Capítulo 48

Pradoluz, Asturias, julio de 2005

El hombre, de unos sesenta años, me esperaba en Campomanes. Identificó enseguida mi BMW 320. Era de estatura racionada, sólido y pausado de sonrisas.

—Soy José María, hijo de Georgina y sobrino de Adonina —dijo con voz carrasposa, dándome una mano grande y dura—. Sígueme. Es mejor que dejes tu coche en Espinedo, donde vivo. Allí estará seguro. Luego seguiremos en el mío.

—¿No vives con tu madre?

—Ella no necesita a nadie. Tien gran salud y se maneja bien. No quiere dejar el pueblo en que naciera.

En su Peugeot 406 me llevó por la carretera LN-8, que subía a los pueblos del margen derecho del Huerna, la autopista A-66 por medio. Había obras en grandes tramos, llenando la pista de piedras y polvo.

—Son obras de saneamiento para que la mierda de los pueblos no caiga al río —indicó—. Todo esto formará parte del Parque Natural de Las Ubiñas.

Tomamos un ramal y ascendimos a Pradoluz. El sol no incordiaba pero sí la luminosidad esparcida en todo lo que la vista abarcaba. Llegamos al pueblo, enquistado en la pronunciada ladera. Dejó el coche en una entrada. Supuse que conducir por la estrecha y curva calle en cuesta sería como hacer un rally. Echamos a caminar. Más adelante miré una placa. «CAMINO REAL QUE COMUNICABA EL ALTO HUERNA Y CAMPOMANES. IGLESIA DE SAN TIRSO, SIGLO XVI. FUENTE ROMANA O FUENTE EL CAÑO. PERTENECIENTE AL CONCEJO DE LENA». La iglesia estaba semi escondida, abajo, en un recodo de la zigzagueante carretera.

—La parroquia, como el cementerio, está en Piñera. Aquí sólo hay misa una vez al año, en la fiesta de San Tirso, el 28 de enero.

La vista, no por reiterada en cualquier lugar serrano de Asturias, resultaba menos impresionante. Enfrente, al otro lado del valle, dos pueblos de apretadas casas se destacaban airosos en una amplia ladera cubierta de verde, como si fuera una pintura.

—Jomezana bayo y Jomezana riba.

—¿Y esos montes?

—Son monte bayo: el Bobias, el Hueria, aquello llámase el Tronco, allá la Vega el Pando. Pero esos picos rocosos —señaló con un dedo— son de arboleda: la Portiella, la Mesa, y aquél la Tesa. Por allá conservamos la cabaña y vamos en ocasiones. Aquello si ye guapo. Mejor que los Lagos de Europa; llano, natural, sólo el prao y el cielo. Nos cuesta dejarlo al volver a casa. Ahora ta lleno de ganao. Tienlo pastando hasta septiembre los herederos de las familias, los que quedan. Hay muchos praos dejaos de Dios. Nadie quiere comprarlos.

El murmurio del agua se nos acercó. A la derecha estaba la fuente, un caño continuo. El líquido caía sobre un pilón que se alargaba hacia los lados.

—Aquí beben los animales y no hace mucho, menos de veinte años, también nosotros. Ye la misma agua canalizada de las casas. Antiguamente las muyeres lavaban la ropa en estos pilones y bañábanse de noche, cuando no había luna. También nosotros, cuando ellas no taban.

Vi una fecha: 1903. Miré al hombre.

—Sí, hízose cien años atrás, antes de que llegara la luz, el teléfono y los coches; cuando nevaba todos los inviernos y rondaban los lobos y los osos.

Era como si estuviéramos invadiendo un santuario. Metí las manos, hice un cuenco y bebí. Estaba fría. La verdad es que había que tener gran determinación para bañarse en esas aguas, y más en aquellos tiempos en que bajarían más gélidas. Me mojé la cara mientras José María me miraba un tanto desconcertado.

La casa era de piedra, grande y con una gran balconada. A un lado había una construcción singular restaurada, como el hueco de una chimenea.

—Eso fuera el forno, pa’cer el pan. No se usa. Quisiéramos conservarlo y el arquitecto hiciera ese diseño.

Georgina era delgada y su rostro portaba arrugas limitadas. Tenía el cabello arreglado y la ropa aseada. Se parecía a la señora de la residencia, lo que evidenciaba su consanguinidad. Puso una jarra de agua con tres vasos en la mesa del comedor y me miró, ya los tres sentados en duras sillas. Todo estaba limpio y me dio la sensación de que ella misma se encargaba de ello.

—Su cuñada me dijo que un sobrino de ambas…

—No ye mi cuñada sino mi prima —me interrumpió—. Ella es fiya de Eladio y yo de Tomás, hermanos de José Manuel, que no ye sobrino sino tío de las dos. Pusiéronnos los mismos nombres de nuestras madres.

—Feliz decisión. Bien. Parece que Adriano echó de esta casa a José Manuel. ¿Eso podía hacerse, sin más?

