Capítulo 63

Gringorovo-Orléans, mayo de 1942

En un cofre de plomo

guardo hebras doradas

que nadie va a quitarme si no quiero.

Yo mando en lo que encierra la muralla.

CARMEN JODRA DAVÓ

En la estación de Gringorovo los vagones de ganado habilitados se fueron llenando con los mil trescientos veinte hombres escogidos para el 1er Batallón de repatriados. Casi un año después de la llegada. No llevaban armas, pero muchos cargaban con algún objeto de recuerdo, distraído de los lugares ocupados. Habían entrado en combate tarde, pero todos llevaban en sus mentes los horrores vividos y, la mayoría, cicatrices en sus cuerpos. El contingente lo componían mutilados, convalecientes, casados, mayores de treinta años y los reclamados policialmente, además de varios «indeseables», término aplicado a los sospechosos de agitación política debido a su pasado izquierdista. Y también casi todos los jerarcas del partido azul supervivientes, que meses atrás se apuntaron deslumbrados a esa aventura quebrada. Viendo su clara espantada, Carlos se preguntaba si alguno de ellos estuvo físicamente en las trincheras de la guerra española. Porque todas las guerras eran iguales: la muerte como guión y colofón. Si hubieran estado no habría prendido en ellos la hipnótica llamada que les hizo dejar sus cómodas vidas en busca de una gloria no garantizada.

El Voljov se había transformado. Ahora era un río mucho más alto y sus aguas habían invadido las riberas centenares de metros. Las placas de hielo se desprendían para lanzarse al fuerte flujo y diluirse camino del norte hacia el lago Ladoga. El deshielo traía sonidos aletargados durante el feroz invierno y descubría más testimonios de las despiadadas batallas. Cadáveres sin rostro, los uniformes en jirones por la hinchazón tremenda, flotaban junto a los grandes bloques blancos, troncos de árboles y animales reventados. De repente a Carlos le pareció que aun sin vida los soldados seguían contendiendo; los españoles y alemanes intentando alcanzar Leningrado para tomarla y los rusos tratando de impedirlo. Incluso creyó oírlos gritar mientras giraban y chocaban en la veloz corriente.

El tren partió y muchos rostros expresaron la satisfacción por el retorno. Era un tipo de alegría diferente a la de un año antes, aunque igual de incontenible. El no haber muerto y la primavera que entraba por las puertas del vagón hicieron que muchos volvieran a cantar las viejas canciones, aunque con distinto sentimiento que durante el viaje de ida. Entre ellas, la que sonaba en todos los frentes de Europa, la alemana Lili Marleen.

Vor der Kaserne, Vor der grossen Tor

Stand eine Láteme, Und steht sie noch davor…

Hablaba de un soldado que se despide de su novia, Lili Marleen, a la puerta del cuartel bajo la luz de una farola. Ya en el frente piensa en su amada sin cesar y se pregunta quién será, en el caso de no regresar, el que la bese junto a la farola.

Había muchas canciones que recordaban a la tierra, a la familia y a la novia añorada. Pero el pulso arrastrado de la melodía alemana y el lamento profundo del enamorado para con esa muchacha sin rostro de nombre tan sugerente, que quizá no volvería a ver, hermanó a millones de jóvenes combatientes. Carlos vio llorar a algunos soldados en sus asientos. Posiblemente de alegría o por haber recibido noticias de que la novia ya no lo era. Cerró los ojos y vio a Cristina. De ella no se despidió bajo una farola, sino en una nada romántica estación de metro después de viajar juntos a la gloria. Pero tuvo la misma angustia que el soldado alemán de la canción. Tanto la recordaba que a veces sentía resquebrajarse su confianza. Había leído sobre amantes que languidecían en la lejanía y dejaban que les abandonase la vida, como el sol cuando se rinde ante la noche. Pero él quería vivir, volver a sentir la frescura de los labios apenas besados. Y sin embargo ella estaba cada vez más lejos porque él no podía regresar a España.

