VI

DUEÑOS DE A BORDO

El golpe había sido dado. Esta primera parte del drama se había cumplido en todo su horror y en condiciones de extraordinaria audacia.

Después de haber sido dueño del Halifax Harry Markel, lo era del Alerta. Nadie podría sospechar el drama que acababa de desarrollarse; nadie podría denunciar el crimen cometido en uno de los puertos más frecuentados del Reino Unido, a la entrada de la bahía de Cork, donde hacen escala los numerosos navíos que ponen en comunicación Europa y América.

Al presente, aquellos malhechores nada tenían ya que temer de la policía inglesa. Esta no iría a capturarles a bordo del Alerta. Podían volver a ejercer la piratería por los lejanos parajes del Pacífico. No había más que levar el ancla, hacerse mar adentro, y transcurridas algunas horas estarían fuera del canal de San Jorge.

Cuando los pensionistas de la «Antilian School» llegasen para embarcar en el Alerta en la mañana del siguiente día, el navío no estaría en su sitio, y en vano se le buscaría en la bahía de Cork o en el puerto de Queenstown.

Y conocida la desaparición, ¿cómo explicarla? ¿Qué hipótesis serían formuladas? ¿Se había visto el capitán Paxton en la necesidad de darse a la vela sin aguardar a sus pasajeros? Pero ¿por qué razón? El mal tiempo no había obligado al Alerta a abandonar la ensenada de Farmar… En las inmediaciones de la bahía apenas se hacía sentir la brisa de alta mar. Los barcos de vela estaban allí en calma. Desde hacía cuarenta y ocho horas sólo algunos steamers habían podido entrar o salir. La víspera el Alerta había sido visto en aquel sitio, y era de todo punto inverosímil suponer que durante la noche hubiera sido abordado, pereciendo en el choque sin dejar rastro.

Era de creer que la verdad no sería conocida tan pronto, que tal vez no lo sería nunca, a menos que algún cadáver encontrado en alguna playa no viniese a revelar el misterio de aquella espantosa matanza.

A Harry Markel le importaba abandonar lo antes posible la ensenada de Farmar. Si las circunstancias le favorecían, al salir del canal de San Jorge, en lugar de poner la proa al Sudoeste, en dirección a las Antillas, el Alerta pondría la proa al Sur, y Harry Markel cuidaría de mantenerse alejado de toda tierra, y apartarse de las rutas marítimas de ordinario seguidas por los barcos que descienden hacia el Ecuador. En estas condiciones su avance le evitaría ser cogido, en caso de que se enviase un barco para darle caza. Nada, por lo demás, autorizaba para pensar que el capitán Paxton y su tripulación no estuviesen a bordo del navío fletado por la señora Seymour. Las razones por las que se había dado a la vela no se sabrían, y lo mejor sería esperar algunos días.

Harry Markel tenía todas las probabilidades a su favor. Los nueve hombres bastarían para la maniobra del Alerta. Eran, como se ha dicho, buenos marineros, que tenían en su capitán una confianza absoluta y merecida.

Todo, pues, se concertaba para asegurar el buen éxito de aquella empresa. Transcurridos algunos días y no habiendo reaparecido el navío en la bahía de Cork, las autoridades pensarían que, después de haberse dado a la mar, por razones desconocidas, había naufragado en pleno Atlántico. Jamás se le ocurriría a nadie que los fugados de la cárcel de Queenstown se hubieran apoderado del barco. La policía continuaría sus pesquisas, extendiéndolas a los alrededores de la ciudad. El condado sería sometido a minuciosa vigilancia. Se daría la señal de alarma en el campo; pero la banda no sería capturada.

Cierto que la situación iba a agravarse, porque las circunstancias no se prestaban a aparejar inmediatamente. El tiempo no se había modificado, ni había señales de ello. Siempre la espesa bruma, que caía lentamente de las zonas bajas del cielo. Las nubes, inmóviles, parecían tocar la superficie del mar. En algunos momentos no se veía ni los resplandores del faro. En medio de esta profunda oscuridad ningún navío de vapor intentaría entrar ni salir, pues hubiera corrido gran riesgo. Los de vela debían estar inmóviles.

