EL SEÑOR PATTERSON Y SU ESPOSA
El señor Horacio Patterson ocupaba el puesto de administrador de la «Antilian School» por haber abandonado la carrera del profesorado. Era un latinista convencido, y en Inglaterra la lengua de Cicerón y Virgilio no goza de la consideración que en Francia, en cuyas universidades ocupa un primer lugar. Verdad es que la raza francesa puede reivindicar un origen latino, que no pretenden los hijos de Albión, y tal vez en aquel país el latín resistirá a la invasión de los estudios modernos.
Pero si no actuaba como profesor, el señor Patterson permanecía fiel en el fondo de su corazón a aquellos maestros de la antigüedad romana. Recordando numerosas citas de Virgilio, Ovidio u Horacio, consagraba sus aptitudes de aritmético exacto y metódico a la administración de la «Antilian School». Con la precisión, minucia casi, que le caracterizaba, era un administrador modelo, de los que no ignoran nada de los misterios del debe y haber, ni los más pequeños detalles de la contabilidad administrativa. Después de haber sobresalido, en época anterior, en los exámenes de las lenguas antiguas, hubiera podido sobresalir también ahora en un concurso para la manera de llevar mejor los libros de una oficina escolar.
Lo más verosímil era que el señor Horacio Patterson tomase a su cargo la dirección del establecimiento cuando el señor Ardagh, después de labrar su fortuna, se retirase, pues la «Antilian School» se encontraba en estado de perfecta prosperidad, y no peligraría en manos tan dignas de recoger la importante herencia.
El señor Horacio Patterson tenía cuarenta años y algunos meses. Hombre de estudio más que deportivo, gozaba de excelente salud, que ningún exceso había quebrantado; buen estómago, corazón que regía admirablemente, pulmones de superior calidad. Era un personaje discreto y reservado, en constante equilibrio, y que jamás se había comprometido ni por sus actos ni por sus palabras; temperamento teórico y práctico a la vez, incapaz de faltar a nadie, de gran tolerancia, y, para aplicarle una frase que no le desagradaría, muy compus sui.
El señor Horacio Patterson era de buena estatura, un poco cargado de espaldas y no de gran elegancia. Un gestecillo enfático acompañaba a su palabra un tanto pretenciosa. Aunque de rostro grave, no se abstenía de sonreír cuando era ocasión. Sus ojos eran de un azul pálido y miopes, lo que le obligaba a usar gafas de gruesos cristales, que colocaba en la punta de su prominente nariz.
Sus largas piernas le incomodaban a veces, andaba con los talones muy juntos y sentábase torpemente, hasta hacer temer que iba a caerse de la silla.
Existía una señora Patterson, de treinta y siete años, mujer inteligente y sin pretensiones ni coquetería. Su marido no le parecía ridículo, y él sabía apreciar sus servicios cuando ella le ayudaba en sus trabajos de contabilidad. Aunque el administrador de la «Antilian School» era hombre de números, no hay que suponer por eso que fuera descuidado en su tocado… No. No había nudo más perfecto que el de su corbata blanca, ni botas más relucientes que las suyas, ni pantalón más irreprochable que su pantalón negro, ni chaleco más cerrado, semejante al de un clérigo, ni levita más abotonada que la que cubría su cuerpo hasta media pierna.
Los esposos Patterson ocupaban en el edificio de la escuela un cómodo departamento. Las ventanas se abrían por una parte sobre el patio, y por otra sobre el jardín, plantado de viejos árboles. Se componía de seis piezas del primer piso.
En este departamento entró el señor Horacio Patterson después de su visita al director. No se había dado prisa, deseoso de reflexionar maduramente. Como persona acostumbrada a mirar las cosas desde donde deben mirarse, a observarlas en su verdadero aspecto, a pesar el pro y el contra, como pesaba el debe y el haber en sus libros, tomaba su partido de manera pronta y definitiva. Esta vez, sin embargo, convenía no embarcarse, ésta era la palabra, a la ligera en la aventura.
Antes de entrar en su casa, el señor Horacio Patterson paseó por el patio, vacío a aquella hora, siempre derecho como un pararrayos, deteniéndose, volviendo a emprender la marcha, tan pronto con las manos a la espalda, como con los brazos cruzados, perdida la mirada en algún horizonte lejano, más allá de los muros de la «Antilian School».
