Capítulo 50

Oviedo, octubre de 1937

Homo sum humani nihil a me alienum puto.

(Hombre soy y nada humano me resulta extraño).

TERENCIO

En su mente se originó un torbellino. Le fue difícil encontrar un estímulo para analizar con sosiego el inesperado encuentro. El hombre desconocido le sugería una llamada a algo impreciso, como el regreso a la inocencia perdida. Era también como si intentara recordarle que detrás de la lluvia siempre aparece el aire purificado. Y lo más impactante: tuvo la tremenda impresión de estar contemplando la resurrección de Cristo dos mil años atrás, algo que durante sus años de seminario nunca consiguió imaginar a pesar de haberlo intentado. No podía apartar la mirada de ese rostro macilento y barbado, y de esos ojos que se abrían y cerraban no sabía si buscando algo o emitiendo señales, como el faro en la noche tormentosa.

—¿No me oyes? Digo que si le conoces —oyó a su lado. Miró al paúl.

—No, no. ¿Y usted?

—Me salvó la vida el mes pasado ante la Iglesiona de Gijón. Apareció como un ángel en un momento terrible y luego desapareció. Por casualidad le vi ayer mientras buscaba a un familiar.

—¿Qué sabe de él?

—Carlos Rodríguez, dice su ficha.

—Eso es bien poco. ¿Me acompaña?

Fueron al fondo, al despacho del médico. Era un hombre alto, de rostro encendido y agradecido de vientre. No tenía insignias en su bata impecable por lo que no parecía haber prestado servicio en el Ejército. Daba la impresión de que la guerra había pasado por su lado sin rozarle. Estaba leyendo unos documentos. Se levantó con no fingida amabilidad, mostrándose refinado de modales.

—El herido de la cama 24 —dijo José Manuel—. ¿Podemos saber de él, además de su nombre?

El médico miró un listado.

—Sí. Cuando lo trajeron conservaba su documentación, lo que es raro.

—¿Por qué es raro?

—Normalmente llegan sin documentos. Se deshacen de ellos para evitar depuraciones, sobre todo los que han tenido función de mando. La mayoría de los que ven están sin identificar. Han dado nombres, que serán falsos. Comprobar los verdaderos tardará, salvo que sean reconocidos por alguien. ¿Ven allí? —Señaló un grupo de tres hombres jóvenes rodeando una cama—. Son de la Comisión de Depuración y Clasificación, falangistas, y actúan, según dicen, con autorización judicial. Están interrogando al herido, intentando establecer su verdadero nombre.

—¿Tiene la documentación de Carlos?

—No. Hubimos de entregarla a esa Comisión. Pero tenemos los datos transcritos. Veamos. —Se caló las gafas y leyó—: Natural de Madrid, vecino de Sama de Langreo, soltero, veinte años, minero de profesión. Ha sido teniente del Ejército republicano. —Movió la cabeza—. Lo tiene difícil. Todos los que tuvieron mando están siendo juzgados por consejos de guerra.

José Manuel había oído de esos consejos y sabía que sin excepción todos eran sumarísimos. Los desdichados carecían de posibilidades y sus destinos terminaban en el paredón.

—¿Cuánto lleva aquí?

—Una semana. Recibió una bala en el pecho. Está reponiéndose de la cirugía.

En ese momento vieron llegar a cuatro hombres jóvenes por el pasillo central. Por la abertura de sus chaquetones asomaban los cuellos de camisas azules. Apenas saludaron, como si tuvieran mucha prisa.

—Estos hombres —dijo uno, tendiendo un papel.

El médico leyó la orden y luego buscó en un cuaderno. Puso el número de cama en cada margen. Los falangistas salieron e hicieron levantarse a los heridos. Eran tres, uno en tan mal estado que no se tenía en pie. Los emisarios no esperaron a que se vistieran. José Manuel les vio cubrirse con la manta de la cama y caminar entre empujones hasta desaparecer por la puerta del fondo. Comprendió de pronto por qué había camas vacías.

—¿Adónde los llevan? —preguntó el paúl al médico, que había permanecido de espectador.

—A otro hospital.

—No hay ningún otro hospital en Oviedo —dijo José Manuel notando que la voz le temblaba—. Usted lo sabe. Los van a matar. También lo sabe y no ha hecho nada por impedirlo.

El médico enfrió su sonrisa y no evitó que su mirada se pusiera a la defensiva.

—¿Impedirlo? Ese no es mi cometido. ¿Qué poder cree que tengo?

—Todo el poder. Es la máxima autoridad en un hospital. Nadie está por encima de un director médico.

—No soy el director médico. Él está en la sala de oficiales. El escrito traía su firma.

José Manuel quedó un momento bloqueado. Pero estaba lanzado.

—Pero es el responsable de esta sala.

—Está loco. ¿Sabe quiénes son? Tienen campo libre para actuar. Además, seguimos estando en guerra. ¿Y quién sabe lo que esos hombres hicieron? Si están en las listas por algo será.

—¡Médico! —enfatizó José Manuel sin levantar la voz—. ¿Se lo recuerdo? Su deber es curar, es el fundamento de su profesión. Mientras no sean curados, los enfermos están bajo su responsabilidad. Me avergüenzo de lo que acabo de ver.

—Debo pedirle que se marche —dijo el facultativo con voz temblada.

