Capítulo 51

Voljov, Rusia, diciembre de 1941

¿RECUERDAS?

Junto al lago, entre llanuras y estrellas.

¿Recuerdas?

¿Recuerdas el bosque de abedules blancos

iluminado de luz violeta?

¿Recuerdas la música de acentos pánicos,

el pájaro, la ardilla,

el manto de hielo sobre la estepa

y la mirada aquella?

La Patria tan lejos, la muerte tan cerca…

¿Recuerdas?

JUAN PABLO D’ORS

Las «Posiciones Intermedias A y B» estaban situadas en ribazos y equidistantes entre los cuatro kilómetros que separaban Possad de Otenskij. No llegaban a ser blocaos sino zanjas reforzadas con rollizos de madera, protegidas por alambradas en la parte exterior que daba al bosque. Eran defensas más psicológicas que efectivas porque sólo servían como vigilancia y barrera para los movimientos de los ivanes, nunca para aguantar un ataque artillero o de aviación, o un despliegue masivo de la infantería rusa.

En el túnel de la «Posición Intermedia B», que iba desde el extremo del pozo de tirador hasta la cuneta, Carlos evaporó de golpe su sopor. Un ancho espacio sembrado de blanco se perdía hacia límites imprecisos entre la carretera y un amedrentador bosque de pinos erizados de nieve. Por allí, como por cada zona boscosa, podían aparecer los partisanos de repente. Su duermevela no fue interrumpida por el cañoneo constante de la artillería rusa sobre las dos aldeas y, más al este, sobre Posselok. Los terribles «Organos de Stalin», una variable de artillería ligera, eran piezas con dieciséis tubos lanzacohetes unidos de 130 mm que disparaban con una rapidez de vértigo y machacaban amplias zonas, dejándolas arrasadas. Iban instaladas en camiones, que variaban de posición para no ser localizadas. El ulular de los cohetes, lanzados en andanadas, causaba una impresión aterradora en muchos combatientes. Pero aunque nunca llegara a acostumbrarse, Carlos, como otros, lo había situado en las coordenadas de sus sentidos. No. Lo que le había puesto alerta era un ruido más cercano y distinto.

La noche, como todas desde que irrumpió el invierno, no había llegado acompañada de la negrura lógica. Lo impedía la nieve, que pintaba la explanada de una tétrica palidez y llenaba de amenazas el umbrío bosque. Carlos volvió reptando al pozo donde estaban sus cuatro compañeros. En la luz difusa no captó ningún movimiento. Quizá no habían podido evitar el dormitar, como le ocurrió a él, por la acumulación de cansancio y frío. Llegó hasta ellos lentamente, examinándolos con precaución. Estaban muertos y la helada había transformado sus rostros en caretas de espanto. Cada uno mostraba un agujero en la cabeza. Tal precisión sólo podía deberse a un fusil automático con mira telescópica, de los que había oído hablar. Significaba que había un tirador especializado, quizá más, emboscado entre el arbolado. De nada les había servido llevar el casco pintado de blanco para disimularse en el terreno ni tener los fusiles envueltos en telas blancas para ocultar incluso el agujero por donde salía la muerte. Retrocedió y se apostó en la boca del túnel, esperando, aguantando la mordedura del frío mientras apuntaba con su arma automática.

La tropa divisionaria fue dotada con el mosquetón KAR-98K alemán, similar al Máuser recortado 1898 de cinco cartuchos y 7,92 mm fabricado en Oviedo, que se usaba en la Legión. Pero él tenía en sus manos un subfusil MP-40 de 9 mm Parabellum con peine de treinta y dos cartuchos, arma que sólo manejaban los oficiales y suboficiales. Perteneció al sargento Serradilla, caído en la mañana con otros compañeros al repeler un ataque. La ambulancia se había llevado a los muertos y heridos, quedando él al mando del resto del pelotón.

