Madrid-París, abril de 1946
Cierra los ojos, oye
cómo por fin florece la tormenta.
VANESA PÉREZ-SAUQUILLO
Alfonso les llevó a la estación del Norte en el coche de un amigo. Fue un gran favor porque hubieran tenido que ir andando desde casa. Aunque estaban acostumbrados a caminar, como casi todo el mundo, el peso de la niña y de la maleta les hubiera supuesto un gran esfuerzo. Podían haber cogido un taxi, pero había que racionar el dinero.
Alfonso hizo bromas durante el trayecto, tratando de inyectar el ánimo necesario. Pero las emociones estaban a flor de piel y el empeño resultó medianamente efectivo. Ya anochecía más tarde y las lluvias primaverales dejaban ver el verde brotando en los árboles de la plaza de España. El expreso hacia Irún salía a las diez y procuraron ir con tiempo por delante. La estación estaba muy animada y eran muchos los que subían al tren. Localizaron su reserva en un vagón de tercera y su padre colocó la maleta en su soporte. Luego descendieron todos al pie del coche, un paréntesis hasta la despedida. Cristina evitaba mirar a sus padres porque temía verles desfallecer. Ella iba gozosa a su aventura personal, todo su tiempo por delante, pero ellos quedaban en su obligada rutina, desarmados de lo que más querían. Sentía dentro de sí el golpeteo de su soledad ante la llamada del destino cuando ella y la niña, casi niña de ellos, se alejaran. Quizá no fuera un adiós porque ellos eran jóvenes aún. Pero en el ánimo de todos pesaba que sería una larga separación.
Cuando el tren arrancó, todas las ventanillas estaban bajadas y los viajeros forzaban los cuerpos y enarbolaban los brazos llenándose de temblores. Cristina se preguntó si habría despedidas más tristes que las obligadas ante un tren que parte. Estuvo mirando hasta que la distancia y la noche borraron las figuras de las que nunca antes se había separado. Luego las horas fueron pasando con lentitud. El departamento iba completo y ella tuvo que mantener a la niña sobre sí aunque a veces la dejaba dormida en el asiento para estirar las piernas en el pasillo.
Irún, en la mañana incipiente. La bajada, el control de pasaporte en el lado español. Como era soltera y mayor de edad no tuvo problemas para obtener el visado. Sólo hubo de mostrar la carta del pariente reclamándola, aunque no existía tal familiar. La niña miraba todo con no mayor curiosidad que ella. Nunca había salido tan lejos de Madrid. Cruzaron el puente sobre el Bidasoa. Al otro extremo, Hendaya, donde volvió a mostrar su pasaporte. Vio numerosos uniformes azules, tan distintos del gris español. Estaban en Francia.
Un tren de la SNCF tenía la salida rápida hacia París aunque con tiempo calculado para recibir a los viajeros procedentes de España. Encontró su asiento en un vagón de segunda clase y comprobó que en los ferrocarriles franceses ya no existía la tercera clase. Pero no fue lo único que le admiró, tanta era la diferencia de calidad entre el tren español y el francés. Ya en marcha, Cristina resolvió el desayuno con las galletas y la leche contenida en un termo. Aunque no había dormido en el largo trayecto no tenía sueño. El paisaje francés parecía de otro mundo, como el tren, que circulaba sin traqueteo. Y los viajeros franceses, tan educados, saludando al entrar en el departamento y al irse. Le resultaba un país superior. Miraba los verdes campos, los pueblos con techos de pizarra negra. Sabía que Francia tomó parte en la Guerra Mundial acabada un año antes. Sin embargo, no se veían rastros ni marcas del conflicto. Todo estaba entero, limpio y cuidado. El tren iba a gran velocidad y paró en pocas estaciones. Burdeos y el Garona. Nunca había visto un río tan ancho. Tours y el Loira. Lo observaba todo con ojos desbordados, la boca colgante. Orléans. Otra vez el Loira. La estación, cruce de líneas, estaba llena de gente, los andenes repletos de soldados con uniformes variados. Muchos de ellos llevaban turbantes como los usados por los de la Guardia Mora de Franco y tenían el rostro muy oscuro. Ni ella ni la niña habían visto antes un negro y la contemplación de tantos juntos les causó gran sorpresa. A pesar de ser madrileña tuvo sensación de inferioridad y temor por la actividad y el dinamismo, que no existían en su ciudad.
Y al filo del mediodía empezaron a desfilar casas a ambos lados del tren. Su nerviosismo creció. Iba a ver al hombre fugaz, tanto tiempo añorado. El hombre que se metió en sus entrañas para no salir. ¿Cómo sería el encuentro soñado, a veces no creído? Habían pasado cuatro años, justo en ese mes de abril, justo la edad de la niña. El tren entró en la inmensa Gare de Austerlitz, rebosante de gentío. Cuando se detuvo, bajó la ventanilla y miró, buscando. Pasó un rato, que fue haciéndose opresivo. No le veía. Los nervios empezaron a intimidarla. ¿Y si no aparecía? ¿Y si le hubiera pasado algo? ¿Y si, a pesar de las cartas y las promesas, todo era una ilusión? Se sintió abrumada por ese mundo diferente, tan extraño como el idioma que hablaban. Y entonces le vio. Avanzaba entre la muchedumbre como un barco cortando las olas.
—¡Mira! Es tu papá —dijo a la niña, señalando. Pero había imaginado tantas veces decirlo que ahora, al oírse, le sonó extraño, como si no estuvieran viviendo la realidad.
Carlos subió al vagón y sorteó en el pasillo a los que salían. Ella lo miró, a punto de derrumbarse. Observó que tenía los ojos cansados y pinceladas de plata en las sienes. Pero era él, su hombre para siempre. Cuando sintió sus brazos cerró los ojos y lloró.