Águilas, Murcia, septiembre de 2005
Puras Deus non plenas adspieit manus.
(Dios mira las manos limpias, no las llenas).
PUBLIO SIRO
Mi hombre permaneció imperturbable, como si llevara largo tiempo esperando ese momento.
—Admiro su voluntariedad en mantener abiertas sus dotes de observación. Es un tiro al azar. Seguramente es ésa su forma de actuar.
—A veces. Pero en esta ocasión creo haber dado en el blanco.
—Cree usted. Quizá la impresión le vino de algún comentario inocuo de Jesús.
—No. Él me dijo que usted había muerto. Aun dando por hecho que la edad hace que todo se acepte como inevitable, no le noté muy apesadumbrado. No le creí, pero no confiaba en encontrarle. En realidad no le estaba buscando. José Manuel no formaba parte de mis impulsos.
—Entonces, ¿cómo se le ocurrió semejante cosa?
—No habla usted como minero. Su discurso es profundo, meditado, como el de un filósofo. Y además, está la cicatriz de su pierna. Recuerdo lo que me dijeron, el costurón que le produjo aquella rotura de pierna cuando de niño escapó con su amigo Jesús. Até cabos. No ha sido difícil. Soy detective.
—¿Qué empeño tiene usted en esto?
—Ya le dije. Me siento incómodo cuando me intereso por algo y no queda resuelto a mi satisfacción. Por otra parte, ¿y qué si es usted José Manuel? No es un delito ni un acto reprobable. No se enriqueció al cambiarse por Carlos, nadie resultó perjudicado. ¿No le parece que podría ser hora de ensanchar su espíritu? Seguro que no contó a nadie el proceso mental que le llevó a tomar esa decisión. Lo tiene dentro, golpeándole.
—Para nada. Soy un hombre feliz. ¿Usted lo es?
—Sí, y no tengo secretos.
—¿Qué pretende sacar de todo esto? ¿La venta de la historia a alguna revista sensacionalista?
—Si ésa es la impresión que le doy es que he perdido fiabilidad. Lo siento. No tiene sentido que sigamos. Es mejor que me marche —dije, levantándome.
—Espere. Contésteme. ¿Por qué cree que debo ir más allá de lo contado? ¿Qué reportará a mi tranquilidad?
—Durante varios años usted hizo hábito de la confesión. Con seguridad lleva mucho tiempo sin expresarle a nadie sus más recónditas sensaciones. Puede seguir así. O quizás es momento de renovar el aire que custodia sus recuerdos.
Se levantó sin aparente esfuerzo, como si tuviera los huesos elásticos. Se acercó a una ventana y miró a través durante largo rato, dándome la espalda. Luego retornó a la silla.
—Un hombre que estuvo a punto de morir en mi búsqueda no puede tener bajos instintos —dijo, sin licenciarme de su mirada—. Bien. Soy José Manuel González. Cabe volver a preguntarle. ¿Y ahora qué?
—No tenga preocupación. Como cuando creí que era Carlos. Todo seguirá lo oculto que usted desee.
—Es tranquilizador saberlo. Aunque no le veo predispuesto a dejar las cosas sin más.
—Le aseguro que es una sorpresa para mí. Ni por asomo imaginaba este hallazgo. Pero dado que ha ocurrido, sí me gustaría conocer más cosas de su vida.
—No tiene por qué aceptarlo, don Gino —dijo Jeliko mostrando su intención de llevar su protección al extremo.
—No pasa nada. Me fío de este hombre —dijo José Manuel, después de indagar en mis ojos.
—Gracias. ¿Qué sucedió con el verdadero Carlos?
—Le atrapó un derrumbamiento en una mina. Estábamos juntos. No pudo salvarse. Pero vive en mí. —Y por un momento noté gran intensidad en su mirada, como si hubiera más de dos ojos mirándome.
—Dejó usted el seminario y parece que nadie supo nunca el porqué.
