V

GOLPE DE AUDACIA

Golpe de audacia, sin equivalente, era el que Harry Markel y sus compañeros iban a arriesgar para librarse de las persecuciones de la policía. Aquella noche, en plena bahía de Cork, a algunas millas de Queenstown, intentarían apoderarse de un navío, a bordo del cual se encontraban el capitán y su tripulación, sin duda completa. Admitiendo que dos o tres de los hombres hubieran bajado a tierra, no tardarían en regresar, puesto que la noche avanzaba. ¿Tal vez los malhechores tendrían superioridad numérica?

Verdad que ciertas circunstancias debían asegurar el buen éxito del proyecto. Si la tripulación del Alerta contaba doce hombres, incluido el capitán, mientras la banda no contaba más que diez, comprendido Harry Markel, éstos tendrían la ventaja de la sorpresa. El barco estaba descuidado en el fondo de la bahía de Farmar. Los gritos no serían oídos. Los tripulantes podían ser muertos y arrojados al mar sin tiempo para defenderse. Después, Harry Markel levaría anclas, y el Alerta, con sus velas desplegadas, no tendría más que salir de la bahía y franquear el canal de San Jorge para llegar al Atlántico.

Evidentemente, en Cork nadie se explicaría por qué el capitán Paxton había zarpado sin los pensionados de la «Antilian School», para los cuales precisamente se había fletado el Alerta. ¿Qué dirían el señor Horacio Patterson y sus jóvenes compañeros, que acababan de llegar, como Corty había dicho, cuando no encontraran el navío en la ensenada de Farmar? Y una vez el Alerta en la mar, sería difícil encontrarlo y capturar a aquellos bandidos que acababan de dar muerte a la tripulación. Además, Harry Markel, no sin razón, pensaba que los pasajeros no embarcarían hasta el siguiente día, y entonces el Alerta estaría lejos de Irlanda.

Ya fuera de la taberna, y después de haber atravesado el patio cuya puerta se abría sobre estrecha calleja, Harry Markel y Corty tomaron por un lado, y John Carpenter y Ranyah Cogh por otro, calculando que valía más separarse para despistar a la policía, bajando hacia el puerto. Se habían citado en el sitio en que la canoa les esperaba, junto al pontón, con sus seis camaradas; sitio que el contramaestre conocía bien, pues habían hecho varias veces escala en Queenstown.

Harry Markel y Corty subieron, e hicieron bien, porque la calle estaba llena de agentes de policía en su extremo inferior. Había, además, gran multitud de hombres y mujeres que querían asistir a la captura de aquellos piratas del Halifax que se habían escapado de la prisión marítima.

En pocos minutos Harry Markel y Corty llegaron al otro extremo de la calle, libre en aquella parte y mal alumbrada. Después se internaron por tortuosa calleja, que la unía a otra calle paralela, bajando hacia el puerto.

A sus oídos llegaban las frases de la multitud, nada agradables para aquellos malhechores dignos de ser ahorcados. Pero ellos no se cuidaban de la opinión pública; no pensaban más que en evitar el encuentro con los agentes de la policía y, disimulando que huían, llegar al lugar de la cita.

Al salir de la taberna Harry Markel y Corty habían marchado separados a través del barrio, seguros de llegar al muelle siguiendo la calle. Al final de ésta se unieron, dirigiéndose al pontón.

El muelle estaba casi desierto, vagamente alumbrado por algunos mecheros de gas. Ninguna chalupa de pesca entraba ni entraría antes de dos o tres horas. El oleaje no se hacía sentir. Por lo tanto, la canoa no corría el riesgo de ser vista cuando atravesase la bahía de Cork.

—Por aquí —dijo Corty, señalando a la izquierda, por la parte en que brillaba un fuego del puerto, y más lejos, en lo alto, el faro que señalaba la entrada en Queenstown.

—¿Está lejos? —preguntó Harry Markel.

—Quinientos o seiscientos pasos.

—Pero no veo ni a John Carpenter ni a Ranyah Cogh.

—Tal vez no hayan podido salir por la parte baja de la calle para ganar el muelle…

—Entonces habrán tenido que dar un rodeo, y van a tardar…

—A no ser que estén ya en el pontón… —respondió Corty.

—Vamos —dijo Harry Markel.

Y ambos volvieron a ponerse en marcha, cuidando de evitar el encuentro con los escasos paseantes que se dirigían hacia el barrio, siempre lleno con los rumores de la multitud que se extendía por los alrededores de «La Zorra Azul».