Después, antes de ir a conferenciar con la señora Patterson, no pudo resistir el deseo de volver a su despacho para terminar las cuentas de la víspera. Verificada la última prueba, libre su espíritu, él podría discutir sin preocupación de ninguna clase las ventajas y los inconvenientes de lo que el director le había propuesto.
En suma: todo esto exigió poco tiempo, y abandonando su despacho, situado en el piso bajo, subió al primero en el momento en que los alumnos bajaban de sus clases.
Enseguida aquí y allá se formaron varios grupos, entre otros el de los nueve premiados. Se hubiera dicho que estaban ya a bordo del Alerta, a algunas millas a lo largo de las costas de Irlanda. Hablaban con gran volubilidad. Si la cuestión del viaje estaba resuelta, quedaba otra: ¿serían o no acompañados por alguien desde su partida hasta su regreso? Les parecía natural que no se les dejase ir solos a través del Atlántico. Pero ¿había la señora Catalina Seymour designado especialmente a alguien, o había confiado esta misión al señor Ardagh? Parecía difícil que el director del establecimiento pudiera ausentarse en aquella época. ¿A quién elegiría el señor Ardagh?
Tal vez algunos pensaron en el señor Patterson. Pero el administrador, tranquilo y sedentario, que no había abandonado nunca el hogar doméstico, ¿consentiría en cambiar todas sus costumbres, en separarse durante algunas semanas de su esposa? ¿Aceptaría la responsabilidad que entrañaban aquellas delicadas funciones? No parecía probable.
Si el señor Horacio sintió algún asombro cuando el director le puso al tanto de sus intenciones, no sería menor el de la señora Patterson cuando su marido le refiriese el caso. Nunca se le hubiera ocurrido a nadie que dos elementos tan estrechamente unidos pudieran ser separados, ni aun por espacio de algunas semanas. Y, sin embargo, era inadmisible que la señora Patterson acompañase a su marido en el viaje.
Pensando en estas cosas, el señor Patterson se dirigía a su casa. Conviene añadir que su resolución estaba tomada al franquear la puerta de la sala donde le esperaba su esposa.
Ésta, que no ignoraba que su marido había sido llamado por el director, le preguntó al entrar:
—Y bien…, ¿qué ocurre?
—¡Grandes novedades…! ¡Grandes novedades!
—¿Se ha decidido que el señor Ardagh acompañe a los jóvenes pensionados a las Antillas?
—De ninguna manera. A él le es imposible.
—Entonces, ¿ha elegido a alguien?
—Sí.
—¿Y a quién?
—¡A mí!
—¿A ti, Horacio?
—¡A mí!
La señora Patterson se recobró sin gran trabajo del asombro que le causó la noticia. Mujer de gran sentido, y que sabía dominarse, era, en fin, digna compañera del señor Patterson.
Éste, después de haber cambiado con ella las palabras dichas, se había acercado a la ventana y con los cuatro dedos de su mano izquierda tamborileaba sobre uno de los cristales.
—¿Has aceptado? —le preguntó su esposa.
—He aceptado.
—Mi opinión es que has obrado perfectamente.
—Esa es también la mía. Desde el momento en que el director me da esta prueba de confianza yo no podía rehusar.
—Eso era imposible. Sólo lamento una cosa.
—¿Qué cosa?
—Que no se trate de un viaje por tierra, sino que haya necesidad de atravesar el mar.
—Necesario es, en efecto; pero la perspectiva de una travesía de dos o tres semanas no es para asustar. Un buen navío nos aguarda. En esta época, entre julio y setiembre, el mar estará tranquilo, la navegación será favorable. Además, hay también una prima para el jefe de la expedición, o sea, el mentor, título que me será otorgado…
—¿Una prima? —repitió la señora Patterson, que no era insensible a ventajas de tal naturaleza.
—Sí —respondió su esposo—, una prima igual a la que corresponderá a cada uno de los pensionados.
—¿Setecientas libras…?
—Setecientas libras.
—No es de despreciar.
Horacio Patterson declaró que tal era su opinión.
—¿Y cuándo es la partida? —preguntó la dama, que no tenía ninguna objeción que hacer.
—Debe efectuarse el treinta de junio, y es preciso que en estos cinco días estemos en Cork, donde nos espera el Alerta. No hay, pues, tiempo que perder, y desde hoy mismo comenzaremos los preparativos.
—Yo me encargo de todo, Horacio —respondió la señora Patterson.
—¿No olvidarás nada?
—Estáte tranquilo.
—Trajes ligeros, pues vamos a viajar por países cálidos, con un calor tropical.
