VII

EL «ALERTA»

El Alerta, barco de tres mástiles, de 450 toneladas, construido, como se ha dicho, en los talleres de Birkenhead, revestido de cobre, luciendo el pabellón británico, se preparaba para emprender su tercer viaje.

Después de haber franqueado el Atlántico, doblado la punta de África y recorrido el océano índico durante sus dos primeras travesías, iba esta vez a poner la proa al Sudoeste, con destino a las Antillas y por cuenta de la señora Seymour.

El Alerta, de buena andadura y poseyendo las notables condiciones de esos clippers de gran velocidad, no emplearía más de tres semanas en cubrir la distancia que separa a Irlanda de las Antillas, si la calma no le ocasionaba algún retraso.

Desde su primer viaje, el Alerta había tenido por jefe al capitán Paxton, por segundo al teniente Davis y por tripulantes nueve hombres, personal suficiente para la maniobra de un velero de aquel tonelaje. En su segunda travesía, de Liverpool a Calcuta, aquel personal no había sido modificado: los mismos oficiales y los mismos marineros. Tal sería también para la nueva campaña entre Europa y América.

Se concedería plena confianza al capitán Paxton, excelente marino, concienzudo y prudente, y del que se habían dado los mejores informes a la señora Seymour. Los jóvenes pensionistas y su encargado encontrarían a bordo del Alerta cuanta comodidad y seguridad podían desear sus familias. La ida y la vuelta se efectuarían durante la buena estación, y la ausencia de los nueve alumnos de la «Antilian School» no debía durar más de dos meses y medio.

Por desgracia, el Alerta no estaba bajo el mando del capitán Paxton. Sus tripulantes acababan de ser asesinados en la ensenada de Farmar. El navío estaba en manos de la banda de piratas del Halifax.

Al amanecer, Harry Markel y John Carpenter examinaron detalladamente el barco de que se habían apoderado. Al primer golpe de vista reconocieron sus cualidades náuticas: finura de formas, excelente trazado de sus líneas de agua, lanzamiento de proa, altura de arboladura, ancho cruzamen de sus vergas y profundidad de su cala, que le permitía desplegar mucho velamen. Seguramente aun con poco viento, de partir el barco la víspera a las nueve, habría franqueado el canal de San Jorge durante la noche, y al alba habría estado a 30 millas de las costas de Irlanda.

Al alba, el cielo se mostró siempre cubierto de aquellas nubes bajas, bruma más bien, que el viento hubiera disipado en pocos minutos. Los vapores y el agua se confundían a menos de tres cables del Alerta. Era dudoso que, a falta de viento, aquella húmeda bruma se fundiera cuando el sol tomara más fuerza. Además, siendo imposible aparejar, Harry Markel debía preferir que la bruma persistiese, haciendo invisible el barco.

No ocurrió así, a las siete, y sin que se sintiese el más leve soplo de viento ni de tierra ni de alta mar, aquellos vapores empezaron a aclararse bajo la influencia de los rayos solares, lo que anunciaba un día caluroso, que la brisa no refrescaría. Bien pronto la bahía se vio completamente libre de brumas.

Entonces apareció a dos millas de la ensenada de Farmar el panorama del puerto y, más al fondo, las primeras casas de la ciudad. En el puerto se veían numerosos veleros, anclados aquí y allá, la mayor parte imposibilitados de darse a la vela por falta de viento.

Mientras el Alerta estaba perdido en la bruma, Harry Markel y sus compañeros no corrían peligro permaneciendo a bordo. Pero cuando empezó a disiparse, ¿no hubiera sido prudente desembarcar y refugiarse en tierra? Dentro de una o dos horas, llegarían los pasajeros del Alerta, puesto que, según los informes recogidos la víspera, los viajeros acababan de llegar a Queenstown. ¿Tendrían tiempo de escapar Harry Markel y los suyos, cuando los pensionados y su mentor alcanzaran la ensenada?

John Carpenter, Corty y los demás estaban en aquel momento reunidos en torno de Harry Markel, no esperando más que una orden suya para embarcar algunas provisiones en la canoa. Con algunos golpes de remo tocarían en una arenosa playa situada en el fondo de la ensenada.

Pero a la pregunta que le hizo el contramaestre, Harry Markel respondió:

—Continuemos a bordo.

Como su gente confiaba en él, nadie preguntó más. Sin duda Harry Markel tenía sus razones para hablar del modo que lo había hecho.