—Por qué, cuándo y dónde sería la pregunta correcta. —Su mirada se volvió opaca mientras escarbaba en sus recuerdos—. Fue en febrero del 38, en Valdediós, precisamente adonde había llegado para continuar mis estudios. Estaba más obligado que convencido, pero me quedaban pocas salidas. Además, tenía que aclararme del todo después de dolorosas experiencias. Intentar atrapar la gracia o descartarla para siempre. El seminario estaba funcionando con normalidad desde poco después de terminada la guerra en Asturias y todo parecía haber recobrado la beatitud. Yo procuraba centrarme en el aprendizaje. Pero allí, en octubre del año anterior, había ocurrido un hecho terrible. Un batallón del Ejército nacional cayó en la maldad pura. No me lo podía creer. El testigo confidente estaba aterrorizado cuando me lo contó. A escondidas me mostró el terreno donde enterraron a las víctimas. ¿Cómo podían cometerse tales atrocidades y en un lugar sagrado? Se dice que Dios nunca está de vacaciones. Entonces, ¿cómo permitió tal brutalidad en un templo dedicado a Él, en un valle que incluso lleva su nombre? Con lúcida claridad sentí de golpe que no podía pertenecer al mundo de la Iglesia porque los religiosos responsables del convento sabían lo sucedido y lo ocultaban, destacando sin embargo, y como una justificación general, los asesinatos cometidos por los rojos, que no fueron pocos y muchos de ellos también injustificables. Y hasta allí llegué en mi intención de encontrar el camino hacia Dios. Volví a Pradoluz, a casa. Fue cuando mi hermano mayor me echó.
—¿Tan duro fue como para tomar tan drástica decisión, su rotundo cambio hacia un futuro incierto?
—Sí, lo fue. Luego puedo contárselo y usted juzgará.
Cada vez que rememoraba algo se quedaba abstraído, como si volviera físicamente al lugar de los hechos. Le acompañé unos momentos en el silencio.
—En cuanto a la religión, me parece que no lo dejó del todo. Veo una talla en esa repisa.
—¿Sabe? Nadie lo deja del todo aunque viva en el ateísmo. Es algo así como volver a casa. Hemos nacido inmersos en la religión cristiana. Con los años de vigor la despreciamos. Pero está ahí, latente siempre, esperando la oportunidad de instalarse de nuevo en nosotros.
—¿En serio cree que está agazapada para reengancharnos? ¿Acaso tiene que ver con la vejez?
—No sé exactamente cómo ocurre. Le diré una cosa. Tras lo de Valdediós, y con ocasión del derrumbe en la mina de Villablino donde Carlos encontró la muerte, intenté un pacto con Dios. Pero Él no me lo cumplió. Las dudas que tenía sobre su existencia se despejaron. Estaba claro que no existía, que era mejor que lo contrario, porque entonces sería una inteligencia capaz de las mayores crueldades. Intenté desasirme de pleitear en la eterna cuestión. Pero cuando pensaba en Él rugía mi odio inacabable. Así estuve años. Y un día, ya en estos parajes, tuve que apreciar la mano de un poder omnisciente. La creación de este tinglado debe tener una explicación. Me di a reflexionar en profundidad y recapacité sobre mi pertinaz aversión. No se odia a quien no tiene ser o esencia. Nadie odia a una piedra o a una silla, valga el ejemplo como regla general, aunque hay gente para todo. Por tanto, y sin quererlo, el rencor me concedía la existencia de ese ser omnímodo.
»Consideré los hechos desde la lejanía del dolor. Lo que motivó mi rechazo fue algo muy duro, pero en ese momento Dios podía estar ocupado en otros asuntos más importantes desde un punto de vista global. O podría ser una prueba, como otros tantos aconteceres que tuve con posterioridad. Analicé mi recorrido por la vida y aprecié que había sido muy generosa conmigo. Sobrevivir a cuatro guerras. En momentos de vulnerabilidad anímica me atrevo a pensar que algo me protegió para salir indemne de todo aquello. Y luego, ser concedido del amor más puro que desearse pueda. —Volvió a reclamar una pausa para afianzar lo dicho o acaso para avalar su próxima confesión—. Y también está la persistencia del ser amado en aparecer en ciertos momentos como si no se hubiera ido. Veo y hablo con mi mujer cada día, con el mismo amor inextinguible. Así que he recuperado la duda que tuve y puede que llegue a ver a ese Dios que no quiso mostrárseme durante tantos años. Quién sabe.
Vivir para ver. Mi anfitrión tenía las mismas visiones que mi viejo maestro Ishimi y que miles de personas en el mundo, gente que habla con los del otro lado. He llegado a la conclusión de que incluso para los ateos no es asunto para tomar a broma.
* * *
—Menciona a su mujer. Disculpe. Me imagino que sería aquella joven que le cuidó en el hospital cuando intentaron asesinarle.