—Los trajes ligeros estarán dispuestos.
—Negros, sin embargo, pues no sería propio de mi situación ni de mi carácter vestir el fantástico traje del turista.
—Confía en mí, y no olvidaré la fórmula Vergall contra el mareo, ni los ingredientes cuyo uso aconseja.
—¡Oh…! ¡El mareo! —dijo el señor Patterson con desdén.
—No importa, será prudente —replicó la señora Patterson—. Pero convenimos en que no se trata más que de un viaje de dos meses y medio, a lo sumo.
—Dos meses y medio, es decir, de diez a once semanas… ¡Verdad que en este lapso de tiempo pueden ocurrir tantas cosas…! Como ha dicho un sabio, se sabe cuándo se parte, pero no cuándo se vuelve.
—Lo importante es que se vuelva —respondió la señora Patterson—. Por mi parte me resigno sin recriminaciones intempestivas a una ausencia de dos meses y medio…, a la idea de un viaje por mar… Conozco los peligros que presenta, pero creo que sabrás evitarlos con tu habitual prudencia… Pero no me dejes con la amarga impresión de que el tal viaje pudiera prolongarse.
—Las observaciones que he creído debía hacer —respondió el señor Patterson, defendiéndose con un gesto de haber pasado los límites permitidos en tales casos— no tienen por objeto sembrar la alarma en tu espíritu… Deseo sencillamente ponerte en guardia contra toda inquietud para el caso en que se retarde el regreso.
—Sea, pero yo creo que la ausencia no se prolongará más de dos meses y medio.
—Así lo espero también… ¿De qué se trata en suma? De una expedición por una comarca deliciosa; de un paseo de isla en isla a través de las Indias occidentales… Y aunque tardemos quince días más en volver a Europa…
—No, Horacio —replicó la excelente señora, más terca que de ordinario.
Y no se sabe por qué motivo el señor Patterson se mostraba también más terco que de costumbre. ¿Tenía algún interés en excitar las aprensiones de su esposa? Lo cierto es que insistió aún en los peligros que ofrece un viaje, cualquiera que sea, y sobre todo un viaje más allá de los mares. Y cuando la señora Patterson rehusó admitir la realidad de tales peligros, él declaró con ademanes enfáticos:
—No te pido que los veas, sino sólo que los prevengas, y como consecuencia de esta previsión pienso tomar algunas medidas indispensables.
—¿Cuáles, Horacio?
—En primer lugar, pienso hacer testamento.
—¡Testamento!
—Sí… En buena y debida forma.
—¡Pero quieres matarme de miedo! —exclamó su esposa, que empezaba a ver algo espantoso en aquel viaje.
—No… No… Quiero únicamente conducirme con sabiduría y prudencia. Soy de los hombres que creen razonablemente tomar sus últimas disposiciones antes de subir al tren, y con mayor motivo antes de aventurarse sobre la superficie líquida de los océanos.
Tal era aquel hombre. ¿Se limitaría a dictar sus disposiciones testamentarias? Sin duda, pues, ¿qué más se podía pensar que hiciera? En fin, lo cierto es que a la señora Patterson la impresionó profundamente la idea de que su marido iba a arreglar las cuestiones de su herencia, tan delicadas siempre… Luego la visión de los peligros de una travesía por el Atlántico, los choques, naufragios, el abandono sobre alguna isla, a merced de los caribes…
Comprendió el señor Patterson que había ido demasiado lejos, y empleó frases suaves para volver la tranquilidad al espíritu de su esposa, consiguiendo demostrarle que un exceso de precauciones no podía traer nunca malas consecuencias, y que garantizarse contra toda eventualidad no significaba dar un adiós eterno a los placeres de la vida.
—Este aeternum vale —añadió— que Ovidio pone en boca de Orfeo cuando pierde por segunda vez a su querida Eurídice.
No…, la señora Patterson no perdía al señor Patterson ni aun por primera vez. Pero este hombre minucioso no renunció a su idea de otorgar testamento. El mismo día iría a casa del notario, y el acto sería hecho conforme a las prescripciones de la ley, en forma que no diese lugar a dudas.
Después de esto se creerá que el señor Patterson no tenía que tomar más precauciones para el caso de que la fatalidad hiciera que el Alerta naufragara en pleno océano, y que hubiera que renunciar a tener noticias de la tripulación y de los pasajeros. Pero, sin duda, no era ésta la opinión del señor Patterson, pues añadió:
—Además… Habrá tal vez que tomar otra medida…
—¿Cuál, Horacio? —preguntó la señora Patterson.