Tiempo después el limpio aire trajo el chasquido del alambre al ser cortado. El enemigo se acercaba al pozo. Carlos oyó el crujir de sus pasos en la nieve y vio sus sombras perfilarse en el borde de la zanja. Eran cinco, quizás alguno más oculto a sus ojos. Le extrañó que fuera un grupo tan reducido. La infantería rusa atacaba en oleadas al grito de Urrah! Ispanskii kaput!, tratando de imponer la fuerza de su masa, como el vómito imparable de los volcanes. Por el contrario, los partisanos irrumpían desde las arboledas en partidas medianas, si bien dispersadas para desorientar a los defensores enemigos. Eran golpes de mano, sorpresivos, de corta duración. Pero esos hombres no eran ni lo uno ni lo otro. Actuaban de forma sigilosa, como el tigre de las nieves. Procuró aguantar la respiración dentro del tapabocas que le cubría casi hasta las nevadas pestañas, simulando un cuerpo sin vida. Los oyó hablar. Uno de ellos encendió una linterna y la enfocó por toda la zanja. Cerró los ojos. Notó el haz luminoso rebotar en él y luego alejarse. Entreabrió los párpados. Vio a dos de ellos saltar abajo, ponerse a rebuscar en los bolsillos de los abatidos y despojarles de los relojes y carteras. Luego les abrieron la boca para ver si tenían piezas de oro y se hicieron con las sortijas y anillos quebrándoles los dedos congelados. Así que era eso. Ahí estaba la explicación. Además de partisanos era una partida de aprovechados en río revuelto. Comprobó que arriba seguían los otros. Cuando uno de los saqueadores se dirigía hacia él, apretó el disparador. Dos ráfagas precisas. La primera a los del borde y la otra a los del pozo. La sorpresa del ruso, a un metro, duró un segundo y quedó grabada en su rostro oscuro. Esperó a que el sonido se disipara y activó al máximo sus oídos. No oyó nada, ni un ruido. Parecía no haber más en la partida de caza. Regresó hacia el fondo del túnel y se asomó por la boca que daba a la cuneta. Miró. No había movimientos. Se dio un plazo de espera y luego retornó a donde estaban los muertos, asomó una mano y tiró a la zanja los tres cadáveres del exterior. Arrastró los cuerpos de sus camaradas, dejándolos juntos, como si estuvieran descansando. Se hizo con las chapas de latón que colgaban de sus cuellos y que indicaban el grupo sanguíneo y un número. También recogió las medallas que llevaban: la Winterschlacht im oslen (Campaña de invierno), la Erinnerungs (Campaña contra el bolchevismo) y la de los Divisionarios. Tocó sus bolsillos y comprobó que habían sido vaciados. Después registró a los rusos y puso en un macuto todo lo que llevaban, incluyendo las pertenencias robadas a sus compañeros. Los soviéticos llevaban largos capotes de piel forrada, gorros de fieltro con orejeras y botas altas de cuero con lana interior. Era ropa adecuada para soportar el terrible frío, superior a la que vestían los divisionarios. Tanteó y quitó el calzado de uno de ellos, poniéndoselo. Notó el calorcillo en sus pies. También tomó uno de los abrigos y las gruesas manoplas de guata. Los treinta grados bajo cero le hostigaban, pero se sintió más confortado. Buscó los fusiles. Sólo uno era de lentes y diferente. Los demás eran los normales Mosin-N modelo 1891. Estuvo considerando lo que debía hacer. Decidió esperar a que llegara alguna de las patrullas de vigilancia que recorrían audazmente el espacio entre las dos aldeas.

Pasó la noche vigilante. De vez en cuando se subyugaba al cielo y veía tiritar las constelaciones. Quizás ese temblor era del frío sideral y no de la irradiación. Pudiera ser que el cosmos hubiera quedado congelado. Cuando se aclararon las sombras con el amanecer vio venir una patrulla. Se trataba de una sección de zapadores que a diario recorría las posiciones para localizar minas colocadas por los partisanos durante la noche y reparar los cables de comunicación cortados.

—Creo que debes ir a Otenskij —dijo el sargento, una vez informado de lo ocurrido—. Allí están jodidos, pero peor lo tienen los de Possad. Dejaré aquí unos hombres.

