Sama de Langreo, diciembre de 1937
Difficile est tristi gingere mente iocum.
(El que tiene tristeza en el corazón es difícil que la pueda disimular).
TIBULO
No hablaron mucho durante el viaje desde Oviedo. Ambos eran de palabras comedidas y cargaban con vidas llenas de sombras, que no deseaban destapar en los primeros actos. Tácitamente entendieron que les resultaría mejor establecer su presente antes que escudriñar lo que habían sido.
El tren estaba lleno de abollones y raspaduras. Era un testimonio de supervivencia del intenso enfrentamiento recién acabado. Como los pueblos por donde circulaba. Caseríos con impactos de metralla, restos de casas volatilizadas por los bombardeos. Durante el recorrido vieron numerosos soldados armados, la mayoría del Tercio y moros de Regulares. También muchos números de la Guardia Civil, sobre todo en los cruces de las poblaciones. Apenas se veían jóvenes de paisano. Mujeres y ancianos se disolvían, como los escasos niños, en los uniformes verdes y de color garbanzo.
Cruzaron el Nalón por Barros, dejándolo a la derecha. Las casas de La Felguera fueron apareciendo a la izquierda con el fondo de las chimeneas y torres de refrigeración de la siderúrgica arrojando columnas de humo y vapor. La estación estaba llena de militares y ajetreo. Duro-Felguera era la mayor empresa siderometalúrgica y minera de España y ello marcaba una actividad industrial desconocida en otros puntos del Principado. A un lado de la carretera había un enorme embudo producido por las bombas. El agua que lo inundaba le confería apariencia de estanque.
El tren cruzó otra vez el Nalón y se detuvo en la estación de Sama. Una hora para recorrer los veinticinco kilómetros que la separaban de Oviedo. Carlos y José Manuel bajaron, cada uno portando su maleta de cartón. La de Carlos era nueva, de madera y fina construcción, donación de doña Dolores, como su atuendo: pantalón y chaqueta de pana marrones a juego con el chaquetón. No llevaba corbata y tampoco boina, que no reclamó. No estaban los tiempos para esa prenda como tampoco para las barbas. Cuando se presentó a la familia para la despedida parecía que tras el baño postrero y la muda había nacido otro hombre, irreconocible del astroso que durante seis semanas estuvo luchando contra la fiebre y la rendición. El rostro afilado decía lo joven que era y el desarrollado esqueleto prometía fortaleza cuando se eliminara la extrema delgadez. José Manuel vestía su uniforme oficial con el que no llegaba a identificarse. Era enemigo de las armas y el traje le señalaba como conductor de acciones guerreras, lo que le responsabilizaba en la destrucción y dolor derivados de las mismas.
Cruzaron las vías y comenzaron a subir el monte. A media ladera Carlos se detuvo en una de las casas de una planta desparramadas por las cuestas y de similares trazas. Sacó una llave y abrió la puerta. Era un lugar con dos espacios, uno para dormitorio donde se centraba una cama y, al lado, un armario. El otro era cocina y comedor con un fogón simple de chapa en una esquina. Una alacena y una mesa con cuatro banquetas completaban el mobiliario. Por detrás, un patio abierto al campo para retrete y tendedero. Todo ello en unos veinte metros, aparte de un pequeño terreno adosado para huerto. Costaba imaginar la casa de don Amador desde lugar tan humilde.
José Manuel se extrañó de verlo todo tan limpio y ordenado.
—Mi vecina, Mariana. Es como una madre —aclaró Carlos.
En ese momento se abrió la puerta y apareció una mujer delgada, aún joven, vestida de negro. José Manuel se quitó la gorra de plato, tanto por educación como por entender que constituía un elemento demasiado llamativo para el momento.
—¿Qué hacen ustedes aquí?
Sus ojos se fijaron en el uniforme de José Manuel y su rostro experimentó una inmediata transformación.
Ambos hombres vieron el gesto de miedo, ira y asco en su más pura esencia.
—¿Qué quieren? ¿No tien bastante? ¿Cuándo terminarán con el terror?
—Mariana, soy yo —dijo Carlos avanzando hacia ella, que tardó en reconocerle. Se abrazó a él y descargó un sentido sollozo sobre su pecho. Al cabo se echó hacia atrás.
—¿Qué haces con ese hombre? ¿Te pasaste a ellos?
—No ye lo que piensas. Salvome la vida. Ya te contaré. ¿Y Ramón? ¿Y tus hijos?