José Manuel salió seguido del sacerdote pero se detuvo en la cama de Carlos. Le puso la mano en la frente y luego miró al médico, que se acercaba remolonamente.

—Tiene fiebre. —Alzó la sábana. Las vendas del pecho estaban sangrantes—. Y ya sabemos la causa. ¿Qué dijo sobre su cometido?

El galeno hizo un palpable esfuerzo para dominar su ira. Llamó a una enfermera y le dio instrucciones. De inmediato la mujer volvió con los útiles necesarios. Lavaron al herido, le pusieron unos polvos y le vendaron de nuevo. Le hicieron tomar un calmante y cambiaron la sábana de arriba. El herido tenía los ojos cerrados y pareció respirar más calmado. José Manuel miró al facultativo.

—Tenga muy claro lo que voy a decirle. Este herido no debe ser sacado de este hospital por nadie ni por motivo alguno. Vendré a hacerme cargo de él. Le responsabilizo de su custodia. Y como usted dijo seguimos estando en tiempo de guerra… todos.

El médico tenía la cara haciendo juego con el color de la bata. Fue consciente de la amenaza implícita. José Manuel se apartó y llamó al clérigo.

—Voy a buscar ayuda. No se aparte de él mientras pueda. Y si le echan quédese en la puerta.

—No me echarán. Ve tranquilo.

—¿Quién es ese oficial tan engreído? —dijo el médico tratando de desfogarse mientras veía alejarse a José Manuel—. ¿Qué coño le pasa? ¿No sabe cómo están las cosas?

—Yo también quiero salvar a ese herido de un fusilamiento precipitado.

—Lo tienen difícil.

—Quizás usted puede hacer más de lo que ha hecho por esos desgraciados.

—¿Por qué tengo que meterme en complicaciones?

—Por caridad cristiana. ¿Tiene tiempo para que le cuente brevemente por qué deseo que ese hombre sea salvado?

El médico señaló su despacho con gesto de resignación.

* * *

La calle Uría estaba muy animada de gente y circulación. Los escombros habían ido desapareciendo y volvía a recuperar su prestancia de primera avenida. José Manuel fue recibido con alborozo por los padres de Amador. Insistían en que era como un hijo para ellos. Las dos hijas le cubrieron de abrazos. Loli tenía su mirada cargada de doble sentido y por un momento José Manuel se vio perdido en el recuerdo constante. Se sobrepuso pero apreció lo arduo de su misión. Sabía que iba a crear un cisma en la tranquilidad familiar. Todavía se sorprendía de la amenaza hecha al doctor porque no disponía de posibilidades para sostenerla. Fue un farol, como en una partida de mus entre jugadores experimentados. Y él nunca había echado un pulso a nadie. El resumen que percibía era que, aunque convencido de lo contrario, podría estar añadiendo más pecados en su conciencia según las normas de comportamiento fijadas para el camino hacia Dios, con lo que su carrera sacerdotal se llenaba de más lagunas.

—Amador está en Toledo, en el curso de teniente. Quizá debiste ir con él.

—Hay que empezar a reconstruir Asturias en todos sus aspectos. Es mucha la tarea y alguien debe quedarse para echar una mano.

—Tienes razón. Bien. Nos complace mucho tu visita.

—En realidad vine a pedirle un favor. Mejor dicho, a usar de su influencia.

—Lo que me pidas. A un héroe no se le niega nada.

—Quiero que me ayude a sacar a un herido del hospital. Un preso.

—¿Un preso? —Su mirada se volvió gris—. ¿Un rojo?

—Sí.

—¡Ni hablar! Antes me corto una mano que salvar a uno de esos.

—No sabe quién es ni lo que ha hecho.

—No me importa.

—Salvó la vida de Eduardo.

—¿Cómo? ¿Qué estás diciendo? Fuiste tú quien lo hizo.

—Ese hombre salvó mi vida en el 34. Pude estar vivo para salvar a su hijo. Es como si lo hubiera hecho él a través de los pliegues del destino.

Don Amador le miró intentando captar el sentido. José Manuel volvió a admirarse del poder que le iba naciendo y que parecía desplazar sus permanentes inseguridades. Mirando al desconcertado hacendado supo que no sólo le estaba planteando una peliaguda toma de posición. Era algo más. Una amenaza sibilina a su conciencia, no como la directa hecha al médico pero con mayor fuerza de convencimiento. Algo especial, como si el negarse a pagar una deuda de sangre pudiera suponerle no entrar en el reino de los cielos. Un panorama difícil de enfrentar para hombre tan religioso.

—Y, dado que no tiene dónde ser atendido, quisiera que lo trajeran a esta casa para cuidarle —añadió José Manuel haciendo caso omiso del gesto escandalizado del magnate—. Una vida por otra. Piense en Eduardo.

—¡Estás loco si crees que voy a hacer una cosa así! —Dio unos pasos a un lado y a otro tratando de vencer la ira—. ¡Traerle aquí, infectar esta santa casa! ¡Cuidarle! ¿Crees que no tenemos otra cosa que hacer? ¿Quién le cuidaría?

—Yo —dijo Loli con decisión—. Tengo tiempo y lo haría con el mayor agrado porque lo pide José Manuel.

El hombre bufó y paseó la mirada por el salón, deteniéndola en los ojos de su mujer. En ellos estaba la respuesta.