A LA VISTA DE TIERRA
Eran poco más de las siete cuando el Alerta abandonó la bahía de Cork, dejando a babor el promontorio de Roche-Pointe. El litoral del condado de Cork quedaba algunas millas al Oeste.
Antes de dirigir sus miradas sobre aquella inconmensurable extensión de mar sin límites, los pasajeros contemplaban las tierras altas, medio hundidas en la sombra, de la costa meridional de Irlanda. Instalados en la toldilla, miraban, no sin experimentar cierta emoción, natural a sus años. Apenas si habían conservado el recuerdo de las travesías anteriores cuando habían venido de las Antillas a Europa.
Sus vivas imaginaciones trabajaban pensando en aquel gran viaje que les conducía al país natal. En su pensamiento brotaban estas palabras mágicas: excursiones, exploraciones, aventuras, descubrimientos, que pertenecen al diccionario de los turistas. Los relatos que habían leído, sobre todo durante los últimos días pasados en la «Antilian School», se presentaban a su espíritu. Las lecturas de viajes que habían devorado, cuando aún no conocían el sitio a que iba destinado el Alerta… ¡Los atlas y mapas que habían hojeado…!
Ahora, aunque ya no ignoraban el objeto de aquel viaje, muy fácil y sencillo, estaban bajo la impresión causada por sus lecturas. Ellos seguían a los grandes descubridores en sus lejanas expediciones, se posesionaban de tierras nuevas, hincando en ellas el pabellón de su país. Ellos eran Cristóbal Colón en América, Vasco de Gama en las Indias, Magallanes en la Tierra del Fuego, Cartier en Canadá, Cook en las islas del Pacífico, Dumont d’Urville en Nueva Zelanda y en las comarcas antárticas, Livingston y Stanley en África, Hudson Parry y James Ross en las regiones del Polo Norte. Repetían, con Chateaubriand, que el globo terrestre es demasiado pequeño, puesto que se le ha dado la vuelta, y se lamentaban que este mundo no tuviese más que cinco partes, y no doce. Veíanse ya lejos…, muy lejos…, el Alerta aunque acabara de iniciar su travesía y navegase aún por aguas inglesas…
Por otra parte, cada uno de ellos hubiera sido feliz al saludar a su país en el momento de abandonar Europa; Luis Clodión y Tony Renault, a Francia; Niels Harboe y Axel Vickborn, a Dinamarca; Alberto Leuwen, a Holanda; Magnus Anders, a Suecia…; pero no había que pensar en ello. Únicamente Roger Hinsdale, John Howard y Hubert Perkins tendrían la satisfacción de enviar un adiós de despedida a aquella Irlanda que, con Gran Bretaña, forma el conjunto del Reino Unido.
A partir del día siguiente, después de haber franqueado el canal de San Jorge, ellos no encontrarían un continente, ni una sola isla antes de llegar a los mares de América, donde cada cual hallaría algo de lo que dejaba en Europa.
Como se verá, transcurriría algún tiempo sin que las costas británicas desapareciesen en el horizonte.
En efecto: el viento que acababa de levantarse había permitido al Alerta abandonar la ensenada de Farmar; pero, como era de temer, aquel viento de la parte de tierra, sin fuerza ni duración, moría a algunas millas en alta mar.
Para tomar dirección, al salir al canal de San Jorge el Alerta debía poner la proa al Sudoeste, y esto es lo que seguramente hubiera hecho el capitán Paxton, y de poder avanzar un centenar de millas, tal vez hubiera encontrado el viento reinante en plena mar. Pero no era ésta la intención de Harry Markel; al salir del canal tomaría la dirección Sur.
Alejarse lo más posible de la costa durante la noche hubiera favorecido sus abominables proyectos. Pero el mar estaba en calma. Ni el más ligero movimiento en la superficie. El mar de Irlanda vertía tranquilamente sus aguas en el océano Atlántico.
Síguese de aquí que el Alerta permanecía tan inmóvil como lo hubiera estado entre las riberas de un lago o de un río. Efecto del abrigo que prestaba la tierra, no se sentía a bordo el más ligero balanceo, por lo que el señor Horacio Patterson se felicitaba, pensando que así tendría tiempo para aclimatarse.