Ella volvió a agarrarse a su cuerpo. No era sólo un abrazo sino la necesidad de asirse a algo seguro y fiable para encontrar un alivio a su infortunio y evitar el total desmoronamiento. Destilaba un llanto mudo y hondo que Carlos sentía traspasarle la ropa y llegarle a la piel. La condujo a la salida sin romper el abrazo. En la puerta se volvió a mirar a José Manuel, que estaba quieto como un poste. Señaló el hogar.
—Hay leña cortada y carbón. Puedes encender un fuego mientras vengo.
Salieron. José Manuel se despojó de la guerrera y procedió. Cuando más tarde apareció Carlos con una jarra humeante, un agradable calorcillo había expulsado el intenso frío. Carlos requirió dos vasos de hojalata y vertió en ellos un líquido oscuro.
—Achicoria —dijo—. Imaginemos que ye café. No estamos ya en casa de don Amador.
Se sentaron a cada lado de la mesa y se miraron en profundidad dejando deslizar su mutuo agrado y también el temor de que la breve relación pudiera fragmentarse, aun intuyendo que el destino les asignaría una vida separada.
—Lamento que mi uniforme haya hecho sufrir a tu vecina. ¿Qué le ocurrió?
—A primeros del mes pasado presentose un grupo, soldados y civiles, y lleváronse al marido y a los dos hijos mayores, de mi edad uno de ellos y un año mayor el otro. Cargáronlos en camiones con otros que iban recogiendo. Había muchos heridos, desalojados sin contemplaciones del hospital Adaro. No volvió a saberse de ellos. Alguien dijo que fueron fusilados y enterrados en las trincheras que rodean Oviedo. —Se tomó un tiempo para tomar un sorbo—. Sabrás que Sama fue capital del movimiento revolucionario del 34 y, desde julio del 36, sede del Comité Provincial del Frente Popular, representación en Asturias del Gobierno de la nación hasta la creación del Comité Interprovincial de Asturias y León con base en Gijón. Era, por tanto, el núcleo del sentimiento revolucionario, el alma de los mineros. Había que evitar que volviera a serlo, erradicar el mal. Y lo han hecho a fondo. No queda un solo minero de izquierdas libre en la ciudad ni en el Concejo. Bueno, uno: yo. La Casa del Pueblo, el teatro Llaneza y otros lugares están llenos de presos. Sama fuera señalada como una segunda Guernica aunque desistieron de arrasarla como la ciudad vizcaína por la reacción mundial que aquel hecho produjo. No obstante, tras las incursiones aéreas sobre El Musel, la fábrica de cañones de Trubia y la de pólvora de Las Segadas, algún mando de la Legión Cóndor decidió hacer una pasada de escarmiento. Fuera sólo un bombardeo. Ya vimos las huellas al venir, pero no las muertes que produjo.
Se calló y dejaron que se perdiera el tiempo inservible. Ninguno esperaba nada del otro pero se sentían a gusto con la presencia mutua.
—¿La casa es tuya?
—Tengo una hipoteca. Debo ver la situación en el banco ya que dejé de atender los pagos por razones evidentes. Tendré que empezar a trabajar pronto. Estoy sin blanca y debo salir adelante. Seguramente empezarán las confiscaciones y sacarán a subasta las casas. Pocos de los supervivientes podrán conservar sus hogares. Espero que me renueven el contrato.
—No estás restablecido del todo. Debiste quedarte más tiempo en casa de don Amador.
—Creo que nunca podré pagar la generosidad de esa familia. Pero me daba angustia ver la mirada de reproche de ese hombre.
—No todo era él.
—No, afortunadamente. Loli y su madre… La verdad ye que me hicieron añorar un hogar tradicional. Esa mujer y sus ratos de piano… Qué armonía.
Se levantó e invitó a José Manuel a mirar por una ventana.
—¿Ves allí esos castilletes y edificios? Señalan el pozo Fondón. Allí trabajaba. Espero que me readmitan. Soy buen trabajador.
—Con el salvoconducto de Aranda y los certificados de Falange y los paúles tienes el camino expedito para lo que quieras.
—En realidad no tengo ganas de hacer nada. No sé cómo decirte. Llevo el peso de la derrota en el alma.
—No creo que lo derrotado sea tu alma, quizá tus ilusiones. Pero las recuperarás.
—No. Sé lo que digo.
—El alma es mucho más que un sentimiento.
