IV

LA TABERNA DE LA «ZORRA AZUL»

Cork se llamó primero Coves —nombre que proviene de un terreno pantanoso—, el Corroen en lengua gálica. Después de debutar modestamente como pueblo, Cork se ha convertido en ciudad, y en la actualidad, capital de Muestre, ocupa el tercer puesto entre las ciudades de Irlanda.

Es ciudad industrial de cierta importancia y de valor marítimo, gracias al puerto de Queenstown. Allí están los almacenes, tiendas y fábricas. Un puerto donde hacen provisiones y escala, recibe a los navíos, principalmente a esos veleros a los que el Lee no ofrece profundidad suficiente.

Como llegaron retrasados a Cork, el mentor y los pensionados no tuvieron tiempo de visitarle, ni de recorrer aquella encantadora isla que comunica por dos puentes con las dos orillas del Lee, ni de pasearse por los deliciosos jardines de las islas vecinas, ni de explorar sus alrededores. Toda la ciudad comprende 80 000 habitantes, 70 000 para Cork y 10 000 para Queenstown.

Pero de estas excursiones que hacen pasar agradablemente algunas horas no se preocupaban tres individuos, sentados ante una mesa, en la noche del día 29 de junio, en el fondo de una de las salas de la taberna «La Zorra Azul». Dichos individuos, medio perdidos en aquel rincón sombrío, hablaban en voz baja ante los vasos que se vaciaban y llenaban aprisa. Nada más que en su aspecto feroz y en su actitud inquieta un observador hubiera reconocido gentes de la peor especie, miserables que tenían cuentas pendientes con la justicia. Sobre todos los que entraban en la indecente taberna arrojaban miradas desconfiadas y sospechosas.

Por lo demás, las tabernas no faltan en aquel barrio marino.

Si Cork es una ciudad elegante, no ocurre lo mismo a Queenstown, uno de los puertos más frecuentados e importantes de Irlanda. Con un movimiento anual de 4500 navíos, se comprende qué población flotante se vierte allí día por día. De aquí el gran número de posadas, donde pululan los parroquianos menos exigentes en lo que se refiere a la tranquilidad, limpieza y comodidad. Los marineros extranjeros se codean con los del país, contacto que provoca frecuentes y brutales riñas que hacen precisa la intervención de la policía.

Si aquel día ésta hubiera penetrado en la sala baja de «La Zorra Azul», hubiera podido apoderarse de cierta banda de criminales que buscaba desde hacía algunas horas y que se habían escapado de Queenstown.

Veamos lo que había sucedido:

Ocho días antes, un barco de guerra de la marina británica conducía a Queenstown la tripulación del tres mástiles inglés Halifax, recientemente perseguido y capturado en los mares del Pacífico. Por espacio de seis meses este navío había pirateado por los parajes del Oeste, entre las Salomón, las Nuevas Hébridas y los archipiélagos de la Nueva Bretaña. Esta captura iba a poner fin a una serie de piraterías de que los ingleses eran particularmente víctimas.

Como consecuencia de aquellos crímenes se aplicaría un castigo ejemplar. La pena de muerte, la horca, esperaba por lo menos a los jefes más comprometidos: el capitán y el contramaestre del Halifax.

Esta banda comprendía a diez individuos presos a bordo del navío. Los otros siete, que completaban la tripulación, después de haberse salvado en un bote, se habrían refugiado en alguna isla donde sería difícil echarles mano. Pero, en fin, los más temibles se encontraban en manos de la policía inglesa, y en espera del juicio se les había encerrado en la prisión marítima de Queenstown.

Imposible es imaginar la audacia del capitán Harry Markel y de su cómplice el contramaestre John Carpenter. Aprovechándose de ciertas circunstancias, habían podido huir la víspera, ocultándose en la taberna de «La Zorra Azul», una de las de peor fama del puerto. Inmediatamente las escuadras de agentes fueron puestas en campaña. Aquellos malhechores, capaces de todos los crímenes, no podían haber abandonado a Cork o a Queenstown, y se hicieron serias investigaciones en los diversos barrios de ambas ciudades.

Sin embargo, por precaución, cierto número de agentes guardaban los alrededores del litoral en varias millas en torno de la bahía de Cork. Al propio tiempo empezaban a practicarse registros, que se extendían a todas las tabernas del barrio marítimo.

