, corriendo a contrabordo, se aproximaba, él se alejaba.
Sin embargo, el día 18 de julio, a las tres de la tarde, el Alerta fue alcanzado por un steamer de gran marcha que se dirigía al mismo sitio, es decir, al Sudoeste.
Este steamer americano, el Portland, de San Diego, viajaba de Europa hacia el estrecho de Magallanes.
Cuando los dos navíos estuvieron a un cabo de distancia, cambiáronse entre los capitanes las preguntas de costumbre.
—¿Todo bien a bordo?
—Todo bien.
—¿Nada nuevo desde la partida?
—Nada nuevo.
—¿Con rumbo a…?
—A las Antillas… ¿Y ustedes?
—A San Diego.
—¡Pues, buen viaje!
—¡Buen viaje!
El Portland, después de haber disminuido un poco su marcha, volvió a ponerse a todo vapor, y las miradas pudieron seguir largo tiempo el penacho de humo, que al fin se perdió en el horizonte.
Tony Renault y Magnus Anders, después de quince días de navegación, se ocuparon en señalar en el mapa la primera tierra que sería indicada por los vigías.
Esta tierra, conforme a la ruta del Alerta, debía ser el archipiélago de las Bermudas, grupo situado en los 64° de longitud Oeste y 31° de latitud Norte, y que pertenece a Inglaterra.
Colocado en el camino que siguen los navíos para ir de Europa al golfo de México, comprende 400 islas o islotes, siendo las principales las de San Jorge, Cooper y Somerset. Ofrecen numerosos sitios de escala, y los barcos encuentran allí cuanto es necesario, ya para repararse, ya para avituallarse; gran ventaja en estos parajes, frecuentemente asaltados por los más terribles huracanes del Atlántico.
El Alerta estaba aún a sesenta millas el 19 de julio, cuando los catalejos de a bordo comenzaron a recorrer el horizonte en dirección Oeste. Para ojos poco acostumbrados a ver a grandes distancias, era fácil confundir las altas tierras con las nubes que se extendían por el horizonte.
Sin embargo, las Bermudas podían ser ya vistas por la mañana, como hizo observar John Carpenter a Tony y a Magnus, los más impacientes de todos.
—Allí… Miren allí…, por estribor… —dijo.
—¿Distingue usted algunas cúspides? —preguntó Magnus Anders.
—Sí…, señorito… Suben por encima de las nubes, y no tardará usted en verlas.
En efecto, antes de la puesta del sol algunas masas redondas se dibujaron confusamente hacia el poniente, y al siguiente día el Alerta estaba a la vista del archipiélago.
Era preciso hacer frente a violentos huracanes que, entremezclados con relámpagos, obligaron al Alerta a ponerse a la capa. Durante todo el día y la noche que le siguió, el mar estuvo agitado, y el barco tuvo que hacer camino contrario para no exponerse a una avería.
Quizás Harry Markel hubiera obrado como marino prudente y sabio buscando refugio en algún puerto del archipiélago, y más particularmente en San Jorge; pero, como se comprenderá, prefirió más bien comprometer su navío que ir a una colonia inglesa, donde el capitán Paxton podía ser conocido. Permaneció, pues, en alta mar, maniobrando, eso sí, con extraordinaria habilidad. El Alerta sólo sufrió averías de poca importancia.
El señor Patterson soportó mejor de lo que debía esperarse aquellas sesenta horas de mal tiempo; pero, en cambio, varios de los jóvenes pasajeros, sin pasar por todas las fases del terrible mal del que el administrador había sido víctima, sufrieron bastante: John Howard, Niels Harboe y Alberto Leuwen; pero Luis Clodión, Roger Hinsdale, Hubert Perkins y Axel Vickborn resistieron y pudieron admirar en todo su magnífico horror la lucha de los elementos desencadenados durante dos días de tempestad.
Respecto a Tony Renault y a Magnus Anders, tenían corazón de marinos, aquel oes triplex que el señor Patterson no poseía, y que envidiaba al navegante de Horacio.