—Sí —admitió, tras un silencio prolongado—. Ella, la única desde que mis ojos atraparon su imagen.
—¿Tardaron en reencontrarse?
—Unos años, lentos como un tren averiado. Luego, una vida juntos, tan fugaz… Cuando se fue, volví a sentirme airado contra Dios y le reclamé por su indiferencia ante el dolor. —Tenía la mirada plagada de añoranzas—. Pero, ya le dije. Todo pasó.
—Según todas esas impresiones, ¿volvería usted al seminario, si el tiempo pudiera retroceder?
—No. No es el único camino para alcanzar la bondad. Esto, aquí y para mí, es como estar en el camino de prueba. Sin embargo, guardo entrañable recuerdo de Valdediós. Quizá porque fue una etapa dura, que son las que más se graban. Y también por la bondad de la mayoría de los profesores. No sé si seguirá funcionando como escuela, pero es un lugar único para la búsqueda de la perfección.
—Hay algo que me resulta difícil de entender en lo de Carlos. ¿Tanto se parecían?
—En efecto. En la mina nos conocían por los Gemelos.
—A pesar de ello es sorprendente que nadie se percatara de la suplantación. Incluso en los gemelos auténticos existen diferencias significativas para quienes están en la convivencia. El timbre de voz, la forma de mirar, el peinado…
—Es cierto. Pero es que éramos más que gemelos. Instintivamente habíamos ido adquiriendo los mismos gestos y actitudes. Le diré que me pidió que escribiera a una tía suya como si fuera él. Le aburría coger el lápiz, por eso hacía tiempo que no le escribía. Imité su letra y la buena mujer no sospechó; al contrario, mostró su alegría por esas cartas negadas en años de silencio. Parecía que Carlos y yo estuviéramos predestinados a fundirnos, sin tenerlo por imaginado. Esas cosas que algunos atribuyen a la obra de un alto designio. —Se apoyó en un respiro—. En aquel horrible momento, el escenario minero ayudaba a dar verosimilitud al cambio. Primaba la tragedia en sí misma y nadie buscaba las diferencias entre el muerto y el magullado, ambos con los rostros deformados por acción de las piedras. Por otra parte, ¿quién podía tener motivos de sospecha? ¿Qué sentido tendría para nadie la sustitución? No había dolo ni herencia a percibir.
—¿Cómo es que la familia no se enteró?
—Fui el encargado de transmitírselo, pero no lo hice, obviamente. Además, ya no era su familia. Lo habían echado. Y tampoco tuvieron forma de enterarse porque las comunicaciones no eran como ahora, que al momento se sabe lo que pasa en cualquier parte del mundo. No era noticia la muerte de un minero en el tajo, la de un albañil en la obra o la de un camionero en la carretera. Las cosas apenas transcendían de un pueblo a otro. Sólo en el periódico regional se hacía alguna mención. Y no debe olvidar que ocurrió empezando 1939. España seguía en guerra contra sí misma. Muchos hombres morían en el frente y eso tampoco era noticia.
—¿Por qué se hizo pasar por Carlos?
—Fue un impulso, el deseo de resucitarle en mí. Imborrable el instante de la decisión. Quizá se lo cuente luego, si aprecio que el avivarlo no me resulta insoportable.
—Escuchándole todo se llena de sentido.
—Porque es auténtico. Pero usted tiene razón. Alguien apreció el cambio. Fue Mariana, una amiga suya de Sama de Langreo. Debía visitarla aun sabiendo que mis noticias la desesperarían. Carlos y yo habíamos hecho testamento ante un notario de Ponferrada, algo que pudiera parecer sorprendente en hombres tan jóvenes. Eso da idea de cómo éramos. En caso de accidente de uno, el otro cobraría las indemnizaciones. Todo el dinero que recibí de la compañía se lo ofrecería a Mariana, lo que mi amigo hubiera hecho de ser el receptor. Al principio me presenté como Carlos. Curiosamente ella me creyó, pero enseguida quedó en desacuerdo con esa impresión. Cuando le conté lo ocurrido, su alegría desapareció como el fuego bajo la lluvia. No me fue fácil mitigar tanto dolor, que llegó al culmen cuando le entregué el dinero, algo que no esperaba y que intentó rechazar. La casa que fuera de Carlos estaba sin ocupar, como muchas otras. El banco no encontraba inquilinos porque faltaba gente después de la hecatombe. Me acompañó al cementerio donde sepultaron a su madre. Tenía una lápida sencilla que Mariana mantenía limpia. En ella Carlos había mandado grabar: «Una lágrima incesante hasta el fin de los tiempos».