Entretanto, la bahía presentaba cierta animación. A falta de veleros, varios steamers se preparaban a levar anclas. Cinco o seis chalupas de vapor iban del uno al otro, dejando tras sí ancha estela. Ninguna se dirigía hacia la ensenada de Farmar. Nada había que temer a bordo del Alerta.

Cierto que hacia las ocho hubo que tener precaución. Un steamer acababa de penetrar en la bahía y se encontraba a la entrada de la ensenada de Farmar, cuando apoyó sobre estribor, como si buscase un sitio de anclaje en la proximidad del Alerta. ¿Tenía el steamer la intención de anclar en aquel sitio, y era por algunas horas o por algunos días? Seguramente las barcas del puerto no tardarían en acercarse a él, y esto pudiera traer molestas consecuencias para Harry Markel y sus compañeros.

El barco, que ostentaba el pabellón británico, era uno de esos grandes cargo-boats que, después de haber llevado carbón a las colonias inglesas, vuelven con cargamento de trigo o de níquel. Se había aproximado después de pasar la punta de la ensenada, caminando a pequeña velocidad. Harry Markel se preguntó si iba a detenerse o si evolucionaría para embocar la ensenada de Farmar.

El Concordia (bien pronto se pudo leer su nombre en la proa) no pretendía seguramente ganar en línea recta el puerto de Queenstown. Al contrario, se aproximó al Alerta. Nada indicaba que hiciese sus preparativos para anclar en aquel sitio. ¿Qué quería el capitán del Concordia y para qué aquella maniobra? ¿Había reconocido al Alerta o leído su nombre en la tabla de popa? ¿Había tenido relaciones con el capitán Paxton y deseaba comunicarse con él? ¿Iba a lanzar al mar uno de sus botes y venir a bordo del Alerta?

Fácilmente se comprenderá la inquietud que se apoderó de Harry Markel, John Carpenter, Corty y sus cómplices. Decididamente hubiera sido mejor abandonar el navío durante la noche, puesto que no había podido darse a la vela, dispersarse por el campo y esperar en parte del condado más segura que los alrededores de Queenstown, donde la policía debía de estar en persecución de los fugitivos.

Ahora ya era tarde.

Harry Markel tomó la precaución de no mostrarse en la toldilla.

El Alerta fue interpelado de este modo por uno de los marineros del Concordia.

—¡En…! ¿Está a bordo el capitán?

Harry Markel no se apresuró a contestar. No había duda que se referían al capitán Paxton. Pero enseguida el portavoz llevó al Alerta esta segunda pregunta:

—¿Quién manda el Alerta?

Evidentemente, no se conocía del tres mástiles más que su nombre pintado en la popa, y no se sabía quién lo mandaba.

Así, pues, hasta cierto punto, Harry Markel debía tranquilizarse, y como la prolongación del silencio hubiera sido sospechosa, él preguntó a su vez, después de haber subido a la toldilla:

—¿Quién manda el Concordia?

—¡El capitán James Brown! —contestó el mismo oficial, de pie en el puente, y fácil de reconocer por el uniforme.

—¿Qué desea el capitán James Brown? —preguntó Harry Markel.

—Saber si el níquel está en alza o en baja en Cork…

—Decid que en baja, y se marchará sin duda —apuntó Corty.

—En baja —respondió Harry Markel.

—¿Cuánto?

—Tres chelines y seis peniques —apuntó de nuevo Corty.

—Tres chelines y seis peniques —repitió Harry.

—Entonces nada tenemos que hacer aquí —respondió James Brown—. Gracias, capitán.

—A vuestras órdenes.

—¿Tenéis algún encargo para Liverpool?

—No…

—¡Buen viaje al Alerta!

—¡Buen viaje al Concordia!

Obtenidos aquellos informes, el steamer maniobró para salir de la ensenada de Farmar. Cuando estuvo fuera aumentó su velocidad, y, proa al Nordeste, tomó la dirección de Liverpool.

En este momento John Carpenter hizo esta reflexión muy natural:

—En prueba de agradecimiento por haberle informado tan exactamente sobre el valor del níquel, el capitán del Concordia hubiera debido remolcarnos y hacernos salir de esta maldita bahía…

Ahora, aunque el viento se levantara, era ya demasiado tarde para aprovecharlo. Había mucho movimiento entre Queenstown y el canal. Varias barcas de pesca iban y venían, y algunas se disponían precisamente a tender sus redes al otro lado de la punta y a algunos cables del navío. Harry Markel y sus compañeros no se mostraban por prudencia. Si el Alerta hubiera aparejado antes de la llegada de los pasajeros, que eran esperados de un momento a otro, esta inexplicable partida hubiera parecido sospechosa. Lo mejor era no darse a la vela antes de la noche, admitiendo que esto fuera posible.