De forma distraída topó con los ojos de Luis. Recordó al cabo Alberto Calvo y lo último que le dijo en los sótanos del monasterio de Otenskij.

—Quise matarte varias veces, Dios me perdone.

—¿Por qué quisiste matarme?

—Cabrón de mí. El inspector Perales dijo que eras un criminal y que habías matado a cuatro personas. Él sabía dónde estabas y había dado orden de atraparte pero prefirió actuar por la vía rápida. Me prometió una buena cantidad si acababa contigo. Contactó conmigo durante un permiso. Prometió también, y esto fue lo que más me decidió, que sacaría a mi padre de la cárcel de Porlier, donde permanecía por haber luchado con la República. —Hablaba entrecortadamente, entre toses. Consciente de su gravedad parecía tener prisa en aliviar su conciencia antes de cruzar el umbral misterioso—. No me aclaró el porqué de sus prisas. Y no hice preguntas cuando me dio un generoso anticipo. Sólo pensé que matarte sería un acto de justicia por el que obtendría, además, las ayudas que tanto necesitaba mi familia.

La vida se le escapaba junto a la sangre.

—No sé qué le hiciste a ese tío, pero me mintió. Te he visto en estos meses y no puedes ser un criminal. Necesito tu perdón. Estoy intentando compensar mi conducta hacia ti. Alguien se comunicará contigo en algún momento. Hazle caso y no te dejes coger.

Y fue en el Spanischs Kriegs-Lazarett, el Gran Hospital de Riga bajo control médico español, donde tuvo el contacto. Ocurrió dos meses antes, al ser ingresado con principio de pulmonía. Nunca tuvo la suficiente grasa natural en su cuerpo para protegerse de aquellos fríos. Cuando pudo pasear por los limpios y cálidos pasillos, erradicadas la fiebre y la enfermedad por la acción de las sulfamidas y la buena alimentación, se le acercó un herido. Dijo llamarse Luis Carmona y pertenecer a la 2.ª Compañía del 1.º del 269. Tenía veintiséis años y se curaba de los efectos de un balazo en un hombro. Su rostro estaba cincelado de penurias y Carlos se preguntó si él ofrecería el mismo aspecto a los demás. Le confesó que era uno de los declarados «indeseables» y que sería deportado. Añadió que Alberto Calvo había sido gran amigo suyo por nacer en el mismo barrio madrileño y que le informó de su problema con el inspector perseguidor, obligándole a jurar que le incluiría en la escapada que ambos proyectaban, en caso de que él no pudiera estar.

—¿Qué diablos tenías con Alberto para que me pidiera tal juramento?

—Era un buen amigo —respondió Carlos, declinando remover el pasado.

La huida no sería exactamente una deserción, y menos al campo ruso, donde tenía seguridad de que ello sería un destino peor. Su plan era escapar en el viaje de regreso a España. Era un riesgo pero tenía contactos con miembros de su familia exiliados en Francia, con los que se comunicaba mediante cartas en clave. Intentó la escapada en la venida, lo que no le fue posible. No podría fallar en la vuelta.

—Tengo un problema contigo —dijo—. Creo que no te irás de la lengua porque Alberto hizo glorias de ti. Pero no sé si eres un facha. Si lo eres y estás dispuesto a jugártela, tendrás que cambiar de inclinaciones.

—Soy totalmente apolítico.

—¿Por qué viniste a luchar contra la Unión Soviética?

—¿Se te ha olvidado lo del policía perseguidor?

—¿Hiciste eso de lo que te acusa?

—¿Tú qué crees?

—¿Qué hacías antes de entrar en la Legión?

—Era minero. —Sostuvo la mirada y luego añadió—: Si vas a seguir preguntando lo dejamos. No te he pedido ayuda. No me interesa pasar a manos de la NKWD por escapar de un perseguidor machacón.

