Capítulo 64

Águilas, Murcia, septiembre de 2005

Que no sea tuyo el desconsuelo

de las manos agitando vientos,

que no sean tuyas las culpas

de esta incertidumbre

y deja que cabalgue la presencia por

los campos del recuerdo.

BRANCA VILELA

Casi al límite con Almería y mucho antes de la playa de los Cocederos, el paisaje rocoso se quiebra en erosiones y salientes, colinas no despiadadas de donde bajan aromas de romero, espliego y tomillo. A media ladera está la casa, única en el entorno. Es de madera, prefabricada, una forma de construcción no muy usual todavía en España. Había un camino artesano que descendía directamente a la alejada y recóndita playa. Miré a los bañistas moviéndose como muñecos en la mar calmada bajo un clima ideal. A unos seis kilómetros se veía Águilas, agostada bajo el cielo esplendente, no tan invasora del mar con sus modernas construcciones como en otras partes del Mediterráneo. El lugar es uno de tantos parajes de ensueño que he podido contemplar a lo largo de mis correrías.

Había llegado en taxi, por lo que no tenía problemas de coche. Me senté en una piedra y esperé. Un ave rapacera planeaba en círculo. El silencio aportado por la ausencia de humanos y sus actividades se llenaba con el siseo de los insectos. Era tan vivo que tuve la sensación de que oía lo que se decían en sus formas de comunicación. Tuve un momento de alegría interna cuando avisté varias lagartijas merodear vigilantes e intrépidas. Hacía años que no las veía y recordé lo que contaba mi padre. Cuando él era niño las capturaban y las mataban, cortándoles los rabos. La crueldad consentida, la impiedad para los animales. El animal moría pero el apéndice se convulsionaba como si estuviera vivo. En tanto que mantenía su movimiento, los chicos recitaban «hijoputa cabrón», salmo heredado de generaciones perdidas, hasta que el trocito de órgano se rendía. Noté un punto de melancolía. No suelo pensar mucho en mi niñez, que pasó como una exhalación. Pero en aquel paraje de quietud bíblica sentí el peso de los años desperdiciados.

Tiempo después vi llegar a dos hombres en bañador y un perro saltarín. Uno era joven, de pelo dorado y de fuerte complexión. Supuse que el otro era el que buscaba. Alto y delgado, desligado de grasas, no entorpecido por la edad. Venían despacio, mostrando tal tostado que parecían anunciantes de una crema bronceadora. Haciendo juego con otras del pecho, una desvaída cicatriz destacaba en una de las flacas pantorrillas del hombre grande. Llegaron hasta mí y me miraron, el joven un paso adelantado y en actitud protectora.

—Le esperaba —dijo el anciano—. Sea usted bienvenido. Ya que hizo tan largo paseo le invitamos a comer.

Entramos en la casa, de una sola planta, y accedimos al salón-comedor-cocina, según diseño americano. Me señaló una silla del salón y desapareció en el interior mientras el joven no me quitaba ojo. Poco después volvió vestido con un pantalón vaquero y una camisa de manga corta.

—¿Por qué no nos preparas una de tus paellas? —dijo—. Así nos das unos minutos para charlar y este hombre marchará satisfecho de nuestra hospitalidad. —Ya solos en la mesa, aclaró—: Es un gran cocinero y más que mi ayudante. Con él estoy seguro.

—¿Alemán?

—Yugoslavo.

—¿Cómo yugoslavo?

—Sí. Aunque Yugoslavia no existe, él se niega a ser considerado sólo serbio. Le sale el rencor cuando se habla de este asunto. No comprende que la OTAN bombardeara Belgrado matando civiles, entre ellos su mujer, cuando llevan siglos sufriendo afrentas de los mahometanos, desde que fuera invadida por los turcos. No puede entender que Alemania, que luchó por su unificación, reconociera a Eslovenia, lo que fue el principio de la desmembración del país que le vio nacer.

Hablaba lentamente, con educada pronunciación y sin enfatizar el tema, antes al contrario, como de pasada, consciente de que el joven nos estaba oyendo.

—Parece que viva usted expatriado de la familia.

—¿Le parece? Nada más lejos. La casa de Blanca me aplastaba. Aquí me encuentro más libre. Hay dos habitaciones, un baño y un taller-estudio con retrete en la parte de atrás. De vez en cuando aparecen por aquí mi hija Marisa y los nietos. Vienen más de lo que quisiera. No me gusta tanto ruido.