Pero éstos son verdaderos refugios donde los bandidos consiguen con frecuencia sustraerse a sus perseguidores. Los propietarios son de los más sospechosos: con tal que se les muestre algún dinero, reciben a cualquiera que les solicite asilo, sin preocuparse de quiénes sean ni de dónde vienen. Además, es preciso advertir que los marineros del Halifax eran originarios de diversos puertos de Inglaterra y Escocia. Nadie les hubiese reconocido ni en Cork ni en Queenstown, lo que hacía difícil su captura. No obstante, como la policía poseía las señas de cada uno de ellos, se sentían amenazados. Su intención, claro está, no era prolongar una estancia tan peligrosa en la ciudad. Aprovecharían la primera ocasión que se presentara de huir, ya ganando el campo, ya volviendo al mar. Tal vez esta ocasión iba a presentarse, y en favorables condiciones.

Se juzgará por la conversación de los tres individuos que ocupaban el sombrío rincón de «La Zorra Azul», donde podían hablar al abrigo de oídos indiscretos.

Harry Markel era digno jefe de la banda, que no había vacilado en prestarle su apoyo cuando él había hecho del barco Halifax, que mandaba por cuenta de una casa de Liverpool, un barco de piratas en los extremos mares del Pacífico. De cuarenta y cinco años, estatura regular, cuerpo robusto, salud a toda prueba, rostro feroz, no retrocedía ante ninguna crueldad. Mucho más instruido que sus compañeros, aunque salido del rango de marinero, se había elevado gradualmente a la situación de capitán de la marina mercante. Conocía a fondo su oficio, y hubiera podido hacer una honrosa carrera si las pasiones terribles, un feroz apetito de dinero y la voluntad de no reconocer amo no le hubiesen impulsado al crimen. Además, hábil para disimular sus vicios, bajo la rudeza de un hombre de mar, y ayudado por continua suerte, no había inspirado nunca desconfianza a los armadores.

El contramaestre, John Carpenter, de cuarenta años, de estatura más baja, pero de notable vigor, contrastaba con Harry Markel por su aspecto irónico, sus maneras hipócritas, su costumbre de adular a la gente, su maulería instintiva y su notable poder de disimulo, que le hacían aún más peligroso. No menos cruel que su jefe, ejercía sobre él detestable influencia, que Harry Markel toleraba gustoso.

El tercer individuo sentado a la misma mesa era el cocinero del Halifax, Ranyah Cogh, de origen angloindio. Devoto en cuerpo y alma del capitán, como todos sus camaradas, como éstos merecía cien veces la horca por los crímenes en que habían intervenido durante los tres últimos años pasados en el Pacífico.

Estos tres hombres bebían y hablaban en voz baja. John Carpenter decía:

—No podemos permanecer aquí. Es preciso que esta misma noche abandonemos la taberna… La policía nos sigue los pasos…

Harry Markel no contestó, pero su opinión era que él y sus compañeros debían haber huido de Queenstown antes del amanecer.

—¡Bill Corty se retrasa! —dijo Ranyah Cogh.

—¡Eh, dale tiempo para que llegue! —Repuso el contramaestre—. Sabe que le esperamos en «La Zorra Azul», y aquí nos encontrará.

—Suponiendo que estemos aquí —replicó el cocinero lanzando una mirada inquieta a la puerta de la sala—; y que la policía no nos haya obligado a poner pies en polvorosa.

—Es prudente continuar aquí —declaró Harry Markel—. Si la policía viene a registrar esta taberna, como todas las demás del barrio, no nos dejaremos sorprender. Hay una salida por atrás y escaparemos a la primera señal de alarma.

Durante algunos instantes el capitán y sus compañeros vaciaron sus vasos llenos de grog. Eran poco visibles en aquella parte de la sala, sólo alumbrada por tres mecheros de gas. De todas partes se elevaba gran ruido de voces y arrastrar de bancos, dominado a veces por alguna ruda llamada al dueño o a su dependiente, que se apresuraban a servir a su grosera clientela. Aquí y allá estallaban violentas disputas, seguidas de golpes. Esto era lo que más temía Harry Markel, pues el alboroto podía atraer a los policías de guardia en el barrio, y aquellos malhechores hubieran entonces corrido el riesgo de ser conocidos.

Siguiendo los tres hombres su conversación, dijo John Carpenter:

—¡Con tal que Corty haya podido encontrar una canoa y apoderarse de ella!

—Eso debe de estar hecho a estas horas —respondió el capitán—. En un puerto hay siempre alguna barca que arrastra su amarra. No es difícil saltar dentro… y Corty debe de haberla conducido a sitio seguro…

—Pero los otros siete —preguntó Ranyah Cogh—, ¿habrán podido reunirse con él?

