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EL VIENTO DEL NORDESTE

Aunque los jóvenes pasajeros habían experimentado viva emoción a la vista de aquel cuerpo, no vieron en él más que una víctima de algún accidente; una caída en la que aquel desventurado se había herido gravemente antes de hundirse en el mar. No podían sospechar que se tratase de un crimen.

A Harry Markel y sus compañeros no les pasaba lo mismo, y Corty dijo a John Carpenter:

—Sólo nos falta que el capitán Paxton y sus hombres sean llevados a la costa.

Tan lejos como la vista alcanza observaron con atención.

No flotaba ningún otro cadáver que hubiera podido ser recogido a bordo de los navíos vecinos del Alerta. Sin embargo, ¡con qué impaciencia se esperaba el momento de abandonar aquel sitio y de perder de vista la tierra!

El aspecto del cielo indicaba una próxima modificación en el estado atmosférico. Al Este se levantaban algunas nubes, y era posible que antes de que el día terminase soplara el viento de la costa.

Pues bien; se aprovecharía, aunque fuese viento de tempestad, con tal que arrastrase al Alerta a veinte millas de allí, en pleno Atlántico.

Pero ¿no se perdería toda esperanza? ¿No se disiparían aquellas nubes con los últimos rayos del sol? ¿Se vería, pues, obligado Harry Markel a servirse de sus barcas para ganar la alta mar?

Mientras tanto, bajo la tienda, de la toldilla, los jóvenes pensionados seguían el movimiento que se efectuaba a la entrada del canal de San Jorge. No solamente iban y venían algunos transatlánticos, los unos hacia el Atlántico, los otros hacia los parajes de Irlanda, sino que varios veleros se hacían remolcar por los tugs de Queenstown.

¡Ah! De poder atreverse a ello, Harry Markel se hubiera concertado con uno de esos tugs y habría pagado a buen precio el remolque hasta alta mar.

Tony Renault propuso emplear este medio. ¿No se tenía la seguridad de encontrar los vientos de alta mar a cinco o seis millas de la desembocadura del canal? A esa proposición Harry Markel opuso una categórica negativa, en tono tan seco que no dejó de causar alguna sorpresa… Pero, después de todo, un capitán sabe lo que debe hacer y no pide la opinión de nadie. Por mucho que fuera el interés de Harry Markel por alejarse de una costa tan peligrosa para sus compañeros y para él, jamás hubiera accedido a tomar un remolcador. ¿Qué sucedería si el patrón del tug conocía al capitán Paxton o alguno de sus hombres y no los encontraba a bordo del Alerta? ¡No! Era mejor esperar aún.

A las tres de la tarde una espesa humareda se mostró, al Sudeste. ¡Qué ocupación más interesante observar cómo se acercaba el transatlántico que acababa de ser señalado!

El mencionado barco navegaba a gran velocidad. Media hora después se tuvo la certeza de que era un navío de guerra que se dirigía hacia el canal.

Todos los anteojos se enfocaron hacia aquel lado. Tony Renault y los demás disputaban sobre quién descubriría el primero la nacionalidad del transatlántico.

Fue Luis Clodión quien exclamó, después de reconocer la bandera que flotaba en el mástil militar:

—¡Es francés! ¡Es un navío del Estado!

—Si es francés —exclamó Tony Renault— le saludaremos al pasar.

Y fue a solicitar a Harry Markel el permiso para hacer los honores a Francia, representada por uno de sus barcos de guerra.

Harry Markel, que no tenía motivo para negarse, dio su consentimiento, y hasta añadió que seguramente se contestaría al saludo del Alerta. ¿No está eso en uso en todas las marinas?

El barco en cuestión era un crucero acorazado de segundo orden, de 7000 a 8000 toneladas y dos mástiles militares. Con el pabellón tricolor flotando a su popa avanzaba rápidamente por aquel mar tan en calma, dejando tras sí una estela plana, debido a lo perfecto de sus líneas de flotación.

Con ayuda de los anteojos pudo leerse el nombre del acorazado en el momento en que pasó por delante del Alerta. Era el Jemmapes, uno de los modelos más bellos de la flota francesa.

Luis Clodión y Tony Renault se habían colocado sobre la toldilla, junto a la driza del pico cangrejo. Cuándo el Jemmapes no estuvo más que a un cuarto de milla, tiraron de la driza y el pabellón británico fue alzado por tres veces al grito de ¡viva Francia! Todos, ingleses, daneses, holandeses, lanzaron este grito en honor de sus compañeros, mientras que el pabellón del Jemmapes subía y bajaba a lo largo de su mástil.

Una hora más tarde rindióse igual honor a los colores ingleses, cuando aparecieron en un transatlántico.

Era el City of London, de la línea Cunard, establecida entre Liverpool y Nueva York. Siguiendo la costumbre, iba a depositar sus despachos en Queenstown, lo que les hacía ganar mediodía.