Poco más tarde, Harry Markel y su compañero se detenían en el muelle. Los otros seis estaban allí tendidos en la embarcación, que habían mantenido siempre a flote, aun en lo más bajo de la marea.

—¿No habéis visto ni a John Carpenter ni a Ranyah Cogh? —preguntó Corty.

—No pueden estar lejos —dijo Harry Markel—. Permanezcamos aquí, y esperemos.

El sitio era oscuro, y no corrían el peligro de ser vistos.

Transcurrieron cinco o seis minutos. Ni el contramaestre ni el cocinero aparecían. Esto era ya para inquietar… ¿Habrían sido detenidos? Sin embargo, no se les podía abandonar. Además, Harry Markel no tenía demasiada gente para intentar la aventura, ni, en caso de necesidad, para luchar con la tripulación del Alerta si no podía sorprenderla.

Eran cerca de las nueve. La noche muy oscura; el cielo cada vez más cargado de nubes bajas e inmóviles. No llovía, pero una especie de bruma caía en la superficie de la bahía; favorable circunstancia para los fugitivos, aunque les costara más trabajo descubrir el sitio donde se encontraba el Alerta.

—¿Dónde está el navío? —preguntó Harry Markel.

—Allí —respondió Corty, señalando hacia el Sudoeste.

Cuando la canoa se acercara, sin duda se vería el farol del barco.

Lleno de impaciencia e inquietud, Corty subió unos cincuenta pasos hacia las casas del muelle, varias de cuyas ventanas estaban alumbradas. Acercóse así a una de las calles por las que debían desembocar John Carpenter y el cocinero. Cuando por allí salía algún individuo, Corty se preguntaba si no era alguno de los dos, suponiendo que se hubiesen separado. En tal caso, el contramaestre hubiera esperado a su compañero, por no saber éste qué dirección seguir para llegar a la barca colocada bajo el pontón.

Corty avanzaba con extraordinaria prudencia. Se deslizaba a lo largo de las murallas, prestando oído al rumor más leve. A cada instante podían aparecer los agentes de policía, que, después de haber registrado inútilmente las tabernas, proseguirían sin duda sus pesquisas por el puerto, y visitarían las canoas amarradas al muelle.

En este momento Harry Markel y sus compañeros se pusieron alerta creyendo que la fortuna se volvía en contra de ellos.

En el extremo de la calle, en «La Zorra Azul», estalló estrepitoso tumulto. La multitud refluyó en medio de grandes gritos. En aquel instante, un mechero de gas iluminaba el ángulo de las primeras casas, y el lugar estaba menos oscuro.

Desde el muelle Harry Markel pudo ver lo que ocurría. Además, Corty no tardó en volver, no queriendo figurar en el alboroto, donde hubiera corrido el riesgo de ser reconocido.

En medio del tumulto, los agentes habían detenido a dos hombres, que sujetaban sólidamente, y a los que conducían hacia el otro lado del muelle.

Estos dos hombres se agitaban y oponían viva resistencia a los agentes. A sus gritos se unían los de unos veinte individuos que tomaban partido por ellos o en contra suya. Había motivo para creer que estos dos hombres fueran el contramaestre y el cocinero.

Así lo pensaron los compañeros de Harry Markel. Uno de ellos exclamó:

—¡Han sido detenidos…! ¡Han sido detenidos…!

—¿Y cómo sacarlos de allí? —preguntó otro.

—¡Tumbaos! —ordenó Harry Markel.

Prudente medida, pues si John Carpenter y el cocinero habían caído en manos de la policía, ésta pensaría que los otros no debían de encontrarse lejos. Se tendría la seguridad de que no habían abandonado la ciudad, y se les buscaría hasta el fondo del puerto. Se visitarían los navíos anclados, después de prohibirles hacerse a la mar. Ni una barca, ni una chalupa de pesca sería exceptuada, y poco tardarían los fugitivos en ser descubiertos.

Harry Markel no perdió la cabeza. Después que sus compañeros se hubieron tendido en la canoa, de modo que no podían ser vistos, gracias a la oscuridad, transcurrieron algunos minutos, que parecieron muy largos. En el muelle aumentaba el tumulto. Los presos resistían siempre. El griterío de la multitud era cada vez mayor, y parecía que no debía dirigirse más que a malhechores como los de la banda Markel. Algunas veces Harry creía reconocer la voz de John Carpenter y la de Ranyah Cogh. ¿Serían conducidos hacia el pontón? ¿Sabían los agentes que los cómplices estaban ocultos en el fondo de una barca? ¿Es que todos iban a ser capturados y llevados a la prisión, de donde no les sería fácil escapar otra vez?