—Sin duda —declaró Harry Markel—, puesto que así se había convenido, y permanecerán al cuidado de la canoa hasta que nosotros embarquemos en ella.

—Lo que me inquieta —hizo observar el cocinero—, es que hace una hora que estamos aquí y Corty no aparece… ¿Le habrán detenido?

—Más me inquieta —dijo John Carpenter—, saber si el navío está siempre en su anclaje…

—Así debe ser —respondió Harry Markel—, pues estaba presto para levar anclas.

No había duda de que el proyecto del capitán y de sus compañeros era abandonar el Reino Unido, donde tantos peligros corrían, y marchar a Europa, para buscar asilo al otro lado del océano. Pero ¿en qué condiciones esperaban poner este proyecto en ejecución, y cómo conseguirían introducirse en un barco dispuesto para partir? Parecía, a juzgar por lo que Harry Markel acababa de decir, que disponían de este barco, y que contaban con llegar a él con la barca preparada por su compañero Corty. ¿Pretendían esconderse a bordo?

Había una gran dificultad. Lo que es tal vez posible para uno o dos hombres, no lo es para diez. Si se deslizaban en la bodega del barco, suponiendo que pudieran hacerlo sin ser vistos, no se tardaría mucho en descubrirlos.

Harry Markel debía de tener otro proyecto más práctico y seguro. Pero ¿cuál? ¿Había podido asegurar la complicidad de algunos marineros del barco en vísperas de darse a la mar? ¿Sus compañeros y él estaban seguros de encontrar allí refugio?

En la conversación mantenida entre los tres hombres no había sido pronunciada una palabra por la que se vislumbrara su proyecto.

Después de responder, como se ha dicho, al contramaestre, Harry Markel se había quedado taciturno. Pensaba en su peligrosa situación, cuyo desenlace, cualquiera que fuera, se acercaba. Según los informes que a él habían llegado, añadió:

—No… El barco no puede haber partido. No debe aparejar hasta mañana… Y aquí está la prueba.

Harry Markel sacó de su bolsillo un trozo de periódico, y en la sección de las noticias marítimas leyó:

«El Alerta continúa anclado en la bahía de Cork, en la ensenada de Farmar, dispuesto a aparejar. El capitán Paxton no aguarda más que la llegada de sus pasajeros para las Antillas. El viaje no sufrirá ningún retraso, puesto que la partida no se había de efectuar antes del día 30 del corriente. Los pensionados de la “Antilian School” embarcarán en este día, y el Alerta se dará inmediatamente a la vela, si el tiempo lo permite».

¡Se trataba, pues, del navío fletado por cuenta de la señora Seymour! ¡Harry Markel y sus compañeros habían decidido huir a bordo del Alerta! Era en él donde contaban embarcarse aquella misma noche para escapar a las pesquisas de la policía. Pero ¿se prestaban las circunstancias a la ejecución de este proyecto? ¿Podían contar con cómplices entre los hombres del capitán Paxton? ¿Intentarían apoderarse del navío por sorpresa y después desembarazarse de la tripulación por la fuerza?

Todo se debía esperar de bandidos tan determinados y que se jugaban la vida en el lance. Eran diez, y sin duda, el Alerta no contaba mayor número de tripulantes. En estas condiciones, la ventaja estaba de parte de los primeros.

Acabada su lectura, Harry Markel volvió a guardarse el fragmento de aquel periódico, que había caído entre sus manos en la prisión de Queenstown, y añadió:

—Estamos a veintinueve. El Alerta debe levar el ancla mañana, y esta noche permanecerá en la ensenada de Farmar, aunque los pasajeros hayan llegado, lo que no es probable, y no tenemos que entendérnoslas más que con la tripulación.

Conviene observar que, ni aun en el caso de estar a bordo los pensionados de la «Antilian School», hubieran aquellos bandidos renunciado al proyecto de adueñarse del navío. Se hubiera vertido más sangre, y esto no les asustaba.

Entretanto, el tiempo pasaba y Corty, tan impacientemente esperado, no aparecía. En vano los tres hombres miraban a todo el que penetraba en la taberna.

—¡Con tal que no haya caído en manos de la policía! —dijo Ranyah Cogh.

—Si ha sido detenido, no tardaremos en serlo nosotros —respondió John Carpenter.

—Tal vez —dijo Harry Markel—; pero no porque Corty nos haya denunciado. Con la soga al cuello no nos traicionaría.

—No he querido yo decir lo contrario —replicó John Carpenter—. Pero bien pudiera ser reconocido por la policía, y seguidos sus pasos cuando se dirigiese a la taberna. En este caso, se guardarían todas las puertas y sería imposible huir.