—Nada más lejos. Pero tengo que responder por ti allá donde hemos de ir. No quiero caer en errores que supongan peligro para nuestros futuros compañeros.

Ahora ambos estaban en el mismo tren que les devolvía a España, aunque, de acuerdo con la estrategia, procuraban no tener contacto entre sí.

Durante el viaje volvieron a pasar por Riga y luego por Koenisberg. Se alejaban de los escenarios de guerra y volvieron a ver tierras y gentes en paz. Sólo cuando debían detenerse en estaciones secundarias para dejar paso a convoyes llenos de soldados y con grandes plataformas cargando todo tipo de material bélico, les llegaba la realidad de que miles de hombres estaban deshaciéndose en el este. Llegaron a Hof, ya en Baviera, una población mediana típica, de casas bajas, techos puntiagudos y fachadas con vigas de madera cruzadas, amplias zonas verdes y gentes exhibiendo rostros saludables. En las afueras, la División Azul había establecido un campamento base en julio anterior similar al de Grafenwöhr, con barracones perfectamente acondicionados. Ya estaban haciendo prácticas los componentes de un batallón de relevo, novecientos hombres procedentes de España y destinados a cubrir las bajas por los caídos y los repatriados. Allí tuvieron unas jornadas de descanso y cambiaron el verde uniforme alemán por el caqui español, el cuello de la camisa azul por encima de la guerrera, y la gorra por la boina roja. Días después cruzaron el Rin y entraron en Francia sin cambiar de tren.

Los hombres se trasladaban con frecuencia de un vagón a otro en las largas paradas para charlar con colegas y hacer más soportable el monótono viaje. Pasado Troyes, Luis se cruzó con Carlos y discretamente le puso en la mano un papelito que él leyó con la misma cautela. «La próxima. Prepárate. Nos vemos en la X.» Había un pequeño plano con la marca en el centro.

El largo convoy entró en la enorme estación ferroviaria de Orléans situada al norte de la población, donde convergían las diferentes líneas que llegaban a otros puntos del país. Estaban en la Francia ocupada y por todos lados se veían soldados alemanes armados. El tren se apostó en un apartadero y los hombres dispusieron de permiso para bajar a los bares durante el largo tiempo que duraran los trámites con las autoridades. Las boinas rojas se desparramaron por el gran espacio mezclándose con otros militares y civiles y llenándolo todo de risas, voces y colorido. En la aglomeración, Carlos y Luis, cada uno por su lado, dieron esquinazo a los vigilantes y caminaron a la place de la Commune de Paris. Había coches estacionados y una ristra de taxis esperando. Justo en el punto señalado estaba un coche con el capó levantado y un hombre inclinado sobre el motor en marcha. Cuando los españoles se aproximaban, bajó la tapa y entró en el turismo a la vez que ellos. Velozmente se desplazaron hacia el sur y entraron en el Grand Cimetière, un enorme cementerio que a Carlos le recordó al de La Almudena de Madrid. En una zona de mausoleos penetraron en uno con muestras de abandono. Cambiaron sus ropas por otras corrientes de paisano y enterraron los uniformes en una de las tumbas derruidas. Salieron del camposanto por otra puerta y en otro coche y se dirigieron a una parte muy animada de la ciudad. Pararon en una plaza donde estaba la Salle des Fétes, un gran mercado de barriada con mucho movimiento de personas y vehículos. En una calle adyacente entraron a un portal abierto y subieron hasta las buhardillas. El desgastado piso de madera del estrecho y mal iluminado pasillo circular crujía a cada paso. Tocaron en una de las puertas la señal convenida. Un hombre les abrió y pasaron. Era un espacio muy reducido en el que había una cama, una mesa y tres sillas. Se obligaron a sentarse porque el techo inclinado les impedía estar de pie a los cuatro. El hombre era joven. Llevaba una chaqueta sobre una camisa abierta y una gorra de visera.

Bienvenus. Vous êtes dans la Résistance.