Al fin se apaciguaron los clamores. Los agentes se alejaban con los presos, y subían por la parte opuesta al muelle.

Harry Markel y sus siete compañeros no estaban amenazados por el momento.

Pero ¿qué hacer? El contramaestre y el cocinero, presos o no, no estaban allí. ¿Con dos personas menos podía Harry Markel realizar su proyecto, llegar al Alerta y sorprenderlo, haciendo ocho lo que ya era audaz empresa para diez? En todo caso, preciso era aprovechar la barca para alejarse, ganar un punto de la bahía y huir a través del campo.

Antes de decidirse, Harry Markel subió al pontón. No viendo a nadie a lo largo del muelle, se disponía a reembarcar, a fin de salir a alta mar, cuando a la vuelta de una de las calles aparecieron dos hombres.

Eran John Carpenter y Ranyah Cogh, que con paso rápido se dirigieron al pontón. Ningún agente les perseguía. Los presos eran dos marineros que acababan de herir a otro precisamente en la taberna de «La Zorra Azul».

En pocas palabras, Harry Markel quedó enterado de lo sucedido. Como los agentes ocupaban la calle cuando el contramaestre y el cocinero llegaron a la entrada, era imposible ganar el muelle por aquel sitio. Ambos tuvieron que retroceder hasta la calleja, ocupada ya por otros agentes, y huir hacia lo alto del barrio. De ahí el retraso.

—¡Embarcad! —se limitó a decir Harry Markel.

En un momento John Carpenter, Ranyah y él ocuparon sus puestos en la barca. A proa había cuatro hombres con los remos preparados. Largóse la amarra. El contramaestre se puso al timón; junto a él, Harry Markel y los otros.

Aún bajaba la marea. Con el reflujo, que duraría una media hora, la canoa tendría tiempo de llegar a la ensenada de Farmar, distante unas dos millas, a lo más. Los fugitivos acabarían por descubrir al Alerta, y no sería cosa imposible sorprender al navío antes de que hubiera podido ponerse a la defensiva.

John Carpenter conocía la bahía. Aun en medio de aquella profunda oscuridad, dirigiéndose al Sudoeste, tenía la seguridad de llegar a la ensenada. Ciertamente, entonces se vería el farol reglamentario que todo navío iza a proa cuando se halla anclado en una bahía o puerto.

Conforme avanzaba la canoa, las últimas luces de la ciudad se hundían en la bruma. No se sentía ni un soplo de aire. La superficie de la bahía estaba tranquila, y la más completa calma debía de reinar en alta mar.

Veinte minutos después de haber abandonado el pontón la barca se detuvo.

John Carpenter, incorporándose a medias, dijo:

—Un farol de barco… allá…

Una luz blanca brillaba a unos quince pies sobre el agua y a una distancia de cien toesas.

La canoa avanzó a la mitad de esta distancia, y quedó inmóvil.

Indudablemente aquel navío era el Alerta, puesto que, según los informes recibidos, ningún otro estaba entonces anclado en la bahía de Farmar. Tratábase, pues, de aproximarse a él sin que lo advirtieran. Lo probable, dada la brumosa noche, era que la tripulación estuviese abajo, por más que un hombre haría la guardia en el puente. Era preciso evitar atraer su atención. Levantados los remos, la corriente bastaría para empujar la barca al costado del Alerta.

En efecto, en menos de un minuto Harry Markel y sus compañeros rozarían la aleta de popa del barco. Ni vistos ni oídos, no sería difícil izarse por el empañetado y desembarazarse del marinero de cuarto, sin que éste pudiera dar la señal de alarma.

El navío acababa de volver la proa sobre su ancla. El primer oleaje comenzaba a dejarse sentir, sin ser acompañado de la brisa. En estas condiciones, el Alerta presentaba su proa hacia la entrada de la bahía, y a la popa vuelta hacia el fondo de la ensenada, que cerraba una punta al Sudeste. Sería preciso rodear esta punta para ganar alta mar y ponerse en dirección Sudoeste a través del canal de San Jorge.