El mar «no se sentía». Apenas si las aguas de la bahía ondulaban bajo la acción de la marea creciente. Apenas si un ligero murmullo sonaba en los flancos del Alerta. Apenas si la canoa se balanceaba.

—¡No hay viento ni para llenar mi sombrero! —exclamó John Carpenter, acompañando esta observación con los más espantosos juramentos.

No se podía pensar en aparejar. Las velas hubieran caído inertes a lo largo de los mástiles, y el navío, arrastrado por la marea, hubiera derivado a través de la bahía hasta el puerto de Queenstown. Generalmente, cuando la marea comienza, las aguas de alta mar traen algo de brisa, y aunque ésta fuera contraría, Harry Markel hubiera intentado salir. El contramaestre conocía bastante aquellos parajes para no comprometer la marcha, y, una vez fuera, el Alerta podría mantenerse en buena posición, aprovechando después las primeras bocanadas de viento. Varias veces John Carpenter se izó por la arboladura. Tal vez la ensenada, abrigada por altas montañas, detenía el viento… No… La grímpola del palo mayor permanecía inmóvil.

Sin embargo, toda esperanza no estaba perdida si el viento se dejaba sentir al llegar el día. Apenas eran las diez. Pasada la medianoche la marea retrocedería. En tal momento, y aprovechando el reflujo, ¿podría Harry Markel intentar darse a la mar? Con la ayuda de sus botes, ¿podría remolcar al Alerta y salir de la bahía? Sin duda Harry Markel y John Carpenter habían pensado en este recurso.

¿Qué sucedería de permanecer el barco encalmado? Cuando los pasajeros no encontraran el navío regresarían al puerto. Se sabría que el Alerta había aparejado. Se le buscaría en la bahía… ¿Y si la oficina marítima enviaba una chalupa de vapor para reunirse a él? ¡Qué peligro para Harry Markel y sus compañeros! Su navío, inmóvil, sería reconocido, visitado… Era la prisión inmediata… La policía puesta al corriente del sangriento drama que había costado la vida al capitán Paxton y a sus marineros…

Como se ve, había un peligro real en partir, puesto que el Alerta no tenía la seguridad de caminar; pero no menor era el de permanecer en la ensenada de Farmar. En aquella época la calma podría prolongarse durante varios días.

De todos modos, preciso era decidirse.

Si el viento no se levantaba en toda la noche, y era imposible aparejar, ¿deberían Harry Markel y sus compañeros abandonar el navío, embarcar en la canoa, ganar el fondo de la ensenada y lanzarse a través del campo con la esperanza de escapar a las pesquisas de la policía, y, fallado aquel golpe, intentar otro? Tal vez, después de encontrar refugio en alguna fragosidad del litoral durante el día, podrían aguardar la aparición del viento, y, llegada la noche, regresar a bordo; pero cuando los pasajeros se presentaran a la mañana del siguiente día en el barco abandonado, volverían a Queenstown, desde donde inmediatamente se enviarían hombres para llevar el Alerta al puerto.

De todo esto hablaban Harry Markel, el contramaestre y Corty, mientras los demás permanecían agrupados en la proa.

—¡Oh, perro viento! —Repetía John Carpenter—. ¡Cuándo no se le quiere, hay demasiado…, y poco cuando se le necesita!

—Si la marea no lo trae —añadió Corty—, con el reflujo no soplará de tierra.

—¡Y la canoa que traerá mañana por la mañana a los pasajeros! —Exclamó el contramaestre—. ¿Será preciso esperarles?

—¡Quién sabe, John!

—Después de todo —dijo éste—, no son más que diez, según lo que dice el periódico… ¡Mozuelos con su profesor…! Hemos sabido desembarazarnos de los tripulantes del Alerta y sabríamos también…

Corty meneaba la cabeza, y no porque desaprobase lo que John Carpenter decía; pero hizo esta reflexión:

—Lo que durante la noche ha sido fácil, no lo sería tanto de día. Además, esos pasajeros vendrán acompañados de gentes del puerto que tal vez conozcan al capitán Paxton. ¿Qué les responderemos cuando pregunten por qué no está a bordo?

