Villablino, León, febrero de 1939
Con gran ilusión nos pusimos a caminar, pero nos perdimos en el primer recodo del sendero.
JOSÉ ELGARRESTA
La alarma se encendió en las instalaciones de la mina. Los mineros corrieron al túnel de entrada. Esperaron. Poco después, la noticia.
—¡Derrumbe en la galería cinco!
—¿Quién estaba en el tajo? —preguntó el ingeniero director.
—El turno correspondía a los gemelos, a José Pérez, a Esteban Gómez…
—¿Qué se sabe?
—Nada aún. Ya está allí la brigada de salvamento. Tenemos que esperar.
Una hora más tarde ya sabían quiénes estaban atrapados.
—¿Por qué les llamáis los gemelos?
—Se les identifica más rápido porque son iguales y siempre van juntos —dijo el encargado general—. Pero no son familia ni tienen la misma edad. Carlos es un año más joven.
—Son un tanto raros, ¿no?
—¿A qué se refiere?
—Bueno, ya me entiende.
—Nada más lejos. Es pura amistad. En esta guerra hemos visto ejemplos semejantes. Estos muchachos hablan poco con los demás pero no desdeñan una ayuda. De hecho, cuando no están de turno suelen formar parte de la brigada de salvamento, voluntarios.
—No parece que tuvieran mucha mina.
—Llevaban un año aquí, pero uno ya trabajó en las cuencas de Asturias. No son nuevos. Conocían los riesgos.
Llovía tenazmente y toda la zona estaba enlodada. A través de los dardos de agua se veían bajar pequeñas cascadas por los montes. Todos los hombres sin turno de trabajo esperaban noticias fumando mecánicamente, sin hablar apenas, ecuánimes ante la desgracia reiterada. Sabían que bien poco valía una vida en las minas. Y más en esos tiempos. Desprendimientos, accidentes mecánicos o de circulación en las galerías, fracturas craneales, explosiones de grisú, caídas, asfixia por gases, enfermedades pulmonares por la silicosis… Siempre acechando, siempre cobrándose vidas.
Tres horas después subieron a ambos mineros, uno muerto, el otro herido no de gravedad. El ingeniero acudió al botiquín de urgencias junto al encargado. El superviviente era Carlos Rodríguez y estaba siendo curado de sus magulladuras. Tenía un ojo tumefacto, un labio partido y le sangraban la cabeza y las manos. El practicante le limpió y restañó las heridas. Luego colocó un vendaje y aplicó pomada y esparadrapos en los cortes de la cara. Finalmente le vendó las manos. Carlos explicó que el derrumbe fue repentino y que él pudo salvarse gracias a un hueco.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó el ingeniero, intentando no parecer acostumbrado a las tragedias.
—Bien, físicamente.
—Has demostrado una gran entereza mental. No es fácil estar sepultado más de tres horas.
—Lo difícil es haber sobrevivido con casi ausencia de aire —señaló el enfermero.
Carlos no hizo ningún comentario. Su mirada indicaba que había caído en un ámbito cerrado para ellos.
El médico vino de Ponferrada para certificar la muerte de José Manuel González. En el informe señaló fractura craneal y hemorragias como causas.
—¿Qué familia tenía? —formuló el ingeniero.
—Unos hermanos en Mieres —dijo Carlos.
—Habrá que decirles algo.
—Yo me encargo, y de sus cosas, si me da unos días libres.
—Claro. Cúrate esas heridas y descansa. Cobrarás los días de ausencia. —Miró su hinchada cara y le dio la sensación de que había escondido sus ojos—. ¿Seguirás con nosotros cuando te restablezcas o regresas a Asturias?
—Me quedo aquí. Ye una buena mina.
El entierro fue al día siguiente en el cementerio de Villablino. Caía una lluvia mansa y pertinaz, y todos los presentes iban en sus chubasqueros. El cura hizo un discurso rápido mientras un monaguillo le cubría con un paraguas. Carlos y otros dos compañeros palearon la tierra empapada sobre el féretro. Formaron un túmulo en el que fueron naciendo pequeños regueros disgregantes. Luego la comitiva se disolvió con cierta prisa hasta desaparecer como hojas de otoño navegando en el viento. El fallecido no tenía mujer ni hijos. Sólo ese amigo que permanecía quieto, solo, indiferente a la lluvia como si el tiempo no le importara.