Así, pues, en aquel momento, y en medio de la más completa oscuridad, la canoa iba a acercarse al navío por estribor. El farol brillaba suspendido del estay de trinquete, eclipsándose algunas veces cuando la bruma era más espesa. No se percibía ningún ruido, y la aproximación no había atraído la atención del marinero de guardia.

Sin embargo, hubo un momento en que los bandidos creyeron que iban a ser descubiertos. Probablemente un ligero ruido llegó a oídos del marinero, cuyos pasos se oyeron en la cubierta. Su silueta se dibujó un instante sobre la toldilla; después, inclinándose sobre la batayola, volvió la cabeza a derecha e izquierda, como un hombre que escudriña.

Harry Markel y sus compañeros se habían tendido sobre los bancos de la canoa. Verdad que el marinero, si no les veía a ellos, distinguiría la canoa, avisaría a sus compañeros, aunque sólo fuera para amarrar una barca a la deriva… Procurarían asirla al paso, y no sería ya posible sorprender al navío.

Aun en este caso, Harry Markel no abandonaría sus proyectos. Apoderarse del Alerta era para sus compañeros y él una cuestión de vida o muerte. Así es que no intentarían alejarse. Se lanzarían sobre el puente del navío, armados con sus cuchillos, y como ellos darían los primeros golpes, llevarían probablemente todas las ventajas.

Además, las circunstancias iban a favorecerles. Después de haber permanecido algunos instantes en la toldilla, el marinero regresó a su puesto en la proa. No se le oyó llamar. Ni aun había visto la embarcación, que se deslizaba en la sombra.

Un minuto después la canoa se detenía junto al navío en sitio en que era fácil escalarlo valiéndose de cuerdas.

El Alerta no se elevaba más que seis pies sobre su línea de flotación. En dos saltos, izándose con pies y manos, Harry Markel y los suyos caerían sobre el puente.

Cuando la canoa estuvo amarrada, a fin de que el oleaje no la arrastrase a la bahía, los malhechores colocaron sus cuchillos en la cintura, cuchillos que los fugitivos habían podido robar al evadirse. Corty fue el primero en franquear el sobrepuente. Sus compañeros le siguieron con tanta destreza y prudencia, que el guardia ni los vio ni los oyó.

Arrastrándose entonces a lo largo del pasillo de los pañoles, se deslizaron hacia la proa. Allí estaba sentado el marinero, medio dormido ya. John Carpenter llegó junto a él y le atravesó el pecho con su puñal. El desdichado no lanzó ni un grito, y, herido en el corazón, cayó sobre el puente, donde tras algunas convulsiones lanzó el último suspiro. Harry Markel, Corty y Ranyah Cogh se habían dirigido hacia la toldilla. Corty dijo en voz baja:

—¡Ahora, al capitán!

El camarote del capitán Paxton ocupaba el ángulo de babor, bajo la toldilla. Se penetraba en él por una puerta que se abría sobre el cuadro. Tenía una ventana que daba al puente, y de esta ventana, cubierta por una cortina, se escapaba la luz de la lámpara.

En aquel momento el capitán Paxton no se había acostado aún. Arreglaba los papeles de a bordo en previsión de la partida a la marea de la mañana, después de la llegada de los pasajeros.

De pronto la puerta del camarote se abrió bruscamente, y antes de que pudiera defenderse cayó bajo el cuchillo de Harry Markel gritando:

—¡A mí…! ¡A mí…!

En el puesto se oyeron estos gritos, y cinco o seis marineros se lanzaron fuera de la chupeta. Corty y los otros les esperaban al exterior, y a medida que salían eran heridos, sin poder defenderse.

En contados segundos seis marineros quedaron tendidos sobre el puente. Mortalmente heridos, algunos lanzaban gritos de espanto y de dolor. Pero ¿quién podía oír tales gritos, y cómo había de llegar socorro al fondo de la ensenada donde el Alerta estaba anclado, en medio de la profunda oscuridad de la noche?

Seis hombres y el capitán no componían toda la tripulación. Tres o cuatro debían de permanecer en el puesto, de donde no se atrevían a salir. Se les sacó, a pesar de su resistencia, y en un momento el puente estuvo rojo por la sangre de once cadáveres.

—¡Los cuerpos al mar! —gritó Corty, disponiéndose a arrojar los cadáveres al agua.

—No —le dijo Harry Markel—. La marea les llevaría hacia el puerto Esperemos la marea descendente, que les arrastrará a alta mar.

Harry Markel y sus compañeros eran ahora dueños del Alerta.