Durante la borrasca, el Alerta fue arrojado a un centenar de millas fuera de su ruta. De aquí un retraso que no sería completamente recuperado, ni aunque el navío llegase sin nuevos incidentes a los parajes donde dominan los alisios que soplan de Este a Oeste. Por desgracia. Harry Markel no encontró los vientos regulares que le habían favorecido desde su partida de Queenstown. Entre las Bermudas y el continente el tiempo fue detestable en extremo; tan pronto calmas, durante las cuales el Alerta no adelantaba una milla por hora; tan pronto huracanes, que obligaban a los tripulantes a cargar las velas altas y coger rizos a las gavias y trinquete.
Los pasajeros no desembarcarían, pues, en Santo Tomás, sin un retraso de algunos días, lo que produciría inquietud bastante justificada sobre la suerte del Alerta. Los cablegramas debían haber hecho saber en la Barbada la partida del capitán Paxton y la fecha en que el barco había salido de la bahía de Cork. Pasados veinte días no se tenían noticias del navío.
Verdad que Harry Markel y sus compañeros se preocupaban poco de esto. Abrasábales la impaciencia de terminar aquella exploración por las Antillas, de no tener nada que temer y dirigirse hacia el cabo de Buena Esperanza.
En la mañana del día 20 de julio el Alerta cortó el trópico de Cáncer a la altura del canal de Bahamas, por el cual, a partir del estrecho de la Honda, se vierten en el Océano las aguas del golfo de México.
Si el Alerta, en el curso de su navegación, hubiera tenido que franquear el Ecuador, Roger Hinsdale y sus compañeros no hubieran dejado de festejar el paso de la línea, y, sometiéndose con gusto a las exigencias de esta ceremonia tradicional, habrían gratificado a la tripulación. Pero el Ecuador está 32° más al Sur, y no hubo lugar de celebrar el paso del paralelo 23.
Y no hay que decir que el señor Horacio Patterson, de encontrarse restablecido, hubiera recibido con agrado los cumplimientos del trópico y de su cortejo carnavalesco…
Sin embargo, si no hubo ceremonia, Harry Markel, a petición de los pensionados, acordó dar doble ración a los tripulantes.
El punto calculado aquel día colocaba al Alerta a doscientas cincuenta millas de la más próxima de las Antillas, al Nordeste del archipiélago.
Quizás el barco estaría algo retrasado en su viaje cuando se encontrase en la embocadura del canal de Bahamas el «Gulf-Stream», esa corriente cálida que se propaga hasta las regiones septentrionales de Europa, especie de río oceánico, cuyas aguas no se confunden con las del Atlántico.
Aparte esto, el Alerta sería entonces favorecido por los vientos alisios, regularmente establecidos en aquellos parajes, y antes de tres días seguramente el vigía señalaría las alturas de Santo Tomás, sitio indicado para la primera escala.
Y ahora, a medida que se acercaban a las Antillas, pensando en aquella exploración, que duraría varias semanas, y que tan peligrosa era para ellos, los tripulantes sentían serias inquietudes. John Carpenter y Corty hablaban frecuentemente de ello. Había gran riesgo, aunque el premio de 7000 libras bien lo valía…
Pero, en fin, ¿y si por quererlo todo se perdía todo, incluso la vida? ¿Y si los piratas del Halifax, los fugitivos de Queenstown eran reconocidos y caían en poder de la justicia? Y se repetía que aún era tiempo de ponerse lejos del peligro… Bastaría con sorprender la noche próxima a los pasajeros, confiados e indefensos, y arrojarles al mar.
A todos estas razones, Harry Markel se limitaba a responder:
—¡Confiad en mí!
Y tanta seguridad en sí mismo, apoyada en tanta audacia, acababa por conquistar a los tripulantes, que decían:
—Bien… ¡Que corra la suerte…!
El día 25 de julio las Antillas estaban a unas sesenta millas al Oeste-Sudoeste. Con el viento que le empujaba no había duda de que el Alerta vería las primeras alturas de Santo Tomás antes de la puesta del sol.
Tony Renault y Magnus Anders pasaron aquella tarde en las barras del palo mayor el uno, y el otro en las del trinquete, para ver cuál de los dos gritaba primero; ¡Tierra…! ¡Tierra…!