La situación era de las más peligrosas; se aproximaba el momento en que el mentor y sus jóvenes compañeros de viaje irían a bordo del Alerta.

No hay que olvidar que la partida había sido señalada para el día 30 de junio por la señora Seymour; de acuerdo con el director de la «Antilian School». Se estaba a día 30 de junio. El señor Patterson, desembarcado la víspera por la tarde, no querría retrasarse. Hombre tan minucioso como exacto, no se daría la satisfacción de visitar ni a Cok ni a Queenstown, aunque no conociese ninguna de estas dos ciudades. Después de una buena noche, durante la que se habría recobrado de las fatigas de la travesía, él se levantaría, despertaría a todo el mundo, iría al puerto, donde se le indicaría el lugar de anclaje del Alerta, y una barca le sería ofrecida para conducirle a bordo.

Aunque no conociese al señor Patterson, las anteriores reflexiones se presentaban naturalmente a la imaginación de Harry Markel. Cuidando de no mostrarse en la toldilla para no ser visto por los pescadores, no dejaba de vigilar atentamente la bahía.

A través de una de las ventanas del cuarto, Corty, por su parte, con un catalejo ante los ojos, observaba todo el movimiento del puerto del que distinguía perfectamente los muelles y las casas a aquella distancia de dos millas.

El cielo se había despejado. El sol subía sobre un horizonte muy puro, cuyas últimas brumas había disipado. Pero no había ni asomo de viento, y las señales de los semáforos indicaban calma completa en plena mar.

—Decididamente, prisión por prisión, tanto valía la de Queenstown. De allí, al menos, pudimos escapar, mientras que de aquí… lo veo muy difícil.

—Esperemos —respondió Harry Markel.

Un poco antes de las diez y media Corty reapareció en la puerta de la toldilla, y dijo:

—Me parece ver una canoa que lleva unas diez personas y que acaba de abandonar el puerto.

—¡Esa debe de ser la canoa que nos trae a los pasajeros! —exclamó el contramaestre.

Harry Markel y él entraron enseguida en el cuarto y dirigieron sus anteojos a la barca indicada por Corty.

Bien pronto no hubo duda de que se dirigía al Alerta, ayudada por la corriente de la marea baja. Era conducida por dos marineros; otro iba al timón. En medio y a popa estaban sentadas unas diez personas, entre las que se veían baúles y maletas. Había motivo para creer que eran los pasajeros del Alerta que se dirigían a bordo.

¡Momento decisivo y en el que tal vez iba a derrumbarse el edificio construido por Harry Markel!

Todo descansaba en la eventualidad de que el señor Patterson o alguno de los jóvenes conociesen al capitán Paxton. Esto no parecía probable, y sobre ello fundaba Harry Markel la ejecución de su proyecto. Pero ¿no podía suceder que el capitán del Alerta fuera conocido de los marineros del puerto que guiaban la embarcación? ¿Qué dirían cuando Harry Markel se presentase a ellos en lugar del capitán Paxton?

Sin embargo, preciso era tener en cuenta que el Alerta hacía escala por vez primera en el puerto de Queenstown, o, mejor dicho, en la bahía de Cork. Seguramente, su capitán había ido a tierra para llenar las formalidades impuestas a todo navío, tanto a la llegada como a la partida; pero podía admitirse, sin aventurarse demasiado, que los marineros de la canoa no le hubiesen encontrado en Queenstown.

—En todo caso —dijo John Carpenter, finalizando la conversación que acababa de sostener con sus compañeros sobre este asunto—, no dejemos a esos hombres subir a bordo.

—¡Cada uno a su puesto! —mandó Harry Markel.

Y ante todo tomó la precaución de hacer desaparecer la canoa, de la que se habían apoderado la víspera y que les había conducido a la ensenada de Farmar. Los botes del Alerta les bastarían si querían huir. Algunos hachazos desfondaron la canoa, que se hundió.

Enseguida Corty se dirigió a proa, dispuesto a echar una amarra cuando la canoa llegase.

—¡Vamos a correr buen peligro! —dijo John Carpenter a Harry Markel.