—No ye lo que significa para la Iglesia. Ye el pálpito de la vida, lo que impulsa nuestro movimiento. Y no la siento capaz de sostener nada.
—Recuperarás tus ánimos cuando veas a tus amigos —dijo José Manuel, sorprendido por la profundidad del pensamiento del otro. Tenía cierta semejanza con las dudas que él mismo expresara al rector de Valdediós hacía tiempo.
—¿Amigos? Seguramente no quedará ninguno. Ya ves lo que está pasando.
—¿No tienes familia?
—En Madrid, una tía y un primo. Hace siglos que no los veo. Y están los recuerdos.
—¿Y aquí? No me digas que con tu estampa no hay mozas que te ronden.
—Haylas. Pero no convivo. No encontré una mujer como… —Hizo una pausa cautelosa—. Bueno, por qué no decirlo. Sería magnífico tener a alguien como doña Dolores.
—Vaya. Tienes un gusto exquisito. ¿Sabes una cosa? También yo dejaría todo por una mujer así.
Ambos rompieron a reír por primera vez desde que se conocieron. Y nunca dos hombres estuvieron tan compenetrados y felices por causa de un sueño imposible, olvidando momentáneamente el largo camino que les quedaba por recorrer.
—Si fuera a Madrid, lo primero que haría sería ir al Cristo de Medinaceli —dijo Carlos, cuando recuperaron la gravedad—. Mi madre era ferviente de esa imagen.
—¿Dónde está ella?
Carlos señaló al otro lado del monte, paralelo a la línea del ferrocarril que huía hacia El Entrego.
—Hay un cementerio. La enterramos allí. Procuré que nunca le faltaran flores.
—¿Y tu padre?
—No sé quién fue. Ni siquiera ella lo supo con certeza. Era muy joven. Apareció por el barrio madrileño donde vivía y luego se esfumó. Nunca regresó.
—Estás en una encrucijada. Terminar de pagar la casa o volver a Madrid.
—Oh, no. Lo de Madrid no sería para quedarme. Soy minero y allí no hay minas. Tendría que trabajar de peón en empleos manuales. No tengo estudios como tú. —Le miró—. Hablemos de ti. ¿Qué harás?
—No sé. Tú tienes una casa y un oficio. Yo no soy nada. Ni hortelano, ni minero, ni cura, ni militar. No sé hacer nada concreto. Hasta ahora mi vida ha sido baldía de resultados. Soy tan inútil con mi cultura como el pasajero del barquero, el del chiste.
—Tienes el camino abierto para la milicia o el sacerdocio.
—Este uniforme es una usurpación. Los alféreces provisionales somos eso, provisionales. Ese rango no existe en la escala militar. Es un título fugaz para una situación de emergencia. El paso lógico es ir a la Academia para obtener las estrellas de teniente, algo que ni me pasa por la cabeza. En cuanto a seguir en lo del sacerdocio… No depende sólo de mi disposición, ahora perdida.
Tiempo después se levantaron y caminaron hacia la puerta.
—Dame tus señas —dijo José Manuel—. Te escribiré.
Carlos le vio bajar ágilmente por el sendero. En ese momento empezó a llover. José Manuel llegó a las primeras casas apostadas junto a las vías férreas. Le vio volverse y agitar una mano hacia él durante un tiempo largo, a pesar de la lluvia, como si más que una despedida fuera una señal de algo indefinido.
* * *
Tomó un destartalado autobús de la línea Autocares Luarca que paraba en todos los pueblos antes de hacerlo en la plaza del Ayuntamiento de Pola de Lena, donde se bajó. Apreció los mismos signos de irrealidad en la población, también femenina en su mayoría por razones obvias. Por todas partes uniformes y soldados nunca vistos en esas tierras. Era como si un ejército invasor hubiera ocupado el hogar ancestral. Recordó su paso por allí a la muerte de su padre, seis años antes. Ya no había miradas burlonas ni niños provocadores. Su atuendo le precedía en el respeto y el temor, sensaciones que no motivaban su agrado.
La lluvia había cesado y era el orbayu quien manejaba la grisácea atmósfera. Se dirigió al cuartel de zapadores de montaña situado frente a la estación de ferrocarril. No podía ir caminando los trece kilómetros que había hasta Pradoluz, con todos los caminos embarrados. El cuartel era de dos plantas, grande, con varias dependencias. La dotación normal se había incrementado con varias compañías de infantería regular.
