Villablino, León, octubre de 1938
Consuetudine levior est labor.
(Todo trabajo resulta más ligero con la costumbre).
TITO LIVIO
José Manuel abrió los ojos. Una tenue claridad procedente de un farol de la calle prestaba cierta resistencia a la oscuridad de la habitación. Desde su cama miró al otro extremo donde en otra cama dormía Carlos. Le oyó respirar acompasadamente, como a diario. Era reconfortante comprobar su total integración en el dormir. Lo hacía sin condiciones, como un adolescente, rendido al descanso. Al contrario que él, que con frecuencia despertaba en la noche profunda y sin ruidos para extraer de las lentas horas lo que atormentaba sus recuerdos. En la mesilla, el reloj apuntaba las cinco. Era domingo. Tardaría en amanecer y Carlos sólo despertaría cuando el aire fuera golpeado por la «Campanona» de la iglesia de San Miguel, que colgaba en uno de los vanos de la espadaña. Aunque dinámico en el madrugar diario, había acostumbrado su mente a relajarse en los días festivos para obtener el mejor descanso.
Volvió a recrear su vida de los últimos meses. Estaban en el pueblo de San Miguel, pegado a Villablino por su extremo noroeste. Lo eligieron tras sopesar distintas alternativas. Pensaban que el valle de Laciana estaba lo suficientemente alejado de su tierra. En cierto modo podía considerarse un escondrijo. La cuenca de Villablino era la principal de hulla en la provincia de León, con grandes yacimientos de antracita. Había sido difícilmente accesible hasta que en 1919 construyeron la vía férrea que lo unía a Ponferrada. A partir de ese momento empezaron a llegar gentes de fuera para trabajar en las minas, sobre todo de Galicia y Portugal.
Al llegar pidieron trabajo en la empresa Minero Siderúrgica de Ponferrada, la más grande en la zona. Fueron admitidos, previo examen de las documentaciones, Carlos como barrenista y José Manuel como ayudante. Al recordarlo, siempre le hacía sonreír la expresión del jefe de personal.
—Si sois hermanos, ¿por qué lleváis distintos nombres?
—No lo somos.
—Joder, quién lo diría. Sois iguales.
Echando la vista atrás se sorprendió de lo lejano que le parecía todo. Fue como si al pasar al sur de la Cordillera Cantábrica hubieran cruzado el umbral de otro mundo. Allí nadie les conocía y lo que ocurría en un pueblo apenas tenía eco en los cercanos y menos en otras provincias. En las afueras de la población, cerca del arroyo, alquilaron la vieja casa de una planta con dos espacios y techo de pizarra, y allí empezaron a reorganizar sus vidas. Era una zona con casonas y hórreos de solera que parecían surgir del verdor y les recordaba su tierra. Ahora, meses después, los dos eran barrenistas. Desde el principio, y de forma semiconsciente por sus especiales circunstancias, no se mezclaron mucho con los otros mineros, muchos de ellos presos y otros fieles al nuevo régimen. Los sindicatos habían sido suprimidos y funcionaba un sistema de vigilancia basado en delaciones del que ambos amigos procuraron escapar. Normalmente iban siempre juntos a las tabernas y bodegones del valle procurando evitar encuentros con los numerosos guardias civiles que pululaban por la zona, no por temor, ya que sus documentos les protegían, sino por la arbitrariedad de sus acciones.
En Villablino había poco que hacer durante los festivos, y menos en San Miguel. Él leía pero no dejaba de acompañar a su amigo en las ocasionales partidas de billar o ajedrez a los que era aficionado. Buscaron alguna chica para salir, pero el ambiente era tan recatado que los jóvenes debían verse en grupos, a plena luz del día. Un lugar de encuentro habitual era a la salida de las misas a las que tácitamente ellos no acudían. Las mujeres llevaban velo y devocionario y algunas incluso rosarios colgando, objetos con los que paseaban por la calle Mayor sin desprenderse de ellos hasta la vuelta a casa a la hora de comer. Ese modo de vida acuñado por el nuevo Régimen, y la barrera establecida obligatoriamente entre mujeres y hombres, llenaba de impaciencia a Carlos.