—¡Hemos corrido y correremos otros muchos!

—¡Y siempre hemos salido bien, Harry! Después de todo, a nadie le ahorcan dos veces… Verdad que con una basta…

Mientras tanto la barca se aproximaba, manteniéndose a corta distancia del litoral. Estaba a un centenar de toesas, y se distinguía perfectamente a los pasajeros.

La cuestión quedaría, pues, resuelta en algunos instantes. Si las cosas marchaban como esperaba Harry Markel; si la desaparición del capitán Paxton no era advertida, él obraría según las circunstancias. Después de recibir a los pensionados de la señora Seymour como debían serlo, como lo hubiera hecho el capitán Paxton, procedería a su instalación, y esto, sin duda, les ocuparía todo el día, sin que tuviesen el pensamiento de abandonar el barco.

Pero también podía suceder que, viendo que por falta de viento el Alerta no podía levar anclas, el señor Patterson y los jóvenes pidieran que se les volviese a conducir a Queenstown. Seguramente no habían tenido tiempo de visitar ni la ciudad industrial ni la ciudad marítima, y era posible que hiciesen la proposición. En esto había un verdadero peligro, que era preciso evitar. Después de haber dejado a los pasajeros a bordo, la canoa que les había conducido volvería al puerto, donde no podrían volver los pensionados más que en un bote del Alerta, conducido por dos o tres de los hombres de Harry Markel.

Y bien; ¿no era de temer que los agentes de policía, después de registrar inútilmente las tabernas del barrio, continuasen sus pesquisas en las calles y en los muelles? Conque uno de los fugitivos fuera reconocido, todo quedaría descubierto. Una chalupa de vapor se dirigiría inmediatamente a la ensenada de Farmar, los agentes tomarían posesión del Alerta y toda la banda caería en su poder.

Así es que, una vez a bordo, no se permitiría desembarcar a los pasajeros, aunque el retraso se prolongase algunos días. Además, desde la próxima noche, ¡quién sabe si Harry no lograría desembarazarse de ellos como del capitán Paxton y sus hombres!

Harry Markel hizo entonces las últimas recomendaciones, que sus compañeros no debían olvidar: no eran los tripulantes del Halifax, los escapados de la cárcel de Queenstown. Eran los marineros del Alerta, por aquel día al menos. Pondrían cuidado en contenerse, en no pronunciar una palabra imprudente, en adoptar el aspecto de honrados marineros, en hacer honor a aquella generosa señora Seymour. Todos comprendieron perfectamente el papel que tenían que representar.

Hasta el momento en que la barca se alejase nuevamente, se dio orden de mostrarse lo menos posible… Permanecerían en el puesto. El contramaestre y Corty bastarían para el embarque de equipajes e instalación de los pasajeros.

El almuerzo sería servido en el comedor: un buen almuerzo, suministrado por la despensa del Alerta y confeccionado por Ranyah Cogh, que se proponía asombrar con su talento culinario.

Era llegado el momento de hacer lo que hubieran hecho el capitán Paxton y su gente. La barca estaba a algunas toesas, y Harry Markel avanzó hacia la escala de estribor. Vestía el uniforme del desdichado capitán, y sus compañeros los trajes que habían encontrado en el puesto. La barca llegó junto al Alerta, y Corty envió una amarra, que fue cogida y arrollada a proa.

Tony Renault y Magnus Anders se izaron los primeros por la escala de cuerda y saltaron sobre el puente. Los demás les siguieron. Después le llegó el turno al señor Patterson, al que John Carpenter ayudó.

Ocupáronse enseguida en transportar los equipajes, sencillas maletas de poco peso y volumen. La operación fue breve. Los marineros de la canoa no subieron a bordo; el señor Patterson les había contratado antes, y, bien gratificados, volvieron a tomar la dirección del puerto.

Horacio Patterson, siempre correcto, se inclinó diciendo:

—¿El capitán Paxton?

—Yo soy, caballero —contestó Harry Markel.

El señor Patterson hizo un segundo saludo, y añadió:

—Capitán Paxton, tengo el honor de presentar a usted a los pensionados de la «Antilian School»… y de ofrecerle la seguridad de mi más distinguida consideración y de mis más respetuosos homenajes…

—Firmado: Horacio Patterson —murmuró al oído de Luis Clodión aquel diablo de Tony Renault, que saludó, lo mismo que sus compañeros, al capitán del Alerta.