—Este parece un espacio protegido.

—Lo es. Paisaje Natural Protegido. La zona se llama Cuatro Calas y Cañada Brusca. Como ve, todo el litoral es silvestre, rocoso, con pequeñas calas de playas rubias y arenas limpias.

—Ya veo. ¿Y cómo le permitieron plantar la casa?

—Hice generosas donaciones a la Comunidad durante años. Cuando decidí aislarme pulsé los resortes correspondientes. Me dieron permiso como puesto de estudio y observación para la naturaleza. Me ayudó el ser ornitólogo. Hago informes censales sobre la flora y la fauna. Esto es un biotopo donde se desarrolla una biocenosis característica de animales y plantas. Una maravilla.

—Puedo afirmarlo. No he visto postes de tendido eléctrico.

—Tenemos un generador con motor Diésel que nos da suficiente luz.

—¿Y el agua?

—Un pozo en la parte trasera. Es excelente.

—Me recuerdan a Robinson Crusoe y a Viernes.

—Nada que ver. No estamos aislados.

Miré al balcánico. Se había puesto un delantal y un gorro blanco y trasteaba, aparentemente a lo suyo.

—Me escribió Javier Vivas. Al igual que yo, él no usa la red. Se disculpa por haber roto el juramento y facilitarle mi dirección. Me habló de una mujer joven que le encandiló y le rompió las defensas. —Inició una sonrisa exculpatoria—. Siempre ha claudicado ante los encantos femeninos.

—No soy escritor, como le habrá dicho. Soy detective privado. Me encargaron localizarle.

Por un extremo de mi campo visual noté que el yugoslavo se paraba y volvía, alerta como una pantera.

—Vaya. Al fin dieron conmigo. Tantos años detrás.

—Sólo llevo en esto unos meses.

—No me diga. —Sus ojos se llenaron de admiración—. ¿Tan listo es usted?

—Tuve suerte y busqué la lógica.

—¿Y ahora qué?

—Nada absolutamente. No estoy aquí como profesional.

—¿En calidad de qué, entonces?

—De investigador propio. Yo soy mi cliente.

—¿Qué significa eso?

—Que seguirá en dirección desconocida y nadie sabrá por mí que se llama Carlos Rodríguez. Pero mi investigación ha sido positiva para usted. Le exoneré de culpa al descubrir al verdadero asesino de aquellos hombres. Ya sé que a estas alturas puede parecerle carente de utilidad. No lo es para mí. Me cabe la satisfacción de haber reparado una injusticia que duraba demasiado tiempo.

—Vaya, qué sorpresas trae la vida. ¿Conozco al asesino?

—No lo sé. Era un falangista del grupo de su primo Alfonso llamado David Navarro.

—¿Qué motivos tenía ese hombre para cometer esa acción?

—En realidad estaba inducido por su primo, ansiado de venganza por…

—¿Por haber intentado asesinarme?

—Mucho más sentimental. Era el amante de Andrés Espinosa, supongo que le recuerda.

—Andrés… —Dejó que el tiempo retrocediera y le alcanzara. Tras un rato de meditación, añadió—: Acláreme una cosa. He creído entender que le contrataron para encontrarme. Por tanto, les habrá informado de su hallazgo.

—No. Son familia del inspector Perales, primo de los asesinos de Andrés. No pienso darles esa inmerecida satisfacción. Cancelé mi relación con ellos. Tampoco informaré a Alfonso, en el caso de que no sepa dónde se encuentra usted. Ya le dije que es una investigación para mi propio sosiego.

—¿Sosiego? Quizá debería explicarse mejor.

—Su vida me interesó desde el principio. Una historia seductora. El hombre acusado de crueles asesinatos que se desvaneció en el misterio. Casi muero por usted.

—¿Cómo dice?

—Satisfaré su curiosidad ampliamente.

—Bien. Lo hará mientras comemos. ¿Le parece?

Dimos cuenta de la paella, que no fue acompañada por vino sino por agua, y de un gran postre de frutas. Le puse al tanto de mis investigaciones y actuaciones, y él me habló de sus experiencias en el Tercio y en la División Azul. Tuve la sensación de que era una confesión reprimida durante años y que le estaba escarbando por dentro. El hombre apenas gesticulaba. Tocaba los objetos con tanta suavidad que parecía extraer de ellos notas musicales. Y el tiempo fue empujando lentamente y ninguno teníamos deseos de que acabara. Me encontraba realmente a gusto. A pesar de ello, mi espíritu investigador me conducía a intentar que los secretos del hombre dejaran de serlo para mí.