Carlos se quitó el capote ruso y se cobijó en el suyo. Salto ágilmente el parapeto y echó a caminar al descubierto con el bosque a su derecha. Todo estaba cubierto de nieve y apenas se adivinaba la cinta de la carretera. Pasó la abandonada «Posición Intermedia A» y alcanzó el monasterio donde estaba la fuerza divisionaria. Recordó cuando el 8 del mes anterior llegó con una sección de su compañía para reforzar la 1.ª del 269, que había sido encargada de relevar al 30 Regimiento de Infantería Motorizada de la 18 División alemana al mando del teniente coronel Von Erdmannsdorff. Recordaba a los soldados germanos marchando disciplinados, los rostros serios, la mirada alta. Eran el mejor ejército del mundo y sólo cosechaban victorias. Se fueron con sus camiones, sus coches-oruga, sus ambulancias y su artillería del 7,5, y más de alguno notó como si se hubieran marchado los hermanos mayores. Iban a tomar Tichvin, a sólo doscientos kilómetros al este de Leningrado, lo que consiguieron al día siguiente, conjuntamente con la 12 División Pánzer, cortando la comunicación rusa a la capital de los zares por el lago Ladoga.

Otenskij era, en realidad, sólo un monasterio ortodoxo, construido en el medievo por los Caballeros de la Orden Teutónica, fundada por los teutones, un pueblo germánico que ya antes de Cristo se había establecido en las costas del mar Báltico y que siglos después pasó a ser el núcleo de la Prusia oriental. Ello, aunque secundariamente, ponía razones en el énfasis alemán por entrar en esas tierras. Para muchos no era una invasión sino la recuperación de algo que un día les perteneció. La fortaleza, un enorme edificio cuadrado con altos muros de fábrica y torres bulbosas en cada esquina, se erguía en medio de una pradera alrededor de la cual varias isbas daban apariencia de aldea. Las isbas, casas labriegas hechas con troncos de abeto y techos de paja, habían quedado desmanteladas en su mayoría por los bombardeos, y en las habitaciones del convento se refugiaban parte de sus humildes habitantes, ayudando a la guarnición española en las tareas de fortificación, desescombrado y reposición de leña. Más allá había un viejo cementerio que se iba agrandando a diario con los cadáveres de los españoles. Al otro lado, un gran lago helado y los koljoses arruinados de los lugareños.

El monasterio había sido tomado por los alemanes el 27 de octubre, sin apenas causar daños en el mismo. El combate fue encarnizado, llegándose al cuerpo a cuerpo con los desesperados rusos que resistieron hasta su total aniquilación. La forma de batallar en ese punto contrastaba con la habitual de la Wehrmacht en todas las poblaciones que ocupaba, consistente en derribar a cañonazos cuantos edificios servían de parapeto al enemigo. Posiblemente hubo una orden del mando para no destruirlo. En la misma fecha rindieron Possad y Posselok tras avanzar los dieciocho kilómetros de carretera que se iniciaba en Schevelevo, con lo que la Wehrmacht dominaba la amplia zona comprendida entre los ríos Voljov y Vishera antes de confiársela a la División Azul para ir al cerco de Leningrado. Hacía menos de un mes, pero todo había ido a peor para los españoles. Desde entonces la artillería soviética no había dejado de machacar las aldeas perdidas. El monasterio iba deshaciéndose a cada bombazo, por lo que de nada sirvió el cuidado que para su toma tuvieron los alemanes. Ahora los divisionarios apenas disponían de tiempo para enterrar a tantos muertos.

Le recibió el capitán Rosado, a quien entregó el macuto con las pertenencias de los rusos y de sus compañeros, y el fusil de mira telescópica. Fue con él al despacho del comandante Román García, jefe del batallón.

—Vaya, vaya —dijo, después de inspeccionar el arma—. Un SVT-40, con lentes añadidas. Es un fusil indeformable a bajas temperaturas, superior al alemán. Y encima con un telescopio. —Hablaba en voz alta para dominar el estrépito de los obuses—. Y decían que los ruskis no renovaban su arsenal.

—Ya lo creo que lo renuevan —dijo Rosado—. No hay más que ver la que nos cae encima a cada momento.