»Era un ejemplo más de la diferenciación que tanto me sorprendió en él, dada su escasa formación cultural.
»La guerra había terminado un año antes en España y se veían muchas mujeres de luto y a la Guardia Civil por todos lados. Mariana me entregó una cajita de madera de Carlos, que había ocultado en un hueco de la pared. Guardaba fotografías de cuando era niño y de él con su madre y su padrastro, así como su documentación. También cartas, dos estrellas de cinco puntas, trece monedas "rubias" de la República, dos medallitas de oro de la Milagrosa y del Cristo de Medinaceli y… la pistola FN y dos cargadores.
»Cuando nos despedimos ella se abrazó a mí como la había visto hacer con Carlos, apoyando su rostro en mi pecho y sembrándolo con su corazón licuado. Sentí que era realmente Carlos, trasplantada no solo su personalidad sino su entraña toda. Y, sorprendentemente, cuando ella se separó me miró con ojos llenos de confusión, como si hubiera sentido la misma sensación.
La luz del largo atardecer estaba dorando los objetos. Debería haber dejado de indagar. Me lo impedía mi deformación profesional.
—¿Por qué se hizo minero?
—No había muchas salidas. Podía haber entrado en la industria siderúrgica. Pero intervino un factor emocional. Necesitaba un buen amigo, como lo había sido el desaparecido Jesús. Alguien con el que notara una identificación especial. Pensé en Carlos y ello decidió mi opción.
—Antes habló de Jesús. ¿Le tuvo al tanto de su doble personalidad?
—No. Jesús nunca supo que una vez fui Carlos, lo mismo que Javier, pero al revés. No sabe que soy José Manuel, al igual que Alfonso.
—¿Mantiene relación con su primo?
—No. Nos escribíamos en mis tiempos de París; mejor dicho, lo hacía Cristina, mi mujer. Después de… Bueno. El tiempo impuso la distancia.
—¿Qué me dice del tesoro?
—¿Qué tesoro?
—Estuve en esa cueva. Me llevó un hijo de Georgina, su sobrina.
—Georgina… ¿Cómo está?
—Magnífica. Quisiera yo estar así a sus años.
—La recuerdo de niña, sus rizos dorados, sus ojos como girasoles, sus preguntas sin sonidos.
—No le ha olvidado. En cierto modo me indujo a buscarle. Sólo la he visto una vez. ¿Quiere que le diga que le encontré?
—Prefiero dejar las cosas como están, cada uno con las imágenes en sus recuerdos. —Se obsequió con una pausa—. ¿Encontró algo en la cueva?
—No fui como buscador. Miré parte de aquellas galerías, que me parecieron catacumbas. Sólo había el sonido de un riachuelo, que no vimos. Lo que sí vi fue la placa a la entrada.
—Qué placa.
—Unos espeleólogos la pusieron en honor de los esfuerzos realizados por su padre de usted y su tío. —Sentí que en su mirada se introducía la chispa de algo. Me dejé caer—. Sería muy decepcionante, mejor diría que injusto, que ellos hubieran encontrado el famoso tesoro que, por su empeño denodado, merecería haber sido hallado por su padre o por usted. Pero usted no lo consiguió porque nunca volvió, ¿verdad?
Me miró y distendió el rostro.
—No suelta la presa.
—Bueno, ya sabe…
—Sí, que es detective. Y supongo que tiene formada su opinión.
—Creo que consiguieron ese tesoro.
—Vaya. ¿Por qué lo cree?
—No es normal que Jesús volviera de Francia sobrado de dinero. Parece ser que estuvo más de cuarenta años en París, pero ni allí ni en ningún sitio nadie se hace rico trabajando de obrero aunque labore toda su vida, y mucho menos en sólo quince años, el tiempo transcurrido desde que en 1939 él pasó a Francia y la vuelta de Soledad a Asturias para adquirir el palacio indiano. Por tanto, su riqueza no provenía de sus madrugadas. Esa compra se hizo con dinero en efectivo, como averigüé. ¿Un crédito de entidad francesa? ¿Lotería, quizá? Improbable, dada la cuantía. En cualquier caso y por encima de ello, está su historial de usted. No me lo imagino dejando sin solucionar ese punto de su vida. Además hace poco dudó cuando lo de Alfonso. Dijo después de… ¿Qué podía ser? Conclusión: si Jesús se hizo con el tesoro, necesariamente usted estuvo a su lado.