—Cómo no llevarte a tu pueblo —dijo el capitán, que le recibió en un despacho lleno de banderas—. Será un pequeño pago a alguien que hizo tan heroica resistencia en Oviedo, sin la cual nunca hubiéramos conquistado Asturias. Dispondré de una ambulancia. Irás mejor. —Miró sus botas llenas de barro—. No puedes llevarlas así. Quítatelas. —Llamó a un soldado—. Que limpien las botas del alférez. Como un espejo. Marchando.
Más tarde en el vehículo, mientras circulaba por los sinuosos caminos en pendiente, recordó el panegírico del militar. Dijo que habían conquistado Asturias, como si fuera un territorio distinto del país. También lo tildó de héroe, lo que le llenaba de dudas ya que él distaba de concederse tal calificativo. ¿Sólo son héroes los que ganan batallas? ¿Se es héroe simplemente por estar en el lado vencedor?
El orbayu no permitía una visión larga. Pero apreció que los parajes y aldeas seguían inmutables. Por allí no había pasado la ola de destrucciones que asolaron las grandes poblaciones. Sólo una nota diferente en el paisaje: la Guardia Civil había multiplicado sus efectivos y se les veía por todos los lugares.
La ambulancia lo dejó al pie de su casa para expectación de los vecinos, recibiendo la bienvenida de algunos al reconocerle. Salieron a recibirle Manolín, sus cuñadas y una tropa de críos. Adriano, Eladio y Tomás estaban en las minas. De inmediato echó a faltar a dos mujeres, la más importante y la más anhelada.
—¿Dónde está madre?
Manolín era sólo un año mayor pero nunca tuvo con él la misma relación que con Eladio. Era quien cuidaba las huertas y el ganado, ahora guarecido en el establo.
—Madre murió. Ya va para un año.
La sorpresa le paralizó. En su corta vida había adquirido una afirmada madurez. Suponía que no era diferente a la de tantos paisanos, involucrados todos en una turbulencia excepcional. Creía que ninguna muerte le sorprendería ya. Pero todavía tenía muchas fibras sensibles a flor de piel. Notó en sus ojos la fuerza de las lágrimas intentando tomar presencia. Su hermano dijo que no pudieron avisarle. Asturias estaba partida y no funcionaron las comunicaciones de una a otra parte.
Se quitó las botas y la guerrera y pidió unas madreñas y un tabardo. No quiso que nadie le acompañara al cementerio. Todo estaba mojado y la lápida parecía llorar. Sacó el rosario de azabache que pudo adquirir para ella y que guardó durante dos años para entregárselo. Sabía de los pocos regalos que recibió en su vida y ahora ése llegaba tarde. Lo puso sobre la piedra, tras acariciarla con una mano. Quizá, solo quizá, el calor de sus dedos alcanzaría los huesos queridos y no sería demasiado tarde. Estuvo un buen rato empapándose y unificándose con el agua que golpeaba la tumba.
Quisieron prepararle algo de comer pero él prefirió esperar a que llegaran sus tres hermanos.
—Había una muchacha, Soledad —dijo como de pasada, mirando a Georgina—. Tu hermana.
Todos se miraron con la turbación haciendo ronda, como si hubiera ocurrido algo embarazoso.
—Ella… Bueno, claro, cómo ibas a saberlo. Ye la muyer de Jesús. Tien ya una fiya. Vive en casa de los padres de Jesús, con ellos y sus otros hermanos. Quitáronle la casa. Tapiáronla con todo dentro.
Tuvo un estremecimiento, como si le hubieran despojado de las partes más tiernas. A la vez. Pero no se avino a la desolación. In mente lo celebró por Jesús.
Sus hermanos aparecieron con fatiga, si bien se apreciaba en ellos cierto contento. Fue un encuentro de sensaciones dispares para él. No les notó cohibimiento por sus vestiduras como en la vez anterior, entonces sotana ahora uniforme.
Ya en la cena, todos amontonados en el escanu menos los críos, las miradas iban invariablemente a él. Aunque tenía apetito al no haber comido desde que en la mañana saliera con Carlos de la casa de don Amador, fue templado en el yantar. Le hicieron muchas preguntas, relacionadas con el seminario y su acción en la guerra. Adriano, Tomás y Eladio se mostraban satisfechos de sí mismos. Consecuentes con sus posiciones, al principio de las hostilidades habían escapado a León para no ser reclutados por el Gobierno.