Carlos bajó a los pozos de tirador en el momento en que un lienzo del monasterio estallaba por un proyectil. El impacto fue tan grande que hizo desaparecer entre cascotes a todos los soldados que estaban en ese espacio. Escarbaron frenéticamente, pero nada pudieron hacer por ellos. Entre las bombas y el intenso frío los hombres rezaban y juraban a favor y en contra de sus santos.

Alberto le recibió con un abrazo. Tenía grandes hundimientos en su rostro, con los ojos muy retrocedidos, como si algo tirara de ellos para dentro. Parecía muy castigado por las batallas o por algo. No estaba herido pero se comportaba como tal. Al atardecer, y sin que cesara el espantoso cañoneo soviético, el teniente Martín se acercó a los dos amigos. Carlos creyó percibir en sus ojos una turbación como cuando se mira a un barco que se aleja.

—Venís conmigo ahora mismo. El comandante manda una sección en socorro de Posselok.

Mientras se equipaban, Carlos fue consciente del grado de compañerismo suicida que la desesperación ponía en los mandos. Otenskij necesitaba refuerzos y, sin embargo, Román se desprendía de cuarenta hombres para lanzarlos a la hoguera de Posselok en ayuda de sus maltrechos defensores. La aldea había sido conquistada por el regimiento motorizado alemán y se lo había confiado a la Azul, que la ocupó con la 2.ª Compañía del 1.º del 269, una sección de la 4.ª y otra de la 2.ª Anticarros 250. Unos cuatrocientos hombres. No se sabía los que aún resistían y si podían conservar el bastión.

A toda prisa los veinticinco divisionarios anduvieron los cinco kilómetros que separaban las dos poblaciones. A su paso, sin detenerse por Possad, que estaba siendo terriblemente bombardeada, vieron ya las hogueras de la aldea a la que iban. Aquello era un infierno, un espectáculo sobrecogedor. Los hombres gritaban mientras luchaban a bayoneta y disparaban a bocajarro en la oscuridad explosionada por las bombas de mano. Las isbas ardían y el proyector de las llamas reflejándose en las aguas del Vishera silueteaba los cuerpos enzarzados en una locura colectiva donde el único instinto era el golpear ciego, el matar mecánicamente para no morir, ausentes las mentes de otros pensamientos en esos instantes fuera del tiempo.

La sección entró en la escena y se disolvió en el drama. Más tarde, una eternidad, cuando ya no había esperanzas frente a las oleadas de hombres con ojos oblicuos, el capitán dio la orden de replegarse. Un enlace corrió de puesto en puesto, avisando. Rápidamente, sin apenas tiempo para recoger los víveres y las armas automáticas pesadas, los divisionarios retrocedieron hacia el norte formando una caravana, con los heridos y enfermos sobre camillas o a hombros de sus compañeros. Los indemnes llevaban sobre sus espaldas insensibles varios macutos y todos ellos las escenas de dolor y muerte en sus pupilas. Cerrando la retaguardia, un pequeño grupo de fusileros experimentados. Pero nadie les perseguía. Los rusos sabían adónde se dirigían y allí intentarían aniquilarles. Atrás quedaban los camaradas muertos, sin enterrar. Y mucho más. Era su primera derrota, la pérdida de una posición que les fuera confiada por los germanos.

El grupo superviviente llegó a Possad, sólo a un kilómetro y con los obuses cayendo. El oficial saludó al comandante García-Rebull, jefe del 1.º del 269.

—Posselok se ha perdido, mi comandante.

—¿Cuántos hombres útiles le quedan?

—Treinta y cinco.

En el hospitalillo instalado en uno de los sótanos, Carlos buscó entre los heridos. En esos profundos refugios ardían pequeñas hogueras y se conservaban la leña, los alimentos y las municiones. Era un espacio de calor y seguridad ante el terrible frío y el continuo bombardeo de la artillería soviética. La luz tambaleante procedía de unos candiles. El cabo Alberto Calvo estaba sobre el suelo, en un rincón, entre otros. Tenía el pecho vendado bajo el pesado capote. Había recibido una ráfaga de ametralladora. El teniente médico le había extraído las balas, pero había perdido mucha sangre. Se miraron, sabiendo que no había esperanzas. Alberto emitió una pálida sonrisa.

—¿Te acuerdas de África, de aquel sol, de aquel mar azul…?