—Su constancia merece el final que le gustaría. Lamento desilusionarle. No buscamos ese tesoro ni sé si existió.
A pesar de la negación, supe que ocultaba la verdad. No entendía el porqué, ya que en ese hecho no hubo acción delictiva. Pero ¿acaso no era demasiado esperar que me leyera todas las páginas de su biografía? Como él dijo, ¿qué ganaría con decírmelo? Le miré en profundidad. Y entonces…
—Bueno. Por qué ocultárselo a quien tantos trabajos padeció buscándome. Sí. Conseguimos el tesoro.
No quise enjuiciar su cambio de idea. Quizá valieron los argumentos que expuse cuando le identifiqué como José Manuel. Me apresté a la escucha procurando un gesto neutro que le transmitiera serenidad. Pero estaba impresionado. Porque tenía delante a uno de esos tipos de excepción que pasan por la vida iluminando perplejidades; un hombre que había conseguido un tesoro, escondido desde tiempo inmemorial. Nada menos. Y lo realmente sorprendente era que en su aspecto nada había que lo identificara con una persona capaz de esa hazaña, como tampoco de otras acontecidas en su largo peregrinar.
—En honor a la verdad debo decir que se debió a la tenacidad de mi amigo, no a mí. Nunca estuve tentado por ese asunto. Formaba parte de una etapa del pasado tan irrecuperable como la niñez. —Bebió un sorbo de agua—. Jesús y yo habíamos recorrido un largo camino, cada uno por su lado. Ambos estábamos en París, él desde 1939 y yo desde el 42. Tomamos la decisión en 1948. Yo trabajaba en una pajarería con un naturalista. Él me enseñó todo acerca de los pájaros y me hice tan experto que hasta me dieron el título. Jesús no encontró un trabajo a su gusto y cuando nos veíamos miraba sus ojos llenos de frustración. A la sazón estaba de conserje en un edificio cerca de la place de l’Étoile…
»—Hemos hecho dos guerras, tres en realidad, ¿y de qué coño ha servido? Míranos.
»—¿Qué quieres realmente? Estamos sanos, tenemos trabajo y familia. ¿No es suficiente?
»—No. Soy minero, no peón de cualquier cosa, ni portero. Claro, ¿por qué no voy a las minas de aquí o de Bélgica? ¿Y qué si voy? ¿Cambiaría algo mi vida y la de mi familia, que es la que más me importa? Además, no lo comprendo. ¿No te pica la curiosidad de comprobar si viste algo en aquella cueva?
»Ese era el tema que le corroía.
»—Esa comprobación significa volver a España cuidando de que nadie nos vea. Eso, ahora y no sabemos hasta cuándo, comporta el peligro de que nos agarre la Guardia Civil. Para ti sería el fusilamiento. ¿Estás dispuesto a ese riesgo?
»—Sí, en cuanto se pueda. Sólo te pido que lo pienses de una puñetera vez.
»—Lo he pensado muchas veces aunque no te lo dije. Atiende. Sería una apuesta a una carta. Sólo puede haber una exploración. Si se presentaran dificultades de cualquier tipo en la cueva o en la andadura por nuestra tierra, al margen de los picoletos, no podríamos volver. Tendríamos una sola oportunidad para la que debería haber conjunción de varios factores: poder viajar a Asturias, hacerlo en la fecha y con la meteorología adecuadas, disponer ambos de la salud necesaria y pasar desapercibidos en lugares que ningún forastero visitaría y donde siempre hay ojos escondidos mirando. ¿Te haces cargo? Uno que falle haría irrepetible la acción. Un enorme esfuerzo de preparación y actuación que podría resultar baldío.
»—Lo complicas demasiado. Puede hacerse. Y no sería necesario un segundo viaje porque buscaríamos en el lugar exacto de la gruta donde viste lo que viste.