—Ye una ley de muchos años. El mayor que rige la casa cuando falta el padre, ye el amo.

—¿Cuál fue la causa? ¿José Manuel hizo algo malo?

—No, no. Echáralo porque no quisiera seguir en lo de cura. Faltábale poco para diácono.

—Tengo entendido que usted fue testigo.

—Sí. Yo tuviera siete años y recuérdolo como si fuera hoy. Hay cosas que fíjanse en la memoria. Hiciera poco que fueran las Navidades.

—¿José Manuel se limitó a obedecer? ¿No ofreció resistencia?

—Fuera muy callado, la educación recibida. El mayor sí gritaba, aspaventaba y hasta zarandeáralo. Fuera grande y fuerte. Dábame mucho miedo. Pero José Manuel mirábalo sin temor y creo, paréceme ahora, que con pena. Sólo dijera que no volvería. Y cumplíolo. Nunca regresara. Ni pa reclamar su parte de la herencia.

—¿Hubo más testigos?

—Los hermanos, nuestras madres… Toda la familia. Ninguno estuviera de acuerdo, pero Adriano no permitiera que nadie opinara. Todos callaran. La madre muriera un año antes.

—Pero después, con el paso del tiempo, ¿ninguno intentó la reconciliación, saber de él?

—Dijeran que lo buscaran aunque no toy segura gastaran mucho en ello. Porque, ¿qué tiempo tuvieran para indagar, con todo el trabayo por hacer? ¿Y dónde buscarlo? Además hubiera interés en taparlo porque fuera algo malo. Una tontería porque eso conociéralo todo el pueblo. Pero José Manuel no dejara huellas. Nadie supiera dónde pudiera estar. Ni siquiera un primo, que era militar, pudiera encontrarlo porque ya no taba en el Ejército.

—¿Quién no estaba en el ejército?

—José Manuel. Fuera alférez durante la guerra.

—¿Alférez? ¿No era seminarista?

—¿Y qué? Muchos seminaristas se apuntaran a la guerra para combatir a los rojos. Los que no murieran, unos siguieran y otros no, como José Manuel.

—¿Qué recuerda de él?

—La primera vez que viéralo estuviera cerca la Navidad, como un mes antes de que lo echara. Él apareciera como algo extraordinario. Nunca viera hombre tan arrogante, con su vistoso uniforme verde. Fuera alto, guapo. Muy cariñoso, dábanos besos a Adonina y a mí y hacíanos bromas. Dejara ponernos su gorra redonda, que nos cayera en los ojos y provocara la risa. Yo enamorárame, tan chiquitaja. Doliome su ausencia, lloré muchas lágrimas cuando le recordara. Y todavía hoy…

—¿Estaba de uniforme cuando su hermano le echó?

—No, ho. Viniera con ropa de pana, como si fuera obrero o labriego. Pero aún así resultara muy atractivo, diferente a los homes de la familia.

—Su prima me dijo que usted tiene fotografías de él.

—Adriano quemáralas todas, quería borrar los rastros, como si no fuera de la familia. Pero yo guardo dos que él me diera. Luego se las muestro.

—¿Tanto rencor guardaba hacia su hermano?

—Sí, entonces. Al paso de los años arrepintióse. Pero ya no tuviera remedio.

—¿Vive alguno de los hermanos?

—No. Hay que ver… Tantos como fuéramos y ahora… ¿Usted vio el pueblo? ¿Cuánta gente cruzóse al venir acá?

—Madre quiere decir que pocas gentes siguen viviendo en el pueblo —apuntó José María—. Hay veintiocho casas, las mismas que antes aunque están arregladas y algunas fueran compradas por forasteros para pasar los veranos. En días festivos hay mucha animación porque vien los paisanos, sobre todo en verano. Pero en la semana hay cuatro monos. Todos trabayan y viven en Pola, Oviedo, Avilés… Y los jóvenes a la Universidad. Por estos pueblos vamos quedando pocos.

—Entonces —añadió ella— fuéramos muchos en todas las aldeas. Calcule, si cada familia tenía una media de ocho rapaces, en Pradoluz pasáramos de trescientos, entre abuelos, padres y fiyos. Todo el valle rebosara de gente. Eso no fuera bueno porque multiplicaba la miseria y la fame. Luchábase por sobrevivir. En esas terribles condiciones el amor por los fiyos se mitigaba. Tantos hubieran.

—No comprendo.

—Bueno, que no hubiera ese amor de ahora. No fuera falta de cariño, no, pero sí desapego. Y si acontecían accidentes no tomábanlo por la tremenda. Le contaré un caso que ocurriera a un conocido de mi padre, dueño de una alfarería por Siero. Tuviera diez fiyos. Al rapacín, que mojárase por la lluvia, pusiéralo a secar junto al gran forno, mientras cocía la cerámica. Olvidóse de él y cuando cayera en la cuenta el fiyo estaba muerto