—Sí.

—¿Sabes? De todos aquéllos, Braulio, Antonio, Indalecio, los sargentos Ramos y Serradilla, el teniente Martín y ahora el capitán Rosado… Sólo quedamos tú y yo… por poco tiempo. Quedarás tú sólo. La verdad es que tienes una suerte endiablada. Nunca te rozan las balas. —Tosió y la boca se le manchó de sangre—. Quiero decirte una cosa, un secreto que me oprime. No quiero irme con ese peso.

Grigorovo, a un kilómetro de la ciudad de Nowgorod, era una pequeña aldea con apeadero de ferrocarril adonde llegaban distantes los ecos de las batallas. Estaba rodeada de árboles y tenía un minúsculo cementerio que iba creciendo casi a diario con las tumbas de los españoles hasta sobrepasar el perímetro del propio pueblo. En el campamento español, un hospital de campaña funcionaba ininterrumpidamente. Muñoz Grandes, en su Cuartel General de la División instalado en un antiguo polvorín del Ejército Rojo, llamó por teléfono al coronel Esparza, que se hallaba en su PC avanzado de Shevelevo, aldea arrimada a la ribera este del Voljov. La temperatura se había hundido más allá de los treinta grados bajo cero haciendo que el río quedara helado. Ya conocía la pérdida de Posselok.

—¿Cuál es la situación de Román en Ostenskij?

—De los ochocientos hombres iniciales de su 2.º Batallón, quedan diez oficiales y alrededor de ciento ochenta soldados.

—¿Y en Possad, qué dice García-Rebull?

—Sólo viven ciento cincuenta hombres de su Batallón, de la 2.ª Compañía del Grupo Anticarros 250 y de la 1.ª de Zapadores. Teníamos novecientos hombres allí, señor. —No había mucho tiempo para un silencio asimilatorio de tal descalabro—. De la forma que está la cosa, los ruskis no necesitan mostrarse para desalojarnos de esas dos aldeas. Los enfrentamientos han sido cuerpo a cuerpo, a bayoneta, y les hemos causado cuantiosas bajas. Ahora machacan con artillería y con los bombardeos de los Martin Bomber intentando acabar con nosotros sin sacrificar más hombres. O puede que intenten un ataque final para aniquilarnos como en Posselok. Necesitamos refuerzos, que la Luftwaffe eche una mano…

—No puedo garantizarle ni una cosa ni otra. Los alemanes tienen grandes pérdidas. La 18 motorizada que reemplazamos ha tenido que retirarse de Tichvin tras perder cientos de hombres de sus batallones, lo mismo que en otras divisiones, gran parte de ellos congelados. Von Chappuis manda que todos los puestos se mantengan. Diga a sus hombres que aguanten, que lo hagan por España.

Al otro lado de la línea retumbaba el estruendo de los estallidos inacabables. El coronel no ignoraba que Friedrich-Wilhelm von Chappuis era el general al mando del XXXVIII Cuerpo de Ejército del que la Azul dependía.

—¿Me oye, Esparza?

—Señor… Es posible que en la próxima comunicación no quede ninguno para contestarnos.

—Venga, Esparza, no se desmoralice ahora.

—Para nada, señor. Resistiremos. Aunque me gustaría disponer de medios para hacer un contraataque y luchar como Dios manda.

—Resistir es una forma de luchar porque es la contención que necesitan otras unidades. Si caen esas posiciones, puede derrumbarse el frente. Usted no lo ignora. Y nuestra resistencia no pasa desapercibida. ¿Sabe qué dice Goering? Dice que nuestros hombres, la Wehrmacht en general, estamos pasando a la Historia grande como los trescientos griegos que en el 480 antes de Cristo frenaron el avance de las masas asiáticas de Jerjes en el paso de las Termopilas. Estamos salvando la civilización.

—Bueno, es un consuelo.

Muñoz Grandes colgó el teléfono. Si Von Chappuis no daba la orden de retirada, tomaría él la decisión. Era inevitable el abandono de Possad y Ostenskij, y posiblemente de Shevelevo. Los restos del regimiento tendrían que dejar lo conquistado semanas antes y pasar al lado oeste del Voljov.