Capítulo 49

Oviedo, octubre de 1937

Audacem fecerat ipse timor.

(El temor mismo lo había hecho audaz).

OVIDIO

Desde días antes tronaban las campanas y la gente llenaba las calles ya libres de disparos, la artillería enmudecida. No importaban el frío ni los cascotes. Por encima de los llantos volaban las sonrisas, ahora que el enemigo había sido vencido.

El Hospital Manicomio Provincial de Llamaquique, que en su día sustituyera al Hospital Provincial del Convento de San Francisco, había sido destruido completamente en febrero de ese año por el intenso cañoneo. Por las mismas causas, el Hospital Psiquiátrico de la Cadellada estaba con tal deterioro que era imposible su utilización. Los heridos y enfermos del bando nacional se distribuyeron por varios establecimientos hasta que un mes antes, y por orden de incautación emitida por el coronel Aranda, la Diputación procedió a habilitar el Orfanato Minero, en el barrio de Fitoria, como Hospital Provincial provisional, si bien bajo control del Ejército. A la sazón era el único centro hospitalario en funcionamiento que quedaba en la ciudad. El edificio había sido respetado por los obuses republicanos por consideraciones de orden sentimental, contrarias a la lógica militar. Construido a instancias del Sindicato Minero socialista tras superar grandes dificultades económicas y políticas, era un lugar venerado donde tantos mineros tuvieron el último espasmo en los socavados pulmones y donde otros curaron de sus traumatismos por acción de la dinamita y los derrumbes de las inseguras galerías. Pero no sólo funcionó como lugar de curación. También, y principalmente desde su construcción años antes, fue centro docente y lugar de protección para una infancia desvalida y con ausencia familiar. Allí eran acogidos los niños y niñas cuyos padres habían perecido en o por causa de los trabajos mineros, la mayoría malviviendo en la recogida de carbón en las escombreras y engolfándose por la vida miserable. Sus principios estatutarios establecían que era una institución «ajena a tendencias políticas y confesionales» y su actuación pedagógica se sustentaba en el espíritu de la Institución Libre de Enseñanza, igual que la Universidad. Empero, había una diferencia notoria entre ambos centros pues el alumnado era de muy distinta extracción, lo que marcaba su destino. El SOMA cubría económicamente la enseñanza y alimentación de esos niños hasta culminar la primaria. Allí acababa la similitud educacional. Ningún niño del orfanato accedería a la educación superior ni a la media. José Manuel tuvo que reconocer la razón de los argumentos de su viejo maestro respecto a la Universidad. Y en lo hospitalario, allí sólo eran tratados los mineros enfermos o descalabrados, además de los niños con padecimientos. Ahora seguía siendo hospital de una parte, pero esta vez de los vencedores. No había rastro de los mineros.

Desde las ventanas se veían los castigados edificios de la ciudad y las colinas que subían hasta el Naranco. También se veía la Cárcel Modelo, llena de presos a la sazón, mujeres y hombres. Sabía que debido a la gran cantidad de reclusos se había habilitado para parte de las reclusas el viejo y casi destruido complejo de las Adoratrices, en el Postigo Bajo, que antaño sirviera como convento a las monjas de clausura de la Orden, y que muchos hombres fueron enviados a Madrid. Y se rumoreaba que durante la noche funcionaban las sacas para los fusilamientos sin juicio previo.

José Manuel tenía cama en la larga sala destinada a la recuperación de oficiales. Su herida del brazo había cicatrizado bien y podía pasear por los pasillos. Pero ahora que el furor había cesado meditaba sobre su futuro. Amador y Juan Manuel Espíritu Santo le habían ido a ver y le expresaron su intención de ir a la Academia Militar de Toledo. Su propósito era hacerse con el título de teniente para seguir combatiendo en los frentes de Aragón y Madrid.

—¿Es que pensáis quedaros en el Ejército?

—Tenemos claro que debemos seguir en la lucha hasta que desaparezcan todos los comunistas de España —dijo Amador por los dos.