»—No me has contestado a lo esencial. Suponiendo que llegáramos a entrar en la cueva y resultara que no hay ningún tesoro…
»—A pesar de ello. Todo menos la incertidumbre de no saber si allí hay algo esperándonos para cambiar nuestras vidas. Escucha. Esta es una gran ciudad pero gris y fría, dura para los emigrantes. No hay verdor puro, sólo fachadas ennegrecidas para que los turistas pongan redondas sus bocas. No me imagino pasar aquí el resto de mi vida. Y no pienso en mí. Sé que Soledad añora nuestra tierra, aunque nunca dice nada. Sus ojos están perdiendo el color. No puedo soportarlo. Quisiera que volviera joven allá y que mis hijas pudieran respirar en aquellos montes. Y eso sólo es posible si…
»Estuve analizándolo. Llevaba años fallando a mi mejor amigo. Además, de tarde en tarde en mi interior aparecía el centelleo, aquello que prendió mis ojos con el vibrar de lo ignoto. Y también estaba Cristina. Como la mujer de mi amigo, ella tampoco reclamaba nada aunque yo sabía de sus nostalgias.
»—Bien —me decidí—. Buscaremos ese tesoro. Volveremos a la tierra amada donde no podemos vivir.
»Nunca vi tanta alegría en su rostro. Ese inmenso hombre se transformó de pronto en aquel chiquillo que recibió su paliza y la mía por seguirme en pos de un sueño. Pero ¿cómo entrar en el país y cómo acceder a la cueva? Sabíamos que toda la Cordillera Cantábrica estaba sometida a una gran vigilancia por las fuerzas policiales españolas debido a la acción de los maquis. Tendríamos que esperar a que desapareciera esa situación de excepción, en la que los guerrilleros seguían embarcados por la creencia de un triunfo final cuando los aliados ayudaran a expulsar a Franco. Pero las realidades políticas estaban en su contra. Era cosa de tiempo que fueran eliminados. En cuanto a entrar en el país lo más aconsejable sería hacerlo por las fronteras normales, legalmente. Analizadas todas las posibilidades nos pusimos en marcha. Yo tenía pasaporte y documentos, todos falsos, que me identificaban como ciudadano italiano, nacido en la Lombardía, y que me fueron facilitados por la organización a la que pertenecía el que escapó conmigo cuando en el 42 regresábamos como repatriados de la División Azul. Era factible porque yo hablaba italiano. Con ese nombre he seguido desde entonces. Jesús conservaba su vieja cédula española y el documento francés de estancia como refugiado político. Yo podía pasar por la aduana española pero él no. Así que recurrimos a la organización que, obviamente, ya no se dedicaba a la lucha contra los nazis. Los supervivientes, acostumbrados a estar al otro lado de la línea, siguieron en la falsificación y en la venta de armas cortas. Esa gente trabajaba muy bien. Tenían un enorme archivo. Los nombres que ponían eran de personas de edades semejantes que realmente habían existido y que formaban parte de los miles de desaparecidos en toda Europa por la guerra; gente que, al no dar señales de vida durante años, se suponía que yacería en fosas comunes. El pasaporte que prepararon a Jesús mostraba incluso sellos de entradas y salidas a Bélgica y Holanda y estaba rozado para darle la vejez necesaria. Para entonces Jesús hablaba bien el francés por lo que no había incongruencia.
»El siguiente paso fue presentarnos en las oficinas de la Compagnie Maritime Française, una de las navieras de prestigio. Nos hicimos marineros simples. Empezamos en los cargueros de vapor, ejercitándonos en ese oficio nuevo hasta que llegara el momento. Ya podíamos entrar en España sin más riesgo que el improbable de topar con alguien conocido. Simplemente había que tener gran paciencia y convicción, lo que no nos faltaba.
El tiempo pasaba y los maquis aguantaban, si bien cada vez más acosados. En 1951 el Régimen dio oficialmente por eliminada la guerrilla y con ella la situación de inseguridad en todas las poblaciones montañosas de Asturias y León. Ya podíamos llevar a cabo nuestros planes. Y fuimos en busca del tesoro.
—¿Puedo saber en qué consistía?
—Monedas de oro.
—¿En serio? ¿Me está diciendo que encontraron monedas de oro?