—No puedes hablar con una chica a solas. ¿Y besarla, sólo un puñetero beso? Hay que casarse para ello. ¿Y mientras?
—¿Qué hacías durante el régimen anterior?
—Nada que ver. No era necesario recurrir a las prostitutas para tener una relación sexual. Había libertad y muchas mujeres la aprovechaban. ¿Por qué no?
—¿Cómo era eso? ¿Se le juraba matrimonio?
—¿Qué dices? El matrimonio tal y como estaba establecido, y como ahora ye de nuevo, cayó en desuso. Húbolos, sin duda, pero la gente emparejábase por amor o por deseo. Lo más parecido a la sociedad natural.
—Me sorprendes con tus razonamientos de filósofo.
—No estudié como tú pero tuviera profesores.
—Los aprovechaste.
—Tú sin embargo no pareces tener esas urgencias. ¿Tanto freno imponía el seminario en esa cuestión?
—Un freno absoluto. Es la cosa más importante a reprimir.
—Lo siento por los seminaristas.
—Yo también. En mi caso aquello pasó. Caí en tentaciones. Lo que ocurre es que no me llama con la acucia que a ti.
—Quizás hubieras necesitado una visita de Loli, la hija de don Amador.
Y fue entonces cuando supieron que ambos habían pasado por las redes de la joven. Habían reído tras la sorpresa mutua y luego, en el comentario, reconocieron sentir admiración por la mujer y su disposición a expresar su amor por la vida de forma tan contundente.
—El desenfado con que Loli actuaba era lo normal que te comentaba, antes de que Aranda se hiciera con el mando —añadió—. Ella resultó un aventajado ejemplo. Me gratificó con varios encuentros mientras convalecía. Y era tan… Bueno, qué decirte. En el fondo no sé si estaba dispuesto a ser curado, lo que suponía tener que abandonar la casa y dejar sus caricias. —Suspiró—. Fue algo magnífico. Pero ahora que me hablaste de tu encuentro con ella, quédame la duda de si pensaba en ti cuando retozara conmigo. Por lo del parecido.
—Bueno, en todo caso supongo que sentiría doble satisfacción.
—Claro, espero —dijo, enganchando las sonrisas.
—Parece que esa chica te llegó.
—Ella ye algo más que sexo, aunque en ese campo ye inmejorable.
—Coincido plenamente a pesar de que tuve poco tiempo para disfrutar de sus razonamientos.
—Tien una actitud crítica con la Iglesia, lo que entonces me extrañaba. Ahora veo tu influencia en ello.
—¿Qué decía?
—Cosas. Por ejemplo, en las misas. No entiende que el oficiante se coloque de espaldas a los fieles, que venle trastear e imaginan lo que hace, sin verlo. Dice que no ye tan difícil trasladar el altar a una mesa y que el presbítero dé cara a la gente y no el culo. A los Cristos de madera, que normalmente están altos en las paredes, no se les desmerece. Y ellos, concediendo que puedan estar animados por colaboración divina, pueden ver el Sacramento desde su altura y sería como si ayudaran a la eucaristía.
Las vacaciones de verano las pasaron en La Coruña viendo el mar y las gentes que parecían felices, lo que según algunos era el rasgo diferenciador de los gallegos. Ellos no estallaban con la virulencia astur y siempre tenían la palabra amable. Claro que esa parte de España no fue tocada por ninguna revolución, como la que tuvo Asturias en el 34, y permaneció a salvo de la guerra que azotaba al país desde hacía dos años y medio.
José Manuel se levantó y fue a la parte trasera, donde estaba el ochadero. Regresó ya lavado en el momento en que las campanas empezaban a reclamar. Carlos ya estaba en pie, desperezándose.