Los pasajeros tomaban el caso con paciencia. ¿Cómo remediarlo? Pero ¡qué inquietud les causaba a Harry Markel y a su gente la proximidad de la tierra! Siempre era de temer que un aviso del Estado fuese a la desembocadura del canal de San Jorge con orden de visitar todos los barcos que saliesen de la bahía de Cork.
A esta inquietud mezclábase también la cólera. Harry Markel se preguntaba si podría impedir que esta cólera se manifestase. Corty y los demás mostraban unas caras que tal vez acabarían por asustar a los pasajeros.
En vano John Carpenter y el capitán procuraban calmarles. Tal excitación no hubiera podido ser explicada por la contrariedad del mal tiempo. El retraso era lamentable para el señor Patterson y sus jóvenes compañeros, pero no para marineros indiferentes a todos estos accidentes del mar. Harry Markel y John Carpenter hablaban paseándose por el puente del navío. John Carpenter dijo:
—Veamos, Harry, la noche se acerca. ¿Será imposible hacer a una o dos millas de la costa lo que hemos hecho en la ensenada de Farmar, desembarazándonos de la gente del Alerta? Me parece que la operación era más arriesgada en la bahía de Cork.
—Olvidas, John, que no podíamos hacer otra cosa, puesto que era preciso apoderarse del navío a toda costa —contestó Harry Markel.
—Pues bien, Harry, cuando los pasajeros estén dormidos en sus camarotes, ¿quién nos impide acabar con ellos?
—¿Quién nos lo impedirá, John?
—Sí —respondió John Carpenter—. Ahora están a bordo… El Alerta ha salido de la bahía… Creo que nadie vendrá a visitarnos aquí.
—¿Nadie? —replicó Harry Markel—. ¿Estás seguro de que al saberse en Queenstown por los semáforos que el barco está detenido por la calma no vendrán algunos amigos para darles el último adiós? ¿Y que ocurriría si no se les encontraba a bordo?
—Confiesa, Harry, que eso no es probable.
Tal vez no lo era. Si el Alerta estaba al siguiente día cerca de tierra, ¿por qué no había de ser visitado por alguna embarcación de paseantes? Sin embargo, los compañeros de Harry Markel no parecía que debían temerlo. Y la noche no acabaría sin traer el desenlace de aquel espantoso drama.
La tarde avanzaba, y su frescura hacía descansar de los enervantes calores del día. Pasadas las ocho el sol se hundió en un horizonte sin nubes, y nada permitía creer en un cambio próximo en el estado atmosférico.
Los jóvenes estudiantes se habían reunido en la toldilla, con poca prisa de descender al comedor. Después de darles las buenas noches, el señor Patterson se retiró a su camarote y procedió minuciosamente a su tocado de noche. Se desnudó metódicamente, colocó sus ropas en el lugar que habían de ocupar durante el viaje, cubrióse con un gorro de seda negra y se tendió en el catre. Su último pensamiento, antes de dormirse, fue éste:
«¡Excelente señora de Patterson! Mi última precaución le ha causado alguna pena… ¡Pero era preciso obrar como hombre prudente, y todo será reparado al regreso…!».
Entretanto, si la calma del mar igualaba a la del espacio, el Alerta sufría siempre la acción de las corrientes, muy pronunciadas a la entrada del canal de San Jorge. La marea de alta mar tendía a acercarse a tierra. Harry Markel por nada del mundo hubiera querido ser arrastrado más al Norte hasta el mar de Irlanda.
Por otra parte, si el Alerta naufragaba en el litoral, aunque el salvamento no hubiera ofrecido dificultad en un mar tan tranquilo, ¡qué situación para los fugitivos, obligados a ir a tierra en el momento en que la policía debía de practicar sus pesquisas en los alrededores de Queenstown y de Cork…!
Aparte de esto, numerosos barcos se encontraban a la vista del Alerta, un centenar por lo menos; veleros que no podían alcanzar el puerto. Sin duda, al siguiente día estarían allí, pues la mayor parte habían anclado para aguantar la marea de la noche.