Harry Markel no respondió; y durante algunos minutos cesó la conversación.

—¿Por qué no va a buscarle uno de nosotros? —propuso al fin el cocinero.

—Yo me ofrezco, si se acepta —dijo el contramaestre.

—Ve —dijo Harry Markel— y no te alejes. Corty puede llegar de un momento a otro. Si ves a tiempo a los agentes, vuelve enseguida, y nos escaparemos por atrás antes que ellos hayan penetrado en la sala.

—Pero entonces —dijo Ranyah Cogh—, Corty no nos encontrará aquí.

—No se puede hacer otra cosa —declaró el capitán.

La situación era de las más difíciles. Lo importante era no dejarse prender. Si el golpe al Alerta fallaba, si Harry Markel, John Carpenter y Ranyah Cogh no lograban reunirse con sus compañeros durante la noche, ellos avisarían. ¿Se presentaría tal vez otra ocasión? No se creerían en seguridad hasta después de haber abandonado a Queenstown.

El contramaestre vació su vaso, arrojó una rápida mirada en torno, y, cruzando por entre los grupos, ganó la puerta, que cerró tras sí.

A las ocho y media no era aún de noche. El solsticio se aproximaba, y en esta época los días son los más largos del año. Sin embargo, el cielo estaba cubierto. Gruesas y pesadas nubes, casi inmóviles, se amontonaban en el horizonte; de esos nubarrones que, por los fuertes calores, pueden traer alguna violenta tempestad. La noche sería sombría: la luna había ya desaparecido hacia el Oeste.

No habrían transcurrido cinco minutos desde la salida de John Carpenter, cuando la puerta de «La Zorra Azul» volvió a abrirse, y él reapareció. Le acompañaba un hombre; el que esperaban. Un marinero de pequeña estatura, vigoroso, con la gorra calada hasta los ojos. El contramaestre le había encontrado a cincuenta pasos de la taberna y en dirección a ésta, y ambos fueron inmediatamente a reunirse con Harry Markel y el cocinero.

Corty parecía haber dado larga y precipitada carrera. El sudor bañaba su rostro. ¿Había sido perseguido por los agentes, logrando despistarles?

John Carpenter, con un ademán, le indicó el rincón donde se encontraban Harry Markel y Ranyah Cogh. Él se sentó a la mesa y de un trago se bebió un vaso de whisky.

Evidentemente, Corty hubiera tenido que hacer gran esfuerzo para contestar a las preguntas del capitán, y era preciso dejarle tomar respiro. No parecía muy tranquilo, y sus miradas no se apartaban de la puerta de la calle, como si esperase ver aparecer en ella a los agentes de policía.

Al fin, cuando hubo tomado aliento, Harry Markel le preguntó en voz baja:

—¿Es que te han seguido?

—No lo creo —respondió.

—¿Hay agentes en la calle?

—Sí…, una docena. Registran las posadas y no tardarán en visitar a «La Zorra Azul».

—Andando —dijo el cocinero.

Harry Markel le obligó a sentarse, y preguntó a Corty:

—¿Está todo dispuesto?

—Todo.

—¿El navío permanece en su sitio?

—Sí, Harry, pero al atravesar el muelle he oído decir que los pasajeros del Alerta habían llegado a Queenstown.

—Pues bien —respondió Harry Markel—, es preciso que estemos a bordo antes que ellos.

—¿Cómo? —preguntó Ranyah Cogh.

—Los otros y yo —dijo Corty— nos hemos apoderado de una canoa.

—¿Dónde está? —preguntó Harry Markel.

—A quinientos pasos de la taberna, a lo largo del muelle, bajo un pontón.

—¿Y nuestros compañeros?

—Nos esperan. No hay un instante que perder.

—Vamos —ordenó Harry Markel.

Pagado ya el gasto, no había que hacer venir al dueño. Los cuatro malhechores podían abandonar la sala sin ser notados en medio del infernal tumulto que la llenaba.

En este momento estalló fuera un gran ruido: el ruido de hombres que gritan y se atropellan.

Como hombre prudente, que no quiere exponer a su clientela a molestas sorpresas, el tabernero entreabrió la puerta y dijo:

—¡Cuidado! Los agentes…

Sin duda varios de los concurrentes a «La Zorra Azul» no deseaban entrar en contacto con la policía, pues hubo algún tumulto. Tres o cuatro se dirigieron a la salida de atrás.

En cuanto a Harry Markel y a sus tres compañeros, antes de poder ser vistos habían conseguido abandonar la sala.