Uno

Valdediós, Asturias, octubre de 1937

Cartas de muerte llegaron

la muerte detrás del yugo,

cartas del mismo patrón

con un sello de verdugo.

MANUEL GERENA

El IV Batallón de Montaña Arapiles n.º 7, perteneciente a uno de los dos regimientos de la VI Brigada Navarra, había llegado el día 22 al monasterio cisterciense, habilitado como centro hospitalario por la Consejería de Sanidad del Gobierno republicano en octubre del 36, justo un año antes.

Todo el personal sanitario, de mantenimiento y cocinas, así como los enfermos crónicos y otros con neurosis y trastornos mentales producidos por los duros combates, procedían del Hospital Psiquiátrico de La Cadellada de Oviedo, centro que hubieron de abandonar cuando se convirtió en objetivo de la artillería nacionalista. Al llegar a Valdediós, la mayoría se había afiliado al Socorro Rojo Internacional, Sección Villaviciosa.

Cuando la tropa invasora se presentó, todos se echaron a temblar. Ese batallón en concreto venía precedido de una fama de extrema crueldad desde que las cuatro Brigadas Navarras vencedoras de Bilbao avanzaran por Santander y pasaran a Asturias eliminando, no sin esfuerzo en las montañas del Mazuco, cualquier foco de resistencia con su artillería ligera y sus bien entrenadas unidades. Hablaban de que el día 19, y tras enconados combates, habían tomado Cereceda y otras poblaciones, capturando a una compañía de jóvenes milicianos reclutados a la desesperada. Todos ellos fueron pasados a bayoneta, una forma de ejemplo para aterrorizar a los empecinados en mostrar resistencia armada.

Ahora estaban allí las cuatro compañías, algo diezmadas. Unos setecientos hombres envalentonados por las victorias, descansando y alimentándose con generosidad mientras ocupaban los aposentos que en su día tuvieron los seminaristas. Todos los empleados se desvivían tratando de aplacar el desprecio y el rencor que notaban en las miradas de los mandos. Además, confiaban en que por ser personal civil sin participación en hechos de guerra, simples funcionarios dedicados a la cura y cuidado de enfermos, no serían sometidos a las represiones y violencias que sabían estaban ocurriendo en toda Asturias.

Habían pasado cinco días desde su arribo. Tras instalarse, hubo misa mayor oficiada por el capellán de la unidad. Había que restituir al lugar la devoción perdida en los años rojos. Luego, toda la plantilla fue agrupada. Alguien llegó de Oviedo con una lista, de la que un oficial citó a cinco hombres, que se llevaron detenidos a Villaviciosa, según dijeron. Fueron momentos de intensa inquietud mientras leían los nombres. Eran compañeros desde hacía meses y, dada la impunidad con que actuaban las fuerzas represoras, cualquiera de ellos podía ser llamado también. Pero no hubo más citaciones. La tropa ya estaba haciendo los preparativos para marchar en uno o dos días hacia el Musel, donde embarcarían para acudir al frente del Ebro.

Pero en el amanecer del día 26 el cielo acentuó su color de acero, eliminando el verde de los montes. Estaban llegando las lluvias y pronto aparecerían las nieves. Y el sol se iría como las hojas de los robles, de los manzanos y de los castaños.

Algunos vieron venir despaciosamente a un hombre con traje, corbata y sombrero, todo negro, incluso los ojos, que miraban como si no vieran. A Conchita Moslares le recordó a uno de esos que veían en las películas del oeste americano haciendo el papel del verdugo que colgaba a los cuatreros. Le dio mala espina, y más cuando lo vio sacar un papel y entregárselo a un soldado de puesto para que lo hiciera llegar al alférez de guardia.

El alférez lo pasó al capitán de guardia, quien lo entregó al comandante del batallón. Este convocó una reunión de oficiales, salvo los de servicio, en el despacho que fuera del rector.

—Nadie del hospital saldrá del monasterio desde este momento. Quedan retenidos hasta nuestra marcha. —Paseó la mirada por los rostros expectantes—. Los que hay en esta lista serán fusilados.

La relación pasó de unas manos a otras. Los militares leyeron los nombres. Había mujeres y hombres, enfermeras y enfermeros en su mayoría.

—¿Sólo dieciséis? Yo los fusilaba a todos —dijo uno de los capitanes.

—Joder, a todos. ¿Por qué? —opuso un capitán.

—Son del Socorro Rojo, comunistas todos.

—Pero seguramente nunca han empuñado un arma. Los pirados que cuidan no son de ningún bando.

