Dos

Villablino, León, febrero de 1939

Memento mori.

(Recuerda que eres mortal).

SÓFOCLES

Lo primero fue un crujido como si algo se rompiera en alguna parte. Luego un temblor sostenido. Carlos, en la rampa, paró el martillo neumático.

—¡Sal de ahí! —gritó José Manuel.

Carlos soltó la máquina y retrocedió. Sus botas se hundían en el piso de carbón como si fuera un sembrado de quejidos.

—¡Vamos!

Ya llegaba al maderamen. Tan cerca. La ola negra se abalanzó sobre él por detrás y lo engulló. El desprendimiento golpeó el rostro de José Manuel, le arrojó a un lado y lo adentró en el túnel entibado, cegándolo.

José Manuel se levantó pasados los momentos de aturdimiento y se sacudió las piedras, asombrado de sentirse libre de movimientos. Su farol Davy seguía encendido y le permitió ver que estaba en lo que se conocía como un hoyo. Parte del entramado había resistido y permitió la formación de una burbuja. No sabía lo que podía aguantar pero todo su ser tenía un solo afán. Miró a través del polvo negro que dificultaba la visión. Se inclinó sobre la antracita y empezó a escarbar levantando molinillos de partículas. Aparecieron las manos de Carlos, palmas hacia abajo. Las agarró y notó que le apretaban. Había esperanzas. Frenéticamente fue echando hacia un lado el carbón con las manos desnudas pero a medida que despejaba caía más material. No progresaba. Podría incluso provocar una nueva avalancha. Moderó el esfuerzo equilibrando sus movimientos con la presión de la masa. Poco a poco apareció la cabeza y luego los hombros. Hizo acopio de fuerza y arrastró con cuidado el cuerpo abatido. La montaña se alteró de nuevo y cubrió el espacio vaciado. José Manuel tosía y lloraba. Dio la vuelta a Carlos y le puso boca arriba. Tenía el rostro negro y sangrante. Sacó el pañuelo y lo mojó con el agua de la cantimplora que llevaba a la cintura. Lavó los ojos de su amigo y le despejó la nariz y la boca.

—¡Venga, venga! —animó al oído.

Ya se oían débiles gritos y ruidos en la parte del túnel, detrás de la pared bloqueadora. Se pasó el pañuelo por los ojos y su mirada se aclaró algo. Vio que los labios de Carlos se movían. Se inclinó y aplicó la oreja.

—Prometiste… que irías… a Madrid.

—¡Sí! Contigo. Espera, no hables. Ya vienen. Les oigo.

Pero el tiempo pasaba y la pared seguía intacta a pesar de los ruidos. José Manuel, instintivamente, empezó a rezar como nunca lo hiciera antes. Tuvo conciencia de que no era suficiente. Así que, con el alma desgarrada, pidió a Dios un pacto. Si Carlos sobrevivía él volvería al seminario y le consagraría su vida. No quería que sonara a reto sino a entrega total, sin otra condición que la vida de su amigo. Lo haría porque estaría inyectado de tal agradecimiento que supliría al don no recibido. Y más aún. Si su amigo moría, que él le acompañara en ese viaje. Nada le ataba a la vida salvo esa amistad surgida del misterio. La propuesta no debería ser difícil de aceptar por Dios. Un siervo juramentado a cambio de una vida joven. O dos vidas a la vez.

La mano que oprimía se aflojó. Buscó el aliento cesado, el pecho silencioso. Carlos había muerto.

El aire era ya casi irrespirable. Entendió que Dios prefirió su segunda propuesta, así que se predispuso para el final. Pero pasaron las horas y no moría. Se notó lleno de vitalidad y de furia. Entró en una encrucijada de reflexiones y entonces vio el camino que se le abría. Él no era nadie, nada había hecho en beneficio de los demás, no trabajó ni creó riqueza salvo en el último año. No tenía sueños ni nadie que le esperara en ningún rincón del mundo. En realidad no existía. Pero podía cambiar el destino. Quitó la documentación y demás objetos de los bolsillos de Carlos y los sustituyó por los que él llevaba. No sólo iría a Madrid a cumplir lo prometido sino que sería él, Carlos, quien lo viviría. Asumiría su personalidad y prolongaría su existencia truncada. Tantas veces le habló de lo que esperaba de la vida que ella se encargaría de guiarle, sin proyectos previos. Y esa sería la fuerza que le marcaría el camino.

Una hora más tarde, cuando al farol le había desertado la luz, la brigada de salvamento desbloqueó el lugar. Un chorro de aire y de luces cayó sobre él. Sintió que lo llevaban en brazos hasta una zona más ancha. Aunque herido en rostro y manos y magullado, no había perdido la noción en ningún momento. Algo le estaba preguntando el capataz del tajo pero no tenía oídos para nadie en ese momento. Se desasió y esperó a que sacaran el cadáver. Subió por su propio pie a la plataforma elevadora, que los sacó del pozo. Fuera, en la boca del túnel, había otros mineros esperando. Era como si se despidiera de un mundo y entrara en otro. Acompañó al cuerpo de su amigo hasta la caseta que hacía de depósito y luego entró en el botiquín de primeros auxilios.