—Doblones —continuó él, imperturbable ante mi incredulidad—. Evidentemente, el valor intrínseco del oro era importante. Pero cuando llevé una pieza a un notable anticuario de la place Vendôme de París y me enteré de que el valor numismático era no solo superior sino inestimable, quedamos impresionados porque superaba con creces nuestros cálculos. Así supimos que las 6.851 monedas encontradas habían sido acuñadas en la ceca del Nuevo Reino de Granada, ahora Colombia, sobre 1630; que pesaban alrededor de 6,600 gramos de ley de 22 quilates y conservación flor de cuño, y que estaban recortadas a la forma hexagonal, no en cordoncillo, lo que garantizaba, además de otros detalles técnicos, su antigüedad y autenticidad.
—¿Cómo fue la aventura de encontrarlo? ¿Estaba en esa cueva, según señalaba la gaceta?
—Más tarde le daré los detalles, si lo considera necesario. Lo importante es que conseguimos esa fortuna.
—Me imagino que sería obligado declarar la procedencia de las monedas.
—No había leyes en esas fechas sobre los derechos de propiedad de tesoros encontrados. Ahora son los países los que tienen esos derechos. Si se encuentran en tierra, el Estado es el propietario exclusivo. Si es en el mar, las naciones que quieran exhibir su jurisdicción deben consultar registros en los archivos, a no ser que se encuentren en pecios hundidos fuera de las veinticuatro millas, zona de soberanía que las leyes conceden a cada Estado. Por otra parte, cuando encontramos el tesoro la vida era más fácil en muchos aspectos. Los viajes por avión eran poco usados, por caros. El barco y el tren eran los habituales y nadie registraba los equipajes porque no existía la droga ni el terrorismo como actividades. —Se tomó un respiro—. Los tesoros, fuera en lingotes, joyas o monedas, pertenecían a quienes los encontraban aunque lo normal era que no lo hicieran público. En cuanto a la numismática, si bien incipiente y sin la categoría de ciencia, ya estaba extendida en los países anglosajones y en Francia. Por eso la satisfacción del anticuario al ver la primera pieza.
—¿Cómo fue la transacción? Tantas monedas…
—Cuando le dijimos la cantidad casi se desmaya. Se mostró cauteloso, diría que tembloroso. Dijo que volviéramos al día siguiente. Tenía que contactar con alguien ya que el asunto era de gran envergadura. Ese día nos apostamos Jesús y yo en un lugar de la plaza desde bien temprano para vigilar los movimientos por si era una trampa y acudía la policía. Tal fortuna podía sugerir un robo y quizás el hombre tuviera reparos en entrar en algo cuya procedencia ignoraba. Si ello ocurría caeríamos en una situación de enorme gravedad ya que seríamos investigados a fondo y descubrirían nuestros secretos. No fue así. Probablemente porque el comprador tendría luego impedimentos legales para adquirir las piezas codiciadas. A las diez en punto un Rolls se detuvo, salió un caballero y entró en la tienda mientras el auto se alejaba. Ese hombre era un coleccionista. Le recuerdo como si lo tuviera delante. Tenía una pátina acorde. Casi exquisito en el vestir. Él mismo parecía una bien conservada antigüedad. No le diré los movimientos pero sí que se quedó con todas las monedas menos veintiséis. Un juego de arras para Jesús y otro para mí.
—¿Consideraría una indiscreción preguntarle lo que ese hombre les pagó?
—Nos dijo que el valor de subasta o mercado podía estar sobre los sesenta dólares, unos veintiún mil quinientos anden francs la pieza. Redondeando, ciento cincuenta millones de francos viejos. Cerramos por un total de cien millones de francos, unos once millones y medio de pesetas.
—Caramba. Eso era mucho dinero entonces.
—Lo era.
—¿Lo pagó de golpe, en metálico?
—En metálico, pero no de una vez. Hicimos varias entregas.
—¿Qué hizo él con las monedas?
—Lo ignoro. No volvimos a verle. Al principio me interesé por las noticias numismáticas y las subastas de monedas. Ninguna era de las nuestras. Luego dejé de interesarme. Supongo que las conservaría.
—¿No sintió curiosidad por saber cómo llegaron esos cofres a la cueva, y quién pudo llevarlos?
—La tuve al principio, pero luego lo dejé estar. Eso es tarea de investigadores y yo no lo soy. Ni les voy a dar oportunidad de averiguarlo.
—¿Cómo pasaron el dinero a España?
—De la forma más sencilla. En las maletas. No nos miraron en la aduana.
—Está claro que volvieron con la amnistía del 79.