—Se les dirá que ha ido a tierra —respondió el contramaestre—. Embarcarán… Su canoa volverá a Queenstown… y entonces…

Cierto que en el fondo de la desierta ensenada, sin ningún navío a la vista, aquellos miserables podrían cómodamente desembarazarse de los pasajeros, y no retrocederían ante este nuevo crimen… El señor Patterson y sus jóvenes compañeros serían asesinados, sin poderse defender, como había sucedido a los tripulantes del Alerta.

Siguiendo su costumbre, Harry Markel dejaba hablar. Reflexionaba en lo que exigía aquella amenazadora situación, que les imposibilitaba para salir a alta mar. Él no dudaría, pero tal vez sería preciso esperar a la próxima noche… ¡Veinte horas aún…! Además, siempre había la grave complicación de que el capitán Paxton fuese conocido de alguno de ellos…, y era difícil explicar su ausencia en el mismo momento en que el Alerta debía aparejar.

No… Era preferible que el tiempo permitiese darse a la vela, y alejarse en medio de la oscuridad unas veinte millas al sur de Irlanda. Después de todo, no se trataba tal vez más que de tener paciencia. Aún no eran las once. ¿No se efectuaría un cambio en la atmósfera antes del alba? Tal vez sí, por más que Harry Markel y su gente, acostumbrados a observar el tiempo, no entreveían ningún síntoma favorable. La persistente bruma les causaba justificadas inquietudes. Esto indicaba una atmósfera limpia de electricidad, un tiempo del que no hay nada que esperar, y que puede prolongarse durante varios días.

Fuera lo que fuese, por el momento no podía hacerse otra cosa que esperar, y esto es lo que respondió Harry Markel. Llegado el momento, se decidiría si era o no conveniente abandonar el Alerta y refugiarse en cualquier punto de la bahía de Farmar a fin de ganar el campo. En todo caso, los fugitivos llevarían víveres, después de haberse incautado del dinero guardado en los cajones del capitán y en los sacos de los marineros. Se vestirían con los trajes de los tripulantes, trajes menos sospechosos que el de los fugitivos de Queenstown, y con dinero y provisiones, quién sabe si conseguirían escapar de la policía, embarcarse en algún puerto de Irlanda y ponerse a salvo en otro punto del continente.

Debían transcurrir cinco o seis horas antes de toda decisión. Harry Markel y su banda estaban reventados de fatiga cuando llegaron a bordo del Alerta, y muertos de hambre. Una vez dueños del navío, su primer cuidado fue procurarse algún alimento.

El que naturalmente estaba destinado para esta tarea era Ranyah Cogh. Encendió un farol y visitó la cocina y la despensa. Las provisiones de la cala, en vista de un largo viaje de ida y vuelta, bastarían para la travesía del Alerta hasta los mares del Pacífico. Ranyah Cogh encontró todo lo que hacía falta para calmar el hambre de sus compañeros y su sed también: brandy, whisky y ginebra.

Después de apaciguar su hambre, Harry Markel dio orden a John Carpenter y a los otros para que cambiasen sus trajes por los de los marineros cuyos cuerpos yacían sobre el puente. Después irían a dormir en algún rincón, esperando a que se les despertase, si había lugar, para izar las velas.

Harry Markel no pensó en descansar. Le parecía urgente consultar los papeles de a bordo, de los que podría, sin duda, sacar algunos informes. Penetró en el camarote del capitán, encendió la lámpara y abrió los cajones con las llaves que cogió de los bolsillos del desdichado Paxton. Después de haber sacado diversos papeles se sentó a la mesa, conservando la sangre fría de que tantas pruebas había dado en el curso de su existencia aventurera.

Aquellos papeles estaban en regla, puesto que la partida debía efectuarse al siguiente día. Consultando la lista de los tripulantes, Harry Markel tuvo la seguridad de que éstos, en número de once, estaban presentes cuando el navío fue sorprendido, y que, por lo tanto, no había temor de que alguno de ellos hubiera ido al puerto con algún encargo o con licencia, y regresase a bordo… No… Todos habían sido asesinados.

Consultado el libro del cargamento, Harry Markel advirtió igualmente que de carne en conserva, legumbres secas, galletas, salazones, harina, etc., el navío tenía provisiones, por lo menos, para tres meses, tiempo que bastaba para ganar los parajes del Pacífico. El dinero que contenía la caja se elevaba a la suma de 600 libras.