A las diez el Alerta no distaba de la costa más que media milla. Había derivado un poco al Oeste. Harry Markel creyó oportuno anclar y llamó a su gente.
Cuando Luis Clodión, Roger Hinsdale y los demás le oyeron, se apresuraron a abandonar la toldilla.
—¿Va usted a anclar, capitán Paxton? —preguntó Tony Renault.
—En este mismo momento —contestó Harry Markel—. La marea toma fuerza… Estamos demasiado cerca de tierra y corremos el riesgo de naufragar.
—¿De modo que no hay síntomas de que el viento se levante? —preguntó Roger Hinsdale.
—No.
—Esto va poniéndose fastidioso —dijo Niels.
—Muy fastidioso.
—En alta mar es posible que el viento se levante —dijo Magnus Anders.
—Estaremos prestos para aprovecharlo, pues el Alerta no echará más que un ancla —respondió Harry Markel.
—En ese caso, prevénganos usted, capitán, para ayudar a aparejar —dijo Tony Renault.
—Se lo prometo a ustedes.
—Sí… ¡Se les despertará a tiempo! —murmuró irónicamente John Carpenter.
Se dispuso que el Alerta echase el ancla a un cuarto de milla de la costa. Enviada a fondo el ancla de babor, el Alerta presentó la popa al litoral.
Terminada la operación, los pasajeros se retiraron a sus camarotes, donde no tardaron en caer todos en profundo sueño.
¿Qué iba a hacer Harry Markel? ¿Cedería a los deseos de la tripulación? ¿Se efectuaría la matanza aquella misma noche? ¿No mandaba la prudencia aguardar circunstancias más favorables? Evidentemente, puesto que el Alerta, en vez de estar solo en los parajes de Roberts-Cove, como lo había estado en la ensenada de Farmar, se encontraba en medio de numerosos navíos inmóviles, a la entrada Oeste del canal de San Jorge. La mayor parte, siguiendo el ejemplo del Alerta, habían anclado, a fin de resistir la marea que les empujaba hacia la costa. Había dos o tres que estaban a medio cable, lo más, del tres mástiles. ¿Cómo atreverse a arrojar al agua a los pasajeros? Aunque fuese fácil sorprenderles en lo más profundo de su sueño, ¿no procurarían defenderse, no pedirían socorro, y sus gritos no serían oídos por los hombres de cuarto de los otros barcos?
Esto es lo que, no sin trabajo, Harry Markel hizo comprender a John Carpenter, a Corty y a todos aquellos miserables que deseaban terminar cuanto antes con aquellos intrusos. De estar el Alerta a sólo cuatro o cinco millas en alta mar, no había duda de que aquella noche hubiera sido la última para Horacio Patterson y los jóvenes premiados de la «Antilian School».
El siguiente día, a las cinco, Luis Clodión, Roger Hinsdale y sus compañeros iban y venían por la toldilla, mientras que, menos impaciente, menos vivo, el señor Patterson continuaba en su catre.
Ni Harry Markel ni el contramaestre se habían levantado aún. Su conversación se había prolongado hasta muy avanzada la noche. Esperaban la llegada del viento, que no sopló ni de tierra ni de alta mar. De haber el suficiente para inflar las velas altas, no hubieran ellos dudado en levar el ancla, cuidando de no despertar a los pasajeros, y se hubieran apartado de la flotilla que les rodeaba. Pero a las cuatro de la mañana, baja la marea y dispuesta a subir, habían tenido que renunciar a toda esperanza de alejarse de Roberts-Cove, y se retiraron, el uno a su camarote, bajo la toldilla, y el otro al suyo, junto al puesto de la tripulación, a fin de dormir durante algunas horas.
Los jóvenes no encontraron, pues, más que a Corty en la popa, mientras que dos marineros hacían el cuarto en la proa.
Dirigieron a aquel hombre la única pregunta que tenían que hacer.
—¿Y el tiempo?
—Demasiado bueno.
—¿Y el viento?
—No hay ni para apagar una cerilla.
El sol se desbordaba en el horizonte en medio de la bruma formada por cálidos vapores; brumas que se disiparon casi enseguida resplandeciendo el mar bajo los primeros rayos matutinos.