El señor Patterson no creyó que debía hablar de modo más explícito en aquel momento.
—Nada…, nada…, ya veremos —se contentó con responder.
Y si no dijo más era por no asustar de nuevo a su cónyuge. Tal vez no hubiera conseguido que ella aceptase su idea, ni aun apoyándola con alguna otra cita.
Para poner término a aquella conversación, él concluyó en estos términos:
—Y ahora ocupémonos de mi maleta y de mi sombrerera.
Verdad es que la partida no debía efectuarse hasta que transcurrieran cinco días; pero lo que está hecho, hecho está.
Además, era preciso restar un día para ir de Londres a Cork. El ferrocarril transportaría primero a los viajeros a Bristol. Allí embarcarían en el steamer que hace el servicio diario entre Inglaterra e Irlanda, descenderían por el Savern, atravesarían el canal de Bristol y después el de San Jorge, y desembarcarían en Queenstown, a la entrada de la bahía de Cork, sobre la costa sudoeste de la verde Erín. Un día es todo lo que exigiría la navegación entre la Gran Bretaña e Irlanda, y, a juicio del señor Patterson, esto bastaría para su aprendizaje en la mar.
Respecto a las familias de los jóvenes pensionados, que habían sido consultadas, no tardaron en responder, unas por telegrama, otras por carta.
Roger Hinsdale fue a pedir el mismo día el consentimiento de su familia, que residía en Londres. Las otras respuestas llegaron sucesivamente de Manchester, París, Nantes, Copenhague, Rotterdam, Gotteborg, y un cablegrama de Antigua de la familia Hubert Perkins.
La proposición había encontrado la acogida más favorable y todos demostraban su gratitud a la señora Seymour.
Mientras la señora Patterson se ocupaba en los preparativos de viaje de su marido, éste daba la última mano a la contabilidad general de la «Antilian School», y puede asegurarse que no dejaría pendiente el menor detalle.
Pero al mismo tiempo no descuidaba sus asuntos personales, y entre ellos aquellas medidas de las que suponemos hablaría a la señora de Patterson más explícitamente que lo había hecho en su primera conversación.
Sin embargo, respecto a este punto, los interesados guardaron el más completo silencio. ¿Sabríase en lo por venir de qué se trataba? Sin duda, si, por desgracia, Patterson no regresaba del Nuevo Mundo.
Lo cierto es que ambos esposos hicieron varias visitas a un abogado, y que hasta se presentaron ante los magistrados competentes. El personal de la «Antilian School» observó que cierto día el señor Patterson llegó a su despacho con el aire más grave, más reservado que de costumbre, y que la señora Patterson tenía los ojos enrojecidos, como si acabase de llorar copiosamente.
Atribuyóse al dolor de la próxima separación, y aquel sentimiento de tristeza pareció muy justificado por las circunstancias.
Llegó el día 29 de junio. La partida debía efectuarse por la noche.
A las nueve el mentor y sus jóvenes compañeros tomarían el tren para Bristol.
Por la mañana, el señor Julián Ardagh celebró una última entrevista con el señor Patterson. Al mismo tiempo que le recomendaba que llevase con perfecta regularidad las cuentas del viaje, recomendación inútil, le hizo comprender toda la importancia del cargo que se le había confiado, y cuánto descansaba en él para mantener la buena armonía entre los alumnos de la «Antilian School».
A las ocho y media efectuóse la despedida en el patio. Roger Hinsdale, John Howard, Hubert Perkins, Luis Clodión, Tony Renault, Niels Harboe, Axel Vickborn, Alberto Leuwen y Magnus Anders estrecharon la mano del director, de los profesores y de sus camaradas, que les veían partir no sin cierta envidia, bien natural después de todo.
El señor Horacio Patterson se había despedido de su esposa, cuya fotografía llevaba, expresándose con frases conmovedoras; pero con la conciencia de un hombre práctico que se ha preparado contra todas las eventualidades.
Luego, volviéndose hacia los nueve pensionados, en el momento en que iban a subir al coche que debía conducirles a la estación, dijo, acentuando las sílabas, este verso de Horacio:
Cras ingens iterabimus aequor.
Ya han partido. Dentro de algunas horas el tren les habrá dejado en Bristol. Mañana atravesarán el canal de San Jorge, que el señor Horacio Patterson ha calificado de ingens aequor. ¡Buen viaje a los pensionados del concurso de la «Antilian School»!