—He visto rojos heridos entre ellos. Habría que darles plomo de medicina.

—La guerra terminó aquí…

—¡No ha terminado! —gritó el comandante—. Sigue en muchos lugares de España. Esta gente de la lista será de la que ensucia el país. Acabar con todos es una misión. No hay lugar para discusiones.

—Perdone, mi comandante. Aquí no dice que deban ser fusilados —señaló un teniente.

—¿No? Dígame qué cojones dice.

—Bueno, que sean retenidos.

—¿Y qué más? No me haga perder el tiempo.

—Que hay cargos graves contra ellos. Y, dado el gran trabajo de los jueces producido por los numerosos expedientes, dejan que usted actúe a su discreción.

—¿Sabe leer entre líneas?

—Señor, somos combatientes, no…

—Usted dirigirá el pelotón. Es un soldado y obedecerá.

Estaban sentados alrededor de una mesa y en el hogar ardían unos troncos que daban un calorcillo confortable al recinto.

—¿Cuándo lo haremos? —dijo otro capitán.

—Mejor añadir cómo —señaló el comandante, tras un rato de pensativo silencio. Todos le miraron. No le tenían en gran estima. Sabían de su valor pero también de su rencor a causa de las heridas recibidas—. ¿Cuántas mujeres hay?

—Once.

—Es una pena que se desperdicien, ¿no les parece?

Los hombres se miraron entre sí.

—Lo haremos mañana, después de la cena. Digan que preparen una buena comida y que no escatimen la bebida. Será una fiesta de despedida, con baile incluido, la música alta. Al término, el pelotón elegido separará a los de la lista y los llevarán a la sala de física. Serán soldados decididos, tíos que sepan guardar un secreto. Aparte de nosotros, sólo ellos conocerán el plan. Nadie más podrá abandonar el comedor hasta el toque de silencio. No quiero ningún testigo. Una vez en la sala de física, inmovilizarán a los hombres y podrán holgarse con las mujeres, como en otras ocasiones. Algo deben obtener del trabajo extra —dijo, torciendo la boca en una sonrisa.

—¿Dónde se les fusilará?

—No hay que hacer un espectáculo. Cuando el pelotón se haya solazado con las rojas, llevará a todos los condenados al bosque de castaños y les harán cavar la fosa en una zona apartada, elegida previamente. No hace falta que sea muy honda. Les obligarán a tumbarse en ella y se les pegará un tiro, uno a uno. Nada de fusilamiento en grupo. Luego el pelotón cubrirá los cadáveres, teniendo cuidado de dejar todo bien disimulado, sin huellas que lo hagan destacar del entorno.

—El páter no estará de acuerdo.

—El no debe oponer ningún reparo a una orden militar. De todas maneras, es mejor que no se entere. Estará en su aposento, lejos del lugar donde se actuará.

—¿Qué diremos si preguntan por su desaparición?

—Nadie preguntará. Dejaremos correr que fueron llevados a Oviedo.

En la mañana sin despertar, el toque de diana sacó a los soldados de sus camas. La mayoría cargaba aún con restos de borrachera. Pero, una vez aseados y desayunados, todos mostraron el aspecto que el Mando requería. El batallón fue abandonando el monasterio y subió hasta la carretera donde esperaban los camiones. Antes de montar, el comandante llamó al oficial encargado de la misión nocturna.

—¿Qué tal durmió, teniente?

—No dormí, señor.

—Mal hecho. Hay que descansar. Yo sí dormí, a pesar del ruido de la fiesta. Se lo pasaron en grande los muchachos.

—Eso parece, señor.

—¿Cómo fue nuestro asunto?

—Se hizo como usted dijo, señor.

—¿Algún testigo?

El oficial se tomó un tiempo y derivó su mirada hacia los soldados.

—No… ninguno.

—Parece que duda. ¿Qué ocurrió?

—Había una adolescente, parece que hija de una enfermera. Se asomó al oír los gritos. Uno de los hombres le pegó un tiro después de… entretenerse con ella.

—Bueno, son cosas que pasan. Espero que haya gozado lo necesario. O sea, que la lista se amplió a diecisiete. ¿Algún incidente más?

—Uno de los soldados se desmayó. Casi cae en la fosa.

—¿En serio? ¿Es de su compañía?

—No, está en la del capitán Romero.

—Dígale que le arreste. Cuando lleguemos a destino que lo metan en el calabozo. Quiero hombres, no mojigatos.

—A la orden, señor.