A las siete, Harry Markel, al abrir la puerta de su camarote, se encontró con el señor Patterson, que salía del suyo. Por una parte hubo un amable «buenos días», y por la otra una simple inclinación de cabeza.
El señor Patterson subió a la toldilla, donde encontró a su gente.
—Y bien —exclamó—, ¿es hoy cuando vamos a cortar con nuestra ardiente proa la inmensidad líquida?
—Más bien temo que vamos a perder el día, señor Patterson —respondió Roger Hinsdale, mostrando el mar en calma.
—Entonces, al llegar la noche podré exclamar como Tito: diem perdidi…
—Sin duda —respondió Luis Clodión—; pero Tito lo decía por no haber podido hacer el bien, y nosotros lo diremos por no haber podido partir.
En este momento Harry Markel y John Carpenter, que hablaban en la parte de proa, fueron interrumpidos por Corty, que les dijo en voz baja:
—Tengamos cuidado…
—¿Qué ocurre? —preguntó el contramaestre.
—Mirad…, pero no os mostréis… —contestó Corty, señalando con el dedo una parte de la costa dominada por altos derrumbaderos. Sobre la cresta avanzaban unos veinte hombres. Circulaban, observaban, tanto por la parte de tierra como por la parte del mar.
—Son los agentes de la policía —dijo Corty.
—Sí —afirmó Harry Markel.
—¡Y yo sé lo que buscan! —añadió Carpenter.
—¡Todo el mundo a su puesto! —ordenó Harry Markel—; y no nos dejemos ver.
Los marineros bajaron enseguida.
Harry Markel y los otros dos continuaron en el puente, aproximándose al empalletado de babor para no ser vistos, mientras espiaban a los agentes.
Era, en efecto, una escuadra de agentes en persecución de los fugitivos.
Después de haber registrado inútilmente el puerto y la ciudad, proseguían sus pesquisas a lo largo del litoral, y pareció que examinaban el Alerta con particular atención.
Pero no podía suponerse que los agentes pensaran que la banda de Harry Markel se hubiera refugiado a bordo del tres mástiles después de apoderarse de él la víspera en la ensenada de Farmar. Además, había tantos navíos en Roberts-Cove, que hubiera resultado imposible visitarlos todos. Verdad que no se trataba más que de los barcos salidos de la bahía de Cork durante la noche, y los agentes no debían ignorar que el Alerta era uno de ellos.
La cuestión era saber si iban a bajar a la playa y hacerse conducir a bordo en una barca de pescadores.
Harry Markel y sus compañeros esperaban con ansiedad fácil de comprender.
La atención de los pasajeros había sido atraída por la presencia de aquellos agentes, cuyo uniforme reconocieron. Seguramente no trataban de dar un simple paseo por la cresta del derrumbadero. Aquellos agentes efectuaban algunas investigaciones en los alrededores de Cork y de Queenstown y vigilaban el litoral. Tal vez querían impedir algún desembarco sospechoso de contrabando.
—Sí…, son agentes de policía —dijo Axel Vickborn.
—Y armados de revólveres —aseguró Hubert Perkins, después de observarles con el anteojo.
La distancia que separaba el Alerta del derrumbadero era, a lo más, de doscientas toesas; de suerte que, si desde a bordo se distinguía perfectamente cuanto pasaba en tierra, desde ésta se vería de igual modo lo que ocurría a bordo; y ésta circunstancia causaba grandes temores a Harry Markel; temores que hubieran desaparecido de no estar el navío a un cuarto de milla. Con un anteojo el jefe de los agentes les reconocería sin trabajo, y ya se supone lo que sucedería después. El Alerta no podía moverse, y además la marea le hubiera empujado hacia la costa. En cuanto a arrojarse en los botes de a bordo, en cualquier sitio que hubieran desembarcado Harry Markel y sus compañeros seguramente habrían sido atrapados. Así es que no se mostraban, ocultándose los unos en el puesto, los otros tras el empalletado, procurando no despertar las sospechas de los jóvenes pasajeros.
Pero ¿cómo podían éstos sospechar que habían caído en manos de los fugitivos de Queenstown?