—Cuando en el Tercio su capitán le habló de la orden de aprehensión, ¿sospechó por qué le buscaban?

—No. Me lo dijo por carta Alfonso, tiempo después.

—Si usted no era culpable, ¿por qué no se presentó?

—No estaban los tiempos para caer en manos de la policía. Entonces, cuando a algún mando policial se le metía en la cabeza inculpar a alguien de algo, no tenía dificultad en obtener la declaración de culpabilidad. Disponían de métodos muy persuasivos. Podían conseguir que declarara lo que ellos deseaban. Así resolvían todos los casos porque siempre atrapaban a los autores de los crímenes, aunque en muchas ocasiones fueran inocentes. Comprenderá que, sabiendo cómo era Perales, procurara no facilitarle la tarea.

—Usted comprobó la constancia de ese policía. Aun sin saber el parentesco con los dos hermanos, ¿no le extrañó tan permanente fijación, incluso tras saber que pagó por matarle?

—No, dada la personalidad del sujeto. Había sido desobedecido y burlado. Me enteré de que fue uno de los primeros miembros de la Brigada Político-Social creada en ese año 41. Quería una hoja brillante en su expediente. Cumplía con la función que le fue asignada en la vida. Yo debía ser capturado vivo o muerto, como en los westerns.

—Y sus primos, ¿tanto se podía robar en la estación?

—Tanto como en cualquier sitio si se dan las circunstancias y se tiene formada una organización montada sobre sobornos. Ahora, en el pasado y en el futuro. La delincuencia es congénita de la sociedad humana.

—Supongo que el botín estaría a la altura necesaria como para que el asesinato tuviera justificación.

—En las personas normales no cabe tal justificación. Pero hablamos de mentes criminales, gente predispuesta a ello. Además, en aquellos años la vida de un obrero valía poco para algunos.

—¿En qué consistía el material robado?

—Bueno. Todo aquello susceptible de ser alzado con rapidez y de fácil transporte. Debo recordarle que Atocha era una estación con una enorme actividad, un centro económico y laboral de gran importancia. A diario se descargaban más de trescientos vagones de mercancías, aparte de las líneas de viajeros. Figúrese el tránsito y el trabajo.

—Supongo que los trenes de viajeros estarían separados de los de mercancías.

—En la parte central, la que va pegada a Méndez Álvaro, había seis vías para Gran Velocidad destinadas a viajeros. Hacia la avenida de Barcelona, más allá de un barranco, estaban las vías de Pequeña Velocidad, la mercancía de detalle. Pero también en los trenes de viajeros ponían algunos coches para mercancías menores, aparte de la paquetería y equipajes en consignación.

—¿Quién hacía la descarga?

—Aunque la compañía disponía de mozos, eran las contratas ferroviarias quienes se encargaban de eso y de las cargas.

—¿Quién controlaba todo eso?

—En primer lugar los encargados de las contratas, que eran varias. Atendían a un montón de mozos porque había trenes de hasta sesenta vagones, imagínese el espacio lineal que ocupaban. Por parte de la compañía había un factor encargado de las descargas, que tenía varios factores ayudantes para clasificar la documentación y contrastarla con la que manejaban las contratas.

—¿Los factores estaban presentes en las descargas?

—No habitualmente. Era un trabajo aburrido y repetido. Se fiaban de los encargados contratistas, salvo que hubiera incidentes.

—¿Qué hacían con las mercancías?

—Las más grandes se las llevaban directamente los consignatarios. Las otras se depositaban en almacenes para ser entregadas o repartidas en su momento. Lo que venía en trenes de viajeros, como maletas, baúles y paquetes, se quedaba en consigna, en otros grandes almacenes separados. Aquí los controladores encargados se llamaban factores de circulación.

—Parece que todo estaba debidamente vigilado.

—Sobre el papel. Los robos se hacían una vez que las mercancías pasaban a los depósitos de detalle o al de consigna.

—¿Exactamente qué robaba la banda?

—En detalle, muchas cosas. Vino, cemento, frutas, aceite de oliva y para máquinas, café de Portugal, huevos, frutos secos, calzado de calle y de casa, maquinaria menor, rollos de tela para trajes, prendas de vestir…

—Eso parece difícil de manejar.