Eso había ocurrido una semana antes, cuando las tropas republicanas se batían en retirada hacia Gijón, su último baluarte. Ahora que los frentes bélicos en Asturias habían terminado no se veía a sí mismo en la carrera militar. Durante la guerra los seminarios habían sido interrumpidos. Cuando todo acabara, si finalmente vencían los nacionales en toda España, tendría que ver si retomaba los estudios. Eran muchos los pecados cometidos y no menor el haber disparado un fusil. Porque aunque los capellanes garantizaban que el participar en los combates contra los rojos no infringía los preceptos religiosos, él dudaba que haber matado con bendición dejara de ser un hecho terrible, algo que por lógica cristiana y humana debería imponer remordimientos en las conciencias. Pensó en su madre. Estaba deseando verla después de tanto tiempo. Y también a sus hermanos. Volver al pueblo, transformar la nostalgia en un renacimiento. E intentar saber de Jesús. Por él tenía gran preocupación. Era un minero socialista, bravo como las aguas que se despeñan para formar cataratas. Se habría significado y, de haber sobrevivido a los quince meses de guerra, sería objeto de atención especial por parte de los grupos falangistas y paisanos revanchistas con la delación bailando en sus lenguas.

Se levantó y dio unas suaves caminatas por el pasillo. Había visitantes, personas bien vestidas, militares de graduación alta y clérigos. La clase dominante volviendo a disfrutar de sus fueros. Disimuladamente volvió a solazarse en la contemplación de las bellas jóvenes y, dado que era un pensamiento pecaminoso y de prohibido comentario, tuvo el buen sentido de guardarse para sí su consideración sobre las carbayonas, para él las más atractivas de toda Asturias. A su vez tampoco escapaba a las miradas de las féminas, necesitadas de encontrar respuestas en la escasa población masculina. Pocas rehuían contemplar la apostura de ese alto mozo de ojos claros y expresión serena.

Sin propósito definido bajó las escaleras por primera vez, mezclándose con la gente, y miró por un ventanal. El tiempo no invitaba al paseo por los jardines, que aparecían desiertos. Recordó a los niños huérfanos, los moradores habituales. Sabía que al inicio de las hostilidades muchos estaban fuera por vacaciones y que unos cincuenta quedaron atrapados con su director Ernesto Winter cuando Aranda cerró Oviedo. El profesor fue fusilado poco después, pero se ignoraba adonde fueron a parar los niños y niñas. Seguramente los repartirían por conventos. José Manuel tuvo una visión de esos niños jugando y riendo en ese lugar con el esplendor del tiempo bueno y los sueños sin barreras. Volvió a vislumbrar los momentos vividos con Jesús en sus años inocentes cuando la vida era difícil pero no habían oído todavía el ruido estremecedor de los disparos. Fugit irreparabile tempus, dijo Virgilio. Pero su llanto no era por la brevedad del tiempo huyente sino por el sufrimiento con el que muchos inocentes cargaban mientras su vida se diluía.

Entre unos árboles distinguió un pabellón con un cartel de «Prohibido el paso» custodiado por soldados armados. ¿Qué habría allí? Vio salir a dos enfermeras y de pronto supo que sería un lugar para albergar a soldados rojos heridos, lo que le sorprendió porque había oído que a esos hombres se les enviaba fuera de la ciudad.

Ahora veía que no era cierto del todo. Tuvo una súbita inquietud que se hizo irresistible. Subió a su sala, se puso una guerrera sobre el pijama blanco y bajó al jardín en zapatillas. Caminó hasta la puerta vigilada.

—Perdón, señor. No se puede pasar.

De un bolsillo sacó el cartón con la estrella de seis puntas. Los soldados se cuadraron y le abrieron. La sala era más pequeña que la asignada a los vencedores. Hacía frío. Una doble fila de camas de hierro a cada lado del estrecho pasillo central, los cabeceros pegados a los pies de las camas. Observó que no todas estaban ocupadas, lo que le extrañó. En cada cabecera, un cartel con un número. No había espacio para sillas y apenas entre los lechos. Algunas enfermeras atendían a los enfermos. Fue avanzando por el pasillo central. El aspecto de los pacientes le estremeció no tanto por sus rasgos como por el vacío que percibía en sus ojos. Eran los perdedores y muchos serían llevados ante tribunales poco dispuestos al examen desapasionado de cargos. Como si de él tirara un imán siguió progresando. Hacia la mitad vio a un clérigo de espaldas junto a una cama, su cuerpo tapando la visión del ocupante. Le identificó como paúl por la faja negra que rodeaba su sotana. Se acercó despacio y el rostro del herido fue apareciendo por detrás de la sotana. Se paró. Era él. El minero de imborrable semblante que le salvara en el 34. Le vio abrir los ojos, los que creía mirar en mañanas de enajenamiento en el espejo del lavabo. El puente visual los enganchó de nuevo. Sintió la punzada del distinto destino.