Blanca, Murcia, septiembre de 2005
Necesito que me veles cada noche
en mi blanco ataúd de hábitos y zarzas.
Cada mañana para honrarme
con guirnaldas sencillas de tu huerto.
Regrésame a mi nombre,
a la dócil revelación de estar viva
sin que yo me dé cuenta.
CECILIA QUÍLEZ
Blanca es una pequeña población emplazada en la fértil huerta de la Vega Alta del Segura y arrimada a un enorme macizo pétreo donde persisten las ruinas de un castillo. Se accede desde la cercana autovía de Madrid a Murcia por una estrecha carretera que serpea entre calcinadas llanuras. El río Segura la cruza por el lado oeste y está rodeada por elevaciones despejadas de arbolado y sin casi vegetación. Antes de iniciar mis pesquisas exploré el lugar para situarme, como hago siempre. Desde un entramado puente de hierro miré discurrir las mansas aguas. Reconozco que me encantan las poblaciones con ríos. Tienen algo, ya sean grandes ciudades o villorrios, que las diferencia por su aire evocador. Uno se asoma a un río y ve las luces, eléctricas o de las estrellas, lavándose en el constante discurrir. Allá van las aguas camino de otras, dulces o saladas, llevándose los suspiros de tantos soñadores de lugares lejanos. ¿Quién no ha navegado con la imaginación por las aguas de un río en busca de remedio a la impaciencia?
La plaza de la Iglesia está cercada de casas de fuste, unifamiliares, de varias alturas y cuidadas fachadas. Llamé a la puerta grande de una de ellas, de tres plantas balconadas, que hace esquina. No tardó en abrirme una señora de rasgos mezclados, en la cincuentena. Se me quedó mirando y tuve la impresión de que esperaba mi llegada; mejor dicho, la llegada de un forastero.
—Pregunto por el señor Gino Maccione.
—Aquí no vive nadie con ese nombre.
Era una mentira inútil porque en el Consistorio me habían indicado esa casa.
—Quizá pueda decirme dónde puedo encontrarle.
—Pierde su tiempo, señor. Ya le he dicho…
—Disculpe, ¿quién es usted?
—La sirvienta, el ama de casa.
—¿Podría anunciarme a los dueños?
—No están. Fueron a Campoamor a pasar unos días.
—¿En qué sitio exacto? Necesito verles.
—Lo siento. No puedo decirle nada más. Vaya usted con Dios —dijo antes de cerrar la puerta en mis narices.
El bar Dulcinea está en la calle principal del pueblo, a unos doscientos metros de la plaza. Apenas había clientes a esas horas. Me senté en una mesa junto a la pared de cristal. El hombre, de unos cincuenta años, vino con la amabilidad característica de la gente murciana. Cuando volvió con el café ya tenía yo colocado mi bloc sobre la mesa y simulaba estar concentrado en escribir.
—Un pueblo muy bonito.
—Y tranquilo, señor. ¿Viene de vacaciones?
—Lo voy a considerar. Soy escritor y un ambiente como éste me parece ideal.
—No lo dude. Aquí el único ruido es el piar de los pájaros.
—Blanca. Curioso nombre.
—Sí, es mejor que el que tenía antes. —Le miré—. Cuando el dominio de los musulmanes se llamaba Negra.
—Un cambio drástico —dije, tras un obligado silencio ponderador—. Intento ver al señor Gino Maccione pero no me ha sido posible.
—¡Ah!, el viejo profesor italiano. Una de las personas importantes del pueblo. No pudo resistir la pérdida de su mujer. Estaba muy enamorado de ella.
—¿Me dice que está muerto?
—Oh, no. Sólo que no pudo seguir viviendo donde lo hiciera tantos años con su mujer. Se le caía la casa encima.
—¿Vivían solos?
—Con tres hijas, casadas. Marisa, Raquel y Esther, francesas. Bueno, las dos últimas. Marisa nació en España aunque las tres se criaron en Francia. Todas con hijos. No crea que les sobraba mucho sitio.
—¿Siguen todos en la casa?
—No, sólo Marisa y su marido. Tienen cinco hijos que trabajan y viven fuera de aquí. Vienen a menudo. Y las hermanas viven una en Madrid y otra en Santander. Todos los veranos se dejan caer.
—Caramba, es usted una enciclopedia. No será también de la familia.
—No —rio—. Esta es una comunidad pequeña. Conocemos vida y milagros de cada vecino. ¿Por qué busca a don Gino?
—Un amigo suyo me dijo cosas de su pasado que creo pueden dar lugar a una buena historia.
—¿De veras? Él ha vivido siempre de forma discreta desde que compraran la casa en el 75.
—Es rasgo de quienes hicieron cosas notables en su juventud. Y ahora, ¿podría decirme dónde puedo encontrarle?