—No, si se tiene una red. La banda tenía sus propias camionetas y actuaba durante las madrugadas. Pero era en consigna donde más artículos de valor obtenían. No puede imaginarse la de bultos que se manejaban. La nave siempre estaba llena porque, aunque la mayoría de los envíos salía en una o dos fechas, cada día venían más en una rueda inacabable. Abrían las valijas y cajas, sacaban prendas y cuantos objetos de valor hubiera y luego las cerraban y volvían a precintarlas. No todas se desvalijaban, desde luego, pero sí las suficientes para mantener la actividad. Era perfecto.

—¿Eso funcionó mucho tiempo?

—No sé si ocurría antes pero la banda de referencia empezó a actuar obviamente desde el término de la guerra, con el control militar del país. En esos años no existía la Renfe. Operaban varias compañías ferroviarias siendo las más importantes la MZA, la de los Caminos de Hierro del Norte de España y la de Ferrocarriles del Oeste y Andalucía. La red estatal fue creada en 1941, pero no empezó a actuar como tal hasta 1945. Tuvo un trabajo inmenso, no sólo para hacer un balance del estado de las vías, trenes y estaciones, sino para clasificar al personal. La nueva reglamentación los unificó en nuevas categorías, pues hasta entonces cada compañía tenía las propias, que diferían unas de otras. Fue un largo proceso que necesitó ese tiempo. La regulación total impondría un mayor control, lo que llevaría a la inevitable extinción de los robos en escala. Supongo que Perales y sus primos apreciarían esa realidad y trataron de activar sus operaciones para sacarles el máximo jugo en los breves años que durara. Pero al desaparecer los primos, el negocio secreto de Perales terminó abruptamente. Y eso es lo que nunca perdonó mi infatigable perseguidor.

—Entiendo que la constante gravitación de ese hombre sobre usted le llegaría a desesperar.

—Sí, en ocasiones. No me dejó hacer una vida normal. Pero con el tiempo todo se atenúa. Luego tuve compensaciones. Es una regla de vida. Unas veces te quita y otras te da.

—No es una regla. Hay quien sólo tiene desgracias en su vida y otros lo contrario.

—No me puedo quejar. Desde mi atalaya busco la riqueza de mi soledad, donde se vuelven a vivir los recuerdos y donde el alma se ensancha. ¿Ve este paisaje? Es una invitación a lo trascendental.

Le observé con atención y empezó a germinar en mí una sospecha. Tendí las redes.

—Habla del alma. Nunca entendí no ya de su existencia sino de la importancia que se le da, fundamentalmente por la Iglesia.

—¿Por qué no lo entiende?

—Eso de que es la depositaria de la resurrección, todas las almas apretujadas en el cielo esperando les llegue el día de instalarse en cuerpos nuevos.

—Téngala entonces como la definición científica de materia intangible.

—Siempre he sentido decepción por la importancia que los filósofos y teólogos han venido dando al alma, que en sí misma es sólo la sustancia que da vida a cualquier cuerpo animal, cuando lo importante del hombre es su intelecto.

Noté que lograba abrir brecha en su impasibilidad.

—Continúe.

—Cuando muere un gran pensador, pongamos un científico o un creador de arte, o cualquiera que destaque del nivel general, con él desaparecen muchas más cosas de las que ha realizado y dejado escritas o plasmadas. Años de estudio e ilustración, proyectos no puestos en práctica, un mundo ilimitado de ideas y sensaciones no expresadas aún… Todo ese bagaje irrepetible se pierde. Creo que si algo hay que guardar para esa resurrección final debería ser el cerebro de esos hombres, no su alma. Recuperar esos conocimientos sería lo beneficioso para esa nueva Humanidad, puesto que esa sabiduría de miles de años no habría que volver a aprenderla.

—Hay mucha razón en su argumentación. En todo caso, la inteligencia no está reñida con el alma. Son cosas distintas y no tienen por qué ser contradictorias en ese escenario final.

De repente noté que su mirada se alertaba. Estuvo un rato mirándome como si cayera en la cuenta de que había sido lo suficientemente incauto como para perder su disfraz. Comprendió. Le costó trabajo volver a tomar la palabra.

—Estoy seguro de que intenta decirme algo.

—Sí, que usted no es Carlos Rodríguez. En realidad es José Manuel González, el hombre del que nunca se supo desde que su hermano mayor lo echara de casa hace tantos años.