El City of London saludó al Alerta, cuyo pabellón había sido izado por John Howard y Hubert Perkins entre los vivas de los jóvenes estudiantes.

A las cinco pudo advertirse que las nubes habían aumentado en el Nordeste y dominaban las alturas que se elevan detrás de la bahía de Cork. Notable diferencia se observaba entre el actual aspecto del cielo y el que presentaba a la misma hora los días anteriores.

Si aquella tarde el sol se hundía aún tras un horizonte puro, era de esperar que al siguiente día reaparecería entre pesados vapores.

Harry Markel y John Carpenter hablaban en la proa. Por precaución no querían mostrarse en la toldilla, donde pudieran ser vistos o reconocidos, ya desde el derrumbadero, ya desde la ribera sembrada de negruzcas rocas.

—¡Allí hace viento! —dijo el contramaestre tendiendo la mano en dirección a Roche-Pointe.

—Así lo creo —respondió Harry Markel.

—Y bien, si se decide a soplar no le perderemos, capitán Paxton. Sí; capitán Paxton. ¿No es conveniente que yo me acostumbre a llamarte así, al menos durante algunas horas…? Mañana, esta noche, espero que volverás a ser el capitán Markel…, capitán de… ¡Ah!, yo buscaré un nombre para nuestro barco… ¡No será el Alerta el que comenzará sus campañas en los mares del Pacífico!

Harry Markel, que no había interrumpido a su compañero, preguntó:

—¿Está todo dispuesto para aparejar?

—Todo, capitán Paxton —respondió el contramaestre—. No hay más que levar el ancla y largar las velas. No es menester mucho viento para un barco tan fino de proa y tan levantado de popa.

—Si esta tarde, al ponerse el sol —declaró Harry Markel—, no estamos a cinco o seis millas al sur de Roberts-Cove, quedaré muy sorprendido…

—Y yo más enfadado que sorprendido —aseguró John Carpenter—. Pero, silencio. Dos de nuestros pasajeros vienen a hablarte.

—¿Qué tendrán que decirme? —murmuró Harry Markel.

Magnus Anders y Tony Renault, los dos grumetes, como les llamaban sus compañeros, acababan de abandonar la toldilla y se dirigían al sitio donde hablaban Harry Markel y John Carpenter.

Tony Renault tomó la palabra y dijo:

—Capitán Paxton, nuestros compañeros nos envían para preguntar a usted si hay indicios de un cambio de tiempo.

—Seguramente —contestó Harry Markel.

—Entonces, ¿podría el Alerta aparejar esta tarde? —preguntó Magnus Anders.

—Es posible, y de eso hablábamos John Carpenter y yo.

—¿Y no podría ser a una hora más temprana? —dijo Tony Renault.

—No —respondió Harry Markel—. Las nubes suben con mucha lentitud, y si sopla el viento, no será antes de dos o tres horas.

—Hemos advertido —prosiguió Tony Renault— que estas nubes deben descender muy abajo…, y sin duda esto es lo que le hace a usted creer que el cambio de tiempo es probable. ¿No es así, capitán?

Harry Markel hizo un movimiento de cabeza afirmativo y el contramaestre agregó:

—Sí, mis jóvenes señores, yo creo que esta vez tenemos viento. Y buen viento, pues nos empujará hacia el Oeste. Un poco de paciencia y el Alerta habrá al fin abandonado la costa de Irlanda… Entretanto tienen ustedes tiempo de comer, y Ranyah Cogh ha puesto en movimiento su cocina para la última comida de ustedes… La última con la tierra a la vista, quiero decir…

Harry Markel frunció el ceño, comprendiendo la abominable alusión de John Carpenter. Pero era difícil poner coto a la charla de aquel miserable, que tenía la ferocidad bromista, o la broma feroz, como se quiera decir.

—Bien —dijo Magnus Anders—. En cuanto la comida esté dispuesta nos pondremos a la mesa.

—Y no teman ustedes que nos incomodemos si aparejan antes de la tarde —insistió Tony Renault—. Queremos estar en nuestro puesto cuando eso suceda.

Los dos jóvenes regresaron a la toldilla, donde siguieron hablando y examinando el estado del cielo, hasta que uno de los marineros, llamado Wagah, vino a decirles que la comida estaba dispuesta.

El tal Wagah estaba afecto al servicio de la toldilla; a él le correspondía cuanto se refería al comedor y a los camarotes, como si fuera el mayordomo de a bordo.

Era un hombre de treinta y cinco años, y por error de la Naturaleza tenía un rostro simpático y lleno de franqueza; pero no valía más que sus compañeros. Su finura resultaba falsa, y él no miraba de frente, detalles que debían escapar a los pasajeros, aún muy jóvenes y con poca experiencia para descubrir estos indicios de la perversidad humana.

