Capítulo 57

Grigorovo, Rusia, abril de 1942

Así en las horas de ventura y calma

y dulce desvarío

hay en mi alma una gota de tu alma

donde se baña el pensamiento mío.

RAFAEL OBLIGADO

La 2.ª Sección del Estado Mayor era la encargada del Servicio de Información de la División. Dentro de ella existía la Subsección bis, cuya misión específica era el control de los divisionarios para detectar posibles infiltrados comunistas o izquierdistas con el objeto de sembrar la agitación y el derrotismo en la soldadesca. En los primeros meses no hubo una esmerada dedicación de los agentes dado el entusiasmo general de la tropa, lo que inducía al descarte de elementos subversivos. Pero durante el transcurso del terrible y recién acabado invierno, donde tantos habían sido muertos o heridos, se detectó un ambiente de pesimismo, incluso en gran parte de los siempre animosos falangistas, que alarmó a los mandos. Aunque las deserciones fueron pocas hasta entonces, se temía que aumentaran, al igual que las automutilaciones para conseguir bajas médicas. Los de la Sección bis extremaron su celo no sólo en analizar los expedientes de aquellos que formaban las expediciones de relevo que ya estaban llegando, en los que había muchos obligados a alistarse por presiones políticas, sino a examinar con más atención las fichas y correspondencia de los aún vivos llegados en la primera recluta del año anterior.

El sargento Pereira, escribiente de profesión y meticuloso en su tarea, miraba atentamente los documentos: cartas, órdenes e informes recibidos en su momento y concernientes a los divisionarios que integraron originariamente la División. En la mayor parte no había nada sospechoso. De repente quedó rígido. Volvió a leer el documento. Luego buscó en el fichero general y contrastó los nombres. No perdió tiempo en plantarse en el despacho del jefe de la bis, capitán de la Guardia Civil. El oficial leyó los folios y quedó tan sorprendido como el subordinado. Miró unas listas y luego pasó al despacho de su superior jerárquico, el teniente coronel jefe del Servicio de Información.

—¿Este hombre vive? —preguntó, tras leer el comunicado y examinar la ficha.

—No lo sabemos. Está en el 2.º del 269, a las órdenes del comandante Román.

—Ya veo. Y ahora andan en el lío de Krutik. —Movió la cabeza—. Este hombre tiene la Medalla Militar Individual y la Cruz Roja del Mérito Militar. Los alemanes no le dieron la Cruz de Hierro al no ser oficial ni suboficial, pero sí la Medalla de la Campaña de Invierno y el Distintivo por la destrucción de carros en solitario. —Se miraron—. Tenemos aquí a un buen combatiente.

—Que no excluye la acusación, señor.

—Veamos. Esta petición nos llegó, según veo en la fecha, estando todavía la División en Grafenwöhr. Está claro que se nos pasó. Pero si lo hubiéramos detectado y cumplido la orden, ahora no tendríamos un buen soldado que, a tenor de sus medallas, ha debido de destruir importantes fuerzas enemigas, lo que supone haber salvado la vida de muchos de los nuestros.

—Así es, señor.

El jefe dio unos pasos de un lado a otro. Se paró y miró al capitán.

—Bien, informaremos al general. Él decidirá.

* * *

Muñoz Grandes leyó el memorial y luego miró a sus ayudantes.

—¿Cómo se os ha colado esto?

—Ese Carlos estaba en la Legión, en Melilla. Se alistó allí para la División. La responsabilidad era de los mandos del Tercio o de la Capitanía de Sevilla porque, según el escrito, otro fue enviado anteriormente a Tauima.

—No nos interesa lo que otros hayan hecho mal sino lo que hicimos nosotros —dijo el general volviendo a los papeles. Tras una pausa añadió—: Vamos a ver cómo se desarrolla lo de Krutik. Si ese hombre sobrevive tendremos que dar cumplimiento a esta orden. No podemos buscar disculpas por buenas que sean porque entonces esto sería un coladero. Deberá salir en el primer grupo de repatriados, debidamente custodiado, junto a los «indeseables» detectados. Por supuesto tenéis que informar de su condición de héroe. Espero que sea merecedor de un buen trato.

* * *

Días antes, Krutik, situada junto a la carretera de Leningrado y a varios kilómetros al norte de Grigorovo, había sido ocupada por el 2.º del 269 tras una cruenta batalla. Ahora, en plena Semana Santa, los soviéticos volvieron a cruzar el Voljov y se lanzaron en oleadas sobre las posiciones españolas con apoyo de la artillería. La obstinada resistencia hizo flaquear a los soviéticos, que retrocedieron en desbandada dejando el campo sembrado de cadáveres. En la pausa, aprovechada para atender a los heridos y organizar la defensa, oyeron ruidos chirriantes. Consternados vieron acercarse una treintena de carros T-34. No tenían armas para repeler a esos monstruos de hierro.

—¿Dónde están los antitanques? —preguntó un capitán.

El comandante Román le miró sin hablarle. Tendrían que defenderse con lo que tenían.

Los carros llegaron en formación abierta, disparando sus cañones y ametralladoras. Román apostó por un envite desesperado.

—Dejaremos pasar los tanques y tiraremos contra los infantes. Atacaremos luego a los carros por detrás con bombas de mano y «cócteles».

Los T-34 penetraron en la aldea derribando los muros y aplastando escombros y cuerpos. Varios hombres saltaron sobre las máquinas y dejaron sus bombas sobre las orugas. La desventaja era insufrible. En ese crítico momento entraron en liza carros Pánzer III y antiaéreos de 88 milímetros del 424 Regimiento alemán. La posición pudo ser mantenida.

* * *

Muñoz Grandes llamó a Román.

—Resistimos, mi general, aunque hemos perdido muchos oficiales y soldados.

—Pero conserváis la posición.

El comandante miró los derruidos muros. La aldea había desaparecido y ellos intentaban cubrirse en el bosque.

—Sí, mi general. La conservamos.

—Por curiosidad. ¿Qué es del cabo Carlos Rodríguez, el de la Medalla Individual?

—Ha destruido dos carros enemigos él solo. ¿Sabe una cosa? El batallón no sería lo que es sin tíos como ése. Se merece otra medalla. Como a mí, le protege la suerte y ha sobrevivido a la escabechina. Estuvo en el Hospital de Riga con pulmonía. Sanó increíblemente y regresó al frente. Es un superviviente nato.

—¿Qué hombres le quedan?

—Ciento diez.

El general en jefe guardó un silencio.

—Bien. Es nuestra contribución a la victoria. Notificaré al general Lindemann. Espero que se sienta satisfecho.