—Volvió Jesús, ya con su verdadero nombre rescatado, su pasaporte expedido por el Consulado Español. Yo lo había hecho en ocasiones, con mi mujer, de turista, con mi nombre italiano.
—Lo ha conservado siempre. ¿Por qué no recuperó el suyo verdadero cuando la democracia puso punto cero en la convivencia?
—¿Cuál de ellos? Los dos están en mí pero llevan muchos años escondidos. Gino me ha acompañado la mayor parte de mi vida. Le he tomado cariño. No podría abandonarle ahora, además de que no tendría sentido. Carlos desapareció en 1942 y José Manuel tres años antes. Tanto tiempo. No. —Se ratificó con un gesto de la cabeza—. No puedo renacer a estas alturas.
—¿Desde su huida en Orléans en el 42 estuvo todo el tiempo en Francia hasta la liberación de París?
—Sí. Al principio hubo muchos grupos guerrilleros tanto en la zona ocupada como en la de Vichy. Actuábamos por cuenta propia, desconectados unos de otros. Cayeron muchos, entre ellos mi guía en esas actividades, Luis Carmona, y cambiamos de grupos. Quien nos unificó fue Londres, a través de sus mensajes radiados y los comandos enviados en vuelos nocturnos. Al final se creó el Consejo Nacional de la Resistencia y todos estuvimos integrados en una única red.
—¿Cómo asumió el pasar de estar luchando junto a los alemanes a combatirlos?
—Lo acepté como algo inevitable. Aunque le parezca mentira casi nunca he decidido mi destino. Otros tomaron esa tarea por mí, salvo en contadas ocasiones. Supongo que eso les habrá ocurrido a otros.
Contaba sus vivencias con un tinte de nostalgia, como si al rememorarlas estuviera desprendiéndose de ellas y nunca volviera a recuperarlas. No me era fácil desasirme de esa influencia y tuve que respetar las necesarias pausas, algunas de minutos.
—¿No pensó, en su momento, en pasar a España y actuar con los maquis de su tierra?
—Nadie me invitó a hacerlo, quizás en la creencia general de que era primordial acabar primero con los nazis, lo que facilitaría las cosas con España. Pero dudo que hubiera aceptado volver con ese objetivo. Se me habían quitado las ganas de estar en escenarios bélicos, una casi constante maldición desde julio del 39. Y menos después de vivir la liberación de París.
—¿A qué se refiere? Aquello debió de ser muy emocionante.
—Lo fue. Y también terrible. Vi a mujeres y hombres abalanzarse sobre soldados alemanes indefensos que se habían rendido. Los despojaban de sus pertenencias y luego los mataban fríamente a golpes de adoquín o pateados. Algunos de esos alemanes eran adolescentes, casi niños, llegados hacía poco para cubrir el vacío dejado por los soldados muertos. Sin duda inocentes de actos punibles. Su único delito consistió en vestir el uniforme alemán. Recuerdo sus miradas antes de morir. Las llevo, como tantas otras cosas, clavadas en mis sensibilidades.
Volvió a interrumpirse. Yo había quedado vacío de preguntas. Pero él continuó desmenuzando sus experiencias, con la morosidad de un beso de enamorado. Parecía decidido a aprovechar la oportunidad, consciente de que quizá no podría explayarse con nadie más. Fue casi un monólogo, largo, detallado. Hasta que llegó el momento en que sus palabras se agotaron. Lo comprendí por el silencio sobrevenido. Temí que hubiera sido demasiado. Me puse en pie. Él abrió un cajón, sacó una cuartilla y una estilográfica Montblanc, y escribió.
—Si quisiera saber algo más, escríbame a esta dirección y, claro, a mi nombre italiano. Me gusta la comunicación postal. Es más entrañable.
—Bonita pluma.
—Sí —dijo melancólicamente—. Un recuerdo de un oficial alemán.
Se levantó. Por la ventana miré al mar, que se resistía a vestirse de sombras. Los bañistas habían desaparecido y el paisaje volvía a ser como al principio de los tiempos. José Manuel y Jeliko me acompañaron hasta la carretera, donde esperamos al taxi. El hombre tenía algo en el rostro, no la expresión de cuando le conocí.
—Gracias —dijo al darme la mano—. Vuelva a vernos.
—Lo haré.
Entré en el coche y miré por la ventanilla trasera. Los vi empequeñecerse en la distancia hasta desaparecer en una curva.