Después de desayunar fueron caminando a la estación, que estaba en el otro extremo de Villablino, cerca del río Sil. El día anterior habían decidido ir a Ponferrada. El tren era de vía estrecha y había dos diarios: el Correo, únicamente para viajeros, y el Mixto, para carbón, mercancías y viajeros. Al ser domingo sólo había un Correo, que se llenó. La mayoría eran jóvenes mineros dispuestos a dejarse gran parte del sueldo semanal en cada viaje festivo. Los coches estaban sin compartimentar y los asientos eran de tablillas. Había muchos soldados con gesto de haber conseguido un permiso y gente con ropas domingueras. Aun siendo frecuente, el ver a guardias civiles armados custodiando una docena de presos esposados restaba vivacidad a las conversaciones. Aunque la distancia era de sesenta y dos kilómetros, el trayecto se hacía largo debido a la lentitud de la máquina. Las vías se enredaban en las anchas curvas y el chorro de humo negro quedaba encajado entre las enormes montañas, que parecían querer precipitarse sobre ellos.
Media hora después de la salida José Manuel miró al cielo, invisible tras nubes negruzcas.
—Lloverá seguramente.
No obtuvo respuesta de su amigo. Carlos había caído en un mutismo reincidente. El grupo de presos y guardianes ocupaba un extremo del vagón. Los reclusos miraban a los demás pasajeros como pidiéndoles una ayuda que nadie podía darles, o acaso un signo de comprensión en los rostros esquivos. Seguramente habían sido reclamados por autoridades de la capital y ello justificaba la zozobra que expresaban sus caras. José Manuel miró a su amigo. Los ojos de Carlos estaban sangrantes. Hizo un esfuerzo por liberar a ambos de ese agobio.
—Oí que la compañía ha adquirido martillos neumáticos para hacer más eficiente el picado. —Carlos asintió con la cabeza sin dejar de contemplar las montañas, aunque sus ojos no las miraban—. Y también que van a traer cascos con lámparas, como una linterna pegada al mismo. Serán caras pero creo que deberíamos comprarlas, si es que en verdad llegan a los almacenes.
—Las noticias que nos permiten conocer indican que las fuerzas republicanas están al borde de la derrota —habló por fin Carlos, arrastrando las palabras y en la oreja del amigo para no ser oído por los vecinos de asiento—. Pero siguen luchando, confiando en una victoria.
—Sí —concedió José Manuel.
—Y yo aquí, como si nada estuviera ocurriendo en el resto del país. Gente muriendo por una causa.
—Sí, pero creo que…
—¿Qué hago aquí? Debería estar en Madrid, con mi gente.
—Me dijiste que sólo tienes una tía y un primo.
—Los míos son todos los que luchan.
—¿Cómo podrías pasar allí? Está cercada y nadie puede salir ni entrar. Incluso de aquí no es fácil salir.
—Ni siquiera lo intento. Ye lo que me mortifica.
—No debes decir eso. No se puede estar en todas las batallas. Cumpliste de sobra en nuestra tierra. ¿No te cansaste de pegar tiros?
Carlos guardó silencio. Seguramente su amigo tenía razón.
—Quiero volver a Madrid, pero no de visita como te dije en una ocasión, sino para quedarme. Quiero ver mi barrio, saber qué fue de mis antiguos amigos, abrazar a mi tía, sentir mi ciudad. ¿Vendrías conmigo?
José Manuel era profundamente asturiano. Había sido arrojado de su casa pero Asturias tenía muchos sitios donde reiniciar su vida. Sin embargo, su amigo no le estaba haciendo una pregunta. Era más que eso. Tuvo la sensación de que reclamaba su presencia como si al haberse salvado mutuamente no pudiera desprenderse de su compañía. No estaba seguro de haber fallado a Jesús, pero tampoco de haber estado a la altura requerida aunque tuviera el atenuante de las difíciles circunstancias. En cualquier caso, no podía fallar a su nuevo amigo.
—Sí, iré contigo. Así conoceré a tu tía en persona.
Su comentario no acabó con la tristeza de Carlos. José Manuel volvió a mirar a su amigo, que no parecía tener ganas de seguir hablando. Luego miró las montañas, que corrían hacia atrás, y al Sil, unas veces a la izquierda y otras a la derecha. Los ingenieros habían construido el tendido ferroviario siguiendo el serpenteante curso pero trazando rectas sobre el mismo.