Wagah había seducido particularmente al señor Horacio Patterson que, si no tan joven, era tan inexperto como Luis Clodión y sus compañeros.

Por la minucia en el servicio y el celo que fingía Wagah, debía agradar a un hombre tan inocente como el administrador de la «Antilian School». Harry Markel había procedido con acierto designando al tal para las funciones de mayordomo. Nadie desempeñaba mejor su papel. Aunque hubiese tenido que representarle durante toda la travesía, jamás el señor Patterson sospecharía de aquel miserable. Pero este papel concluiría pocas horas después.

El mentor estaba, pues, encantado de su mayordomo. Él le había ya indicado el sitio que en su camarote ocupaban sus utensilios de tocador y sus trajes; y se decía que, caso de ser atacado por el mareo, eventualidad no muy probable puesto que había hecho sus pruebas en la travesía de Bristol a Queenstown, Wagah le prestaría los mejores servicios. Así es que ya hablaba de la buena gratificación que contaba extraer de caja para premiar tanto afán por serle agradable y por prevenir sus menores deseos.

El mismo día, preocupándose con todo lo que se refería al Alerta y a su personal, el señor Horacio había hablado a Wagah de Harry Markel. Encontraba al «comandante», así le llamaba, algo frío y reservado, de carácter poco comunicativo, en suma.

—Ha observado usted muy bien, señor Patterson —le había respondido Wagah—. Y ésas son cualidades buenas en un marino. El capitán Paxton está siempre en su negocio. Conoce su responsabilidad, y sólo piensa en desempeñar sus funciones lo mejor posible. Ya le verá usted en la faena, con un mal tiempo. Es uno de los mejores marineros de nuestra marina mercante, y sería tan capaz para mandar un barco de guerra como el primer Lord del Almirantazgo.

—Justa reputación a la que tiene derecho —había opinado Patterson—; y en términos de gran elogio nos lo han pintado. Cuando el Alerta ha sido puesto a nuestra disposición por la generosa señora Seymour, hemos sabido lo que valía el capitán Paxton, ese deus, no diré ex machina, pero sí deus machinaie, el dios de esta maravillosa máquina llamada navío, capaz de resistir a todos los furores de la mar.

Lo que hubo de particular en el caso, y lo que causó gran placer al señor Horacio Patterson, fue que Wagah parecía entenderle hasta cuando dejaba escapar alguna cita en latín. Así es que no economizaba los elogios a Wagah y no había razón para que sus jóvenes compañeros no le creyesen bajo su palabra.

La comida fue tan alegre como lo había sido el almuerzo, y tan selecta y bien servida como éste. De aquí nuevos elogios para el cocinero Ranyah Cogh, en los que las palabras potus y cibus se entremezclaron en las soberbias frases del señor Horacio Patterson.

Por lo demás, a pesar de las observaciones del digno administrador, Tony Renault, al que la impaciencia no permitía estar quieto, abandonó frecuentemente su sitio, a fin de ver lo que ocurría en el puente. La primera vez fue para observar si el viento se mantenía en buena dirección; la segunda, para asegurarse de si tomaba fuerza o tendía a disminuir; la tercera, para ver si se daba comienzo a los preparativos para aparejar; la cuarta, para recordar al capitán Paxton su promesa de prevenirles cuando llegase el momento de virar el cabrestante.

No hay que decir que Tony Renault llevaba siempre a sus compañeros, menos impacientes que él, una respuesta favorable. La partida del Alerta se efectuaría sin otro retraso a las siete y media y la marea le llevaría rápidamente a alta mar.

Disponían, pues, los pasajeros de tiempo sobrado para comer, sin necesidad de precipitarse, lo que hubiera contrariado vivamente al señor Patterson. No menos cuidadoso de la buena administración de sus negocios que de su estómago, comía con sabia lentitud, a pequeños trozos, bebiendo a traguitos y cuidando siempre de masticar mucho los alimentos antes de tragarlos.

Frecuentemente repetía, para enseñanza y edificación dé los alumnos de la «Antilian School»:

—A la boca le está confiado el primer trabajo. Ella tiene dientes para masticar, mientras que el estómago no los tiene. A la boca el mascar…, al estómago el digerir, y la economía sentirá los buenos resultados.

Nada más exacto, y el señor Horacio Patterson sólo podía lamentarse de que ni Horacio ni Virgilio, ni ningún poeta de la antigua Roma hubiera puesto el mencionado aforismo en versos latinos.

Así se hizo la comida última en el anclaje del Alerta y en condiciones que no habían obligado a Wagah a instalar la mesa que se destina para cuando el balanceo es muy fuerte.