Harry Markel pensó que era de sumo interés para él conocer los viajes del capitán Paxton a bordo del Alerta, pues importaba en el curso de sus futuras travesías que el barco no fuera conducido a los puertos en los que ya había hecho escala, o donde su capitán podía ser conocido. Harry Markel era hombre prudente.

Del examen de los libros resultaba que el Alerta era un barco construido hacía tres años en Birkenhead en los talleres de Simpson y Compañía. Solamente había hecho dos viajes a las Indias con destino a Bombay, Ceylán y Calcuta, de donde había vuelto directamente a Liverpool, su puerto de escala. Como no había jamás frecuentado los mares del Pacífico, Harry Markel debía estar completamente tranquilo en este punto; en caso de necesidad, hasta podría hacerse pasar por el capitán Paxton.

De los viajes anteriores del capitán, relatados en el libro de a bordo, resultaba que no había hecho ninguno a las Antillas, ni francesas, ni inglesas, ni holandesas, ni danesas, ni españolas. Había sido elegido por la señora Seymour para conducir allí a los pensionados de la «Antilian School» por la recomendación de un corresponsal establecido en Liverpool, que respondía a la vez del navío y del capitán.

A las doce y media Harry Markel abandonó el camarote, después de apagar la lámpara, y subió a la toldilla, donde se encontró con John Carpenter.

—¿Prosigue la calma? —preguntó.

—Prosigue —contestó el contramaestre—, y sin apariencia de que cambie el tiempo.

En efecto, la misma bruma descendía de las bajas nubes, inmóviles, la misma oscuridad en la superficie de la bahía y el mismo silencio, que no rompía el ruido de las olas. Se estaba en las mareas de cuadratura, poco fuertes en aquella época del año. El oleaje no se propagaba más que lentamente hasta Cork y sólo remontaba dos millas en el río Lee.

A las tres de la mañana la marea empezaba a hacerse sentir. John Carpenter tenía sobrados motivos para maldecir la mala suerte. Con la marea descendente, por poco que el viento hubiera soplado, cualquiera que fuese su dirección, el Alerta hubiera podido darse a la vela, rodear la punta de la ensenada, y encontrarse al salir el sol al largo de la bahía de Cork.

Pero no… ¡Estaba allí sujeto a su ancla, inmóvil como una boya o un cuerpo muerto, sin poder esperar nada! Era preciso, pues, tascar el freno y aguardar a ver si la situación cambiaba cuando el sol brillase en las alturas…

Transcurrieron dos horas. Ni Harry Markel, ni John Carpenter, ni Corty habían pensado en descansar algunos instantes, en tanto que la mayor parte de sus compañeros dormían tendidos en la proa. El aspecto del cielo no cambiaba. Las nubes no se movían. Si alguna vez un ligero soplo llegaba de alta mar, casi al momento cesaba, y no había indicio de que el viento se estableciera, ya por la parte de mar o tierra.

A las tres y veintisiete, cuando por la parte Este comenzaba a blanquear el horizonte, la canoa, empujada por la corriente, chocó contra el Alerta. Este giró sobre su ancla y presentó la popa a alta mar.

Tal vez podía esperarse que la marea descendente trajera algo de viento del Nordeste, lo que hubiera permitido al barco abandonar su anclaje y llegar al canal de San Jorge; pero esta esperanza frustróse bien pronto; la noche terminaría sin que fuera posible levar anclas.

Era preciso desembarazarse de los cadáveres. Antes John Carpenter quiso asegurarse de si un remolino no los detendría en la ensenada de Farmar: Corty y él descendieron en la canoa y pudieron advertir que la corriente empujaba hacia la punta que separaba la ensenada del canal.

La canoa volvió; fue colocada a lo largo del navío, y uno tras otro, los diez cuerpos fueron depositados en ella. Después, para mayor precaución, la canoa les transportó hasta la vuelta de la punta, contra la cual la corriente hubiera podido arrojarles y dejarles en seco sobre la arena.

Entonces John Carpenter y Corty les precipitaron en aquella agua tranquila. Los cadáveres se hundieron primero, después volvieron a la superficie, y, arrebatados por la corriente, fueron a perderse en las profundidades de alta mar.