Dos horas después llegaron a Ponferrada. La estación, de tres vías terminales, era grande y estaba a unos cuatrocientos metros de la de los grandes expresos Madrid-La Coruña, a la que vieron dirigirse a otros pasajeros y a los presos en custodia. El funcional edificio de dos plantas destacaba del arrabal casi despoblado donde se asentaban las casuchas de una incipiente barriada llamada El Bosque. Aunque hacía frío bajo un sol engañoso, vieron a mujeres y niños en el margen del río donde estaban las chabolas de los desalojados de la vida digna. Ellas, casi todas de negro; los críos, luciendo sus harapos mientras corrían y le daban a la pelota de trapo. Como siempre, Carlos se paró un largo rato en la contemplación de esas familias, truncadas la mayoría seguramente. Pero las risas de los niños hacían pensar que quizás hubiera una esperanza para ellos. Luego echaron a caminar hacia la ciudad propiamente dicha, instalada en un promontorio y en la que sobresalía la blanca torre colmada de campanas de la Basílica de la Encina. Cruzaron el río sobre el viejo puente de hierro, único que salvaba el cauce. Sintieron de nuevo la sensación extraída del tiempo porque Ponferrada fue ciudad amurallada y lo primero que veía el forastero era una parte de esas murallas, condensadas en los restos de la enorme fortaleza de los Caballeros Templarios. Cualquiera podía rendirse a la imaginación y situarse en los tiempos en que se cruzaba el foso para tomar la ciudad.
Ya arriba volvieron a admirar la enorme ciudadela, evidencia de que la población era importante en la Edad Media. Estaba en ruinas, desmoronado su esplendor. El abandono de siglos, al que se unían las constantes depredaciones de sus piedras, demolían sus muros inexorablemente. Quizá nunca se restauraría. No estaba el país para esas tareas, y lo mejor para muchos de sus habitantes sería arrasar el lugar y hacer un parque de esparcimiento. Pasaron a la calle del Reloj, atestada de gente. Se mezclaban los paisanos, encopetados de galas reservadas para festivos, con los colores grises de la policía, azules de los falangistas, verdes de los tricornios y del Ejército, y el crudo de los Regulares. Era una ciudad de aluvión, sostenida con los beneficios derivados de las extracciones mineras. Al estar en retaguardia casi desde el principio de la guerra, su economía no se vio afectada por la pasión bélica que seguía estragando otras partes del país. Como valor añadido, el de esas fuerzas militares y policiales llegadas para combatir el incipiente Maquis, lo que dejaba buenos dineros en la economía de la zona.
Entraron en el bar El Turco, donde todo el mundo se reunía. Había personajes indudablemente extranjeros. Rubios, altos, bien vestidos, con sombrero. Eran agentes alemanes y británicos que se movían en el negocio del wolframio, una de las materias primas estratégicas en los tiempos de auge armamentístico. En esos momentos sonaban presagios de una conflagración europea y las potencias llamadas a la pelea imprimían demanda urgente de ese material, tan necesario para la industria militar por su capacidad de endurecer el acero. No se escondían porque el Gobierno de Burgos, a pesar de su inclinación por Alemania, dejaba que el mercado impusiera la lógica de la demanda para vender el producto al mejor postor.
Tomaron asiento en uno de los bancos de la plaza del Ayuntamiento. Entre los grupos de conversadores vieron niños lustrosos jugando al aro. Correteaban y reían.
—¿Te fijaste? —dijo Carlos, sin dejar de mirarles—. Las risas de estos niños son como la de los chavales del río.
—Sí, en esas edades todas las risas son iguales.
—¿Te conté? Yo no tuve juegos en Asturias. Pasara la edad. Enseguida pusiéronme a trabajar. Mis años guajes los pasé en Madrid. Allí sí jugábamos, casi todo el día en la calle. Nunca lo olvidaré. En Langreo no vi chiquillos jugar ni apenas intercambiar risas. Parecíanme desguarnecidos de cariño. No era tal sino la necesidad de que todos contribuyéramos, aún pequeñajos.
—Tienes un bagaje que a mí me falta. Yo apenas tuve juegos de chiquitajo, por lo mismo que dices. Sólo con un amigo, que ahora tengo perdido.