A los postres Roger Hinsdale, dirigiéndose a sus compañeros, brindó a la salud del capitán Paxton, manifestando su disgusto de que no hubiera presidido la mesa. Niels Harboe hizo votos para que el apetito no les faltase durante la travesía.

—¿Y por qué ha de faltarnos el apetito? —Dijo el señor Horacio Patterson, algo animado por efecto de un vaso de oporto—. ¿Acaso no será renovado sin cesar por el aire salino de los océanos?

—¡En…! ¡Eh! —Dijo Tony Renault, mirándole irónicamente—. Hay que contar con el mareo.

—¡Bah! —Dijo John Howard—. Eso se pasa… Algunas náuseas nada más y…

—Lo cierto —dijo Alberto Leuwen— es que no se sabe cuál es el mejor medio contra él; si tener el estómago lleno o vacío…

—Vacío… —aseguró Hubert Perkins.

—Lleno… —declaró Axel Vickborn.

—Amigos míos —dijo interviniendo el señor Horacio Patterson—. Creed en mi vieja experiencia: lo mejor es acostumbrarse a los movimientos alternativos del barco, como lo hemos podido hacer durante el trayecto de Bristol a Queenstown, y quizá no tengamos que temer ese mal. Este es el mejor sistema, y todo es cuestión de costumbre en este bajo mundo.

Era evidente que la sabiduría hablaba por la boca de Patterson.

—Escuchad, mis jóvenes amigos: jamás olvidaré un ejemplo que viene en apoyo de mi tesis.

—¡Cítelo usted…! ¡Cítelo usted…! —dijeron todos.

—Allá voy… —prosiguió el señor Patterson inclinando un poco la cabeza hacia atrás—. Un sabio ictiólogo ha hecho, en lo que se refiere a la costumbre, una experiencia de las más concluyentes acerca de los peces. Poseía un vivero, y en este vivero una carpa, que pasaba en él su existencia libre de todo cuidado. Un día el referido sabio tuvo la idea de acostumbrar a la carpa a vivir fuera del agua. La sacó del vivero, primeramente durante algunos segundos, después durante algunos minutos… luego durante algunas horas…, al fin por algunos días, y el aventajado pez acabó por respirar al aire libre…

—¡Eso es inverosímil! —dijo Magnus Anders.

—El hecho sucedió —afirmó el señor Patterson—, y tiene un valor científico.

—Entonces —hizo observar Luis Clodión—, siguiendo ese procedimiento, ¿se acostumbraría el hombre a vivir bajo el agua?

—Es muy probable, mi querido Luis.

—Pero ¿se puede saber qué fue de la interesante carpa? —Preguntó Tony Renault—. ¿Vive todavía?

—No…, ha muerto después de servir para aquella magnífica experiencia —concluyó el señor Patterson—. Murió por accidente, y esto es, tal vez, lo más curioso del caso… Un día se cayó por descuido en el vivero y se ahogó… Sin esta torpeza, hubiera vivido cien años como sus congéneres.

En aquel momento se oyó esta orden:

—¡Todo el mundo a cubierta!

Estas palabras de Harry Markel interrumpieron al señor Patterson en el momento en que las aclamaciones iban a acoger su verídica historia; pero ninguno de los pasajeros renunciaba a asistir a las maniobras de aparejar.

El viento, débil brisa que venía del Nordeste, parecía bien establecido.

Ya estaban cuatro hombres en el cabrestante dispuestos a virar, y los pasajeros se colocaron en las barras para prestarles ayuda.

Por su parte, John Carpenter y varios marineros se ocupaban en largar las gavias, los foques, las velas bajas e izar después las vergas para amarrarlas.

—¡Largad! —ordenó un momento después Harry Markel.

Las últimas vueltas del cabrestante hicieron subir el ancla:

—¡Amarrad el ancla! —ordenó Harry Markel—. Poned después la proa al Sudoeste.

El Alerta comenzó a alejarse de Roberts-Cove, mientras los jóvenes pasajeros enarbolaban el pabellón británico y lo saludaban con entusiastas hurras.

El señor Horacio Patterson se encontraba entonces junto a Harry Markel ante la bitácora, y, después de declarar que al fin comenzaba el gran viaje, agregó:

—¡Grande y fructífero, capitán Paxton! Gracias a la generosidad de la señora Seymour, cada uno de nosotros recibirá una prima de setecientas libras al partir de la Barbada.

Harry Markel, que ignoraba en absoluto esta disposición, miró al señor Patterson, y después se alejó sin pronunciar palabra.

Eran las ocho y media. Los pasajeros distinguían aún las luces de Kinsale-Harbour.

En este momento, John Carpenter, acercándose a Harry Markel, le dijo:

—¿Es esta noche?

—¡Ni esta noche ni las otras…! —afirmó Harry Markel—. Cada uno de nuestros pasajeros valdrá setecientas libras más al regreso.