—Fuimos incorporados a la columna del comandante López Iglesias, que procedía de Lugo y pretendía subir a Leitariegos —explicó Adriano con tufillo ufano—. Luego pasamos a depender del comandante Gómez Pita y conquistamos Cangas del Narcea y Tineo. La verdad ye que tuvimos poca resistencia y apenas pegamos un tiro. Eso sí, nos dimos buenas caminatas arriba y abajo por esas montañas. Luego los rojos retrocedieron hacia Gijón en desbandada, sin oponer resistencia. El mes pasao nos licenciaron a los tres. Hace falta gente para la industria civil y el campo, que están en ruinas.
Pidió ropas para ir a visitar a los padres de Jesús. No quería reeditar el descontento que notó en la visita anterior cuando le vieron con sotana. Su tía se apretujó contra él y lloró agarrada a su cuello mientras su tío le miraba sin complacencia y su primo pequeño ponía equidistancia en su gesto. No encontró rechazo en los ojos de sus dos primas pero sintió su silencio atormentado. Soledad le miró con intensidad antes de abrazarle. Un estremecimiento que culminaba y deshacía una ilusión de cinco años. Sus carnes eran prietas y olía a campo después de la lluvia. Había ganado en hermosura, superando la que en sus sueños se proyectaba. José Manuel tuvo que hacer un esfuerzo para que no se apreciara su profunda decepción.
—De Jesús, Félix y Arturo nada sabemos, pero tememos lo peor. Estuvieron hasta el último momento en los frentes. Están prendiendo a todos los que lucharan por la legalidad. Se hablan barbaridades. Vinieran de Lugo unos que llámanse Camisas Azules de la Bandera de Falange. Unidos a la Contrapartida anduvieran por los pueblos del Concejo sembrando el terror en las familias mineras. Aparecieran aquí y registraran toda la casa. No se llevaran a José porque él no fuera llamado a filas y pudiéramos demostrarlo.
Notó las huellas de los años pasados con prisa sobre la mujer, una segunda madre para él. Apreció que la presencia de Soledad y la niña, copia en miniatura de la madre, atenuaba la pena de ese otrora alegre hogar.
El día siguiente amaneció lluvioso y el agua estuvo cayendo sordamente sin signos de desfallecimiento. Los caminos del pueblo eran riachuelos y poco se podía hacer en las huertas y con el ganado, sólo darles de comer y retirarles los excrementos. Intentó horadar la llovizna con los ojos. No lo consiguió, pero sí lo hizo con el pensamiento. Durante años, ése fue su paisaje invernal rutinario. Pero ahora no lo veía igual. Había habido muchos cambios en las familias y en el Concejo, y eso trascendía al entorno. El último invierno pasado allí fue en 1932. Media vida de la adolescencia. Echaba a faltar algo con fuerza, no sólo a su madre y a Jesús. Era una sensación tan profunda como su niñez diluida, igual de indefinida que la línea del horizonte en un mar tormentoso. Entonces se lanzaba a caminar por las trochas, llenándose de lluvia y de fatiga. Recordó a su padre. «Non sirve ni pa…». Si viviera quizá dijera lo mismo porque estaba sin hacer nada especial mientras sus hermanos iban a diario a las minas. No podía seguir viviendo así.
—Ya acabáronse los disturbios, la violencia, las huelgas —le dijo Adriano—. Ahora podemos trabayar y vivir en paz en Asturias. Y tú ties que graduarte de cura. Ye lo que madre quería. La gente sabe que este ye un hogar católico pero cuando cantes misa nos darás prestigio en el Conceyo. Además, no sabes hacer otra cosa. Porque no creo que cogieras cariño al Ejército.
Era cierto. Los mejores destinos volvían a estar, como durante siglos, en la Iglesia y la Milicia. Pero ahora esa tradición era más acentuada porque el régimen instaurado tenía voluntad de permanencia. A cientos se apuntaban a las dos instituciones seculares. Lo razonable sería seguir el consejo de su hermano mayor.
Marcharía, ya mismo, sin esperar la Navidad. No se veía con fuerzas para sostener una obligada armonía en la casa aposentada de extrañeza, porque faltaba su madre, lo que más quería. Además, al lado estaba el hogar de sus tíos, los padres de Jesús. Ellos estarían renegando de esas fiestas porque el niño Dios les había dado la espalda. Y Soledad, cuyos ojos le atormentaban en el pensamiento de la dicha perdida. Iría a Valdediós, desarmado de estímulos. Era el único lugar donde podría encontrar respuestas a su indecisión.