Tony Renault, en son de broma, declaró que no se trataba de pesquisas efectuadas por la policía.
—Esos bravos agentes han sido enviados ahí para ver si el Alerta ha podido aparejar, a fin de anunciar su partida a nuestra familias.
—¿Te burlas? —le preguntó John Howard, que tomó la observación en serio.
—No, John, no. Vamos a preguntárselo al capitán Paxton.
Todos descendieron sobre el puente y ganaron la proa del barco.
Harry Markel, John Carpenter y Corty les vieron venir, no sin alguna inquietud. No podían ordenarles permanecer en la toldilla, ni negarse a contestar a sus preguntas.
Luis Clodión tomó la palabra.
—¿Ha visto usted ese grupo sobre el derrumbadero, capitán Paxton?
—Sí —respondió Harry Markel—, e ignoro qué buscan esos hombres en tal sitio.
—¡Es que no parecen observar al Alerta! —añadió Alberto Leuwen.
—No más al Alerta que a los otros barcos —respondió John Carpenter.
—Pero ¿no son agentes de policía?
—Así lo creo —respondió Harry Markel.
—¿Buscarán a algunos malhechores? —añadió Luis Clodión.
—¿Malhechores? —respondió el contramaestre.
—Sin duda —prosiguió Luis Clodión—. ¿No han oído ustedes que los piratas del Halifax, después de haber sido presos en los mares del Pacífico, han sido conducidos a Inglaterra, a Queenstown, para ser juzgados, y que han conseguido huir de la cárcel?
—Lo ignoramos —declaró John Carpenter con el tono más natural e indiferente.
—Anteayer, a nuestra llegada —dijo Hubert Perkins—, al desembarcar del paquebote, no hemos oído hablar de otra cosa.
—Es posible —respondió Harry Markel—; pero ni anteayer ni ayer hemos abandonado el barco un instante, y no estamos al corriente de esos sucesos.
—Pero —preguntó Luis Clodión—, ¿no han oído ustedes decir que la tripulación del Halifax había, sido conducida de nuevo a Europa?
—En efecto —repuso John Carpenter, que no quiso pasar por más ignorante que lo preciso—; pero no sabíamos que esa gente se hubiera escapado de la prisión de Queenstown.
—Pues esa fuga se ha efectuado —aseguró Roger Hinsdale— la víspera del día en que esos miserables iban a ser juzgados…
—¡Y condenados después! —Exclamó Tony Renault—. Es de esperar que la policía consiga encontrar su pista.
—Y que ellos no escapen al castigo que se merecen por sus abominables crímenes —añadió Luis Clodión.
—Así es de esperar —se limitó a responder Harry Markel.
Pronto tuvieron fin los temores tan justamente sentidos por Harry Markel y sus compinches. Después de detenerse un cuarto de hora en la cresta del derrumbadero, los agentes continuaron por la misma en dirección Sudoeste, no tardando en desaparecer; lo que hizo murmurar a Corty:
—¡Al fin… respiro!
—Conformes —respondió Carpenter—; pero si los agentes han venido, ¡al viento se lo ha llevado el diablo! Si no se levanta por la tarde será preciso que a la noche salgamos de aquí, sea como sea.
—Lo haremos, ¿no es verdad, Harry? —Preguntó Corty—. Nuestras barcas remolcarán al Alerta, los pasajeros no nos negarán su ayuda y remarán con nosotros.
—Bien —dijo el contramaestre—; cuando la corriente nos lleve a tres o cuatro millas de tierra, no correremos tantos peligros como aquí.
—Y haremos lo que nos quede por hacer —concluyó Corty.
En este instante se oyó un grito… lanzado por uno de los jóvenes… Sus compañeros y él, inclinados sobre la batayola, mostraban con el dedo un bulto que flotaba a tres cables del navío.
—¡Un hombre muerto! —exclamó el señor Horacio Patterson.
Hubiera podido decir un hombre ahogado, herido de una puñalada antes de caer al mar, y cuyos vestidos estaban aún rojos de sangre.
Era el cadáver de uno de los marineros asesinados la antevíspera a bordo del Alerta. Había subido a la superficie, y no tardaría en desaparecer en las profundidades del mar.