Tras deambular por la barahúnda pasaron a La Obrera, una asociación gremial de trabajadores de distintos oficios. En el local siempre había música y baile. Y buena comida. Como todos los bares, estaba lleno de mujeres y hombres. Las conversaciones en alta diapasón hacían característico el ambiente de quienes no tienen que enmascarar sus modales. Uno de los encargados, delantal rayado protegiendo su bien adobado vientre, les hizo una seña y les llevó a una mesa reservada. La sonrisa mostraba su complacencia en recibirles. Trajo un frasco de vino y vasos, y se sentó con ellos.
—No vinisteis la semana pasada.
—Nos prestó hacer caminada por los montes de San Miguel. Ya vemos que tienes clientes suficientes.
—No faltan. ¿Veis aquellos? —Señaló discretamente una mesa donde porfiaban gesticulantes una decena de hombres—. Son nuevos, otros que se apuntan a la fiebre del wolframio. La mayoría campesinos que han conseguido pequeñas concesiones. Y en aquella otra mesa están los «aventureros», esos que se dedican a trabajar en concesiones de otros y se alzan con cantidades de mineral. Todos se están forrando con eso. —Tomó su vino—. ¿Por qué no dejáis el carbón y os buscáis un trabajo en una mina de ese metal?
—No nos llama —dijo Carlos por los dos—. No todos necesitamos enriquecernos. Nos gusta la vida sencilla.
—Os traeré el menú.
Más tarde volvieron a cruzar el río y buscaron por las casas de El Bosque. Todo el enorme ángulo situado entre las carreteras que iban a La Coruña y a Orense era monte, salpicado de huertas, que se perdían en la distancia. La zona afirmaba su voluntad de expandirse porque era donde estaban los sitios para el alterne. La prostitución era admitida e, incluso, favorecida por las autoridades, quizá porque al ser un régimen militar sus dirigentes sabían lo importante que era tener satisfechas las necesidades sexuales de la tropa y, ahora, por extensión, de la población masculina. Había locales pequeños como El Chigrín y El Descanso, donde los hombres bebían y jugaban la partida bajo los quejumbrosos sones de un gramófono mientras definían las chicas a elegir, casi todas gallegas, portuguesas y andaluzas. De mayor entidad estaba El Dólar. Allí, la menguada luz y la atmósfera humosa se complementaban con la música que un hombre vestido de esmoquin extraía de un piano. Las chicas circulaban con los pechos al aire y el ambiente se llenaba de hedonismo. En su línea, El Rosmarí, con el añadido de tener habitaciones con ducha y bidé. Estos establecimientos eran los más frecuentados por los agentes extranjeros, y también por los dos amigos.
Doña Rosa les dio la bienvenida con gestos elocuentes.
—Os echaba de menos.
Era mujer de alto nivel, tratando de mantener con afeites los bellos trazos de su fisonomía. No perdía la esperanza de satisfacerse personalmente con esos dos singulares mineros, a los que se ofrecía gratis y reiteradamente. Los dos amigos bailaron, cenaron y dejaron que las cosas siguieran su curso.
Al día siguiente tomaron el tren que salía a las nueve. No iba tan lleno porque casi todos los que volvían eran mineros. Durante el trayecto recogerían a los de los pueblos intermedios. Mientras el tren subía por el pendiente recorrido, Carlos habló con voz donde latían mil melodías inéditas.
—No me gusta depender de esas mujeres. Quiero tener otra vida, casarme, tener hijos. Un trabajo que me entretenga y dé para los míos —dijo con voz melancólica, como si oyera el rasgueo de una guitarra de madrugada en un viejo cementerio.
—Eso es lo que desea todo el mundo.
—Sí y no. Dejaré la mina antes de que me devore. Deseo seguir trabajando con las manos, notar que con ellas estoy creando algo. No quiero riquezas ni sinecuras. Sólo ver la risa de mis hijos y procurar que nunca tengan que esconderlas. —Hizo una pausa—. ¿Y tú?
—Iré contigo a Madrid. Luego ya veré —dijo José Manuel pausadamente, antes de refugiarse en sus pensamientos. Tener una familia, una mujer. Doña Dolores, Loli, Soledad… Las tres desarticularon su tranquilidad pero nunca le pertenecerían. Quizás en Madrid encontrara una oportunidad. Ojalá fuera como Soledad. Intentó entrever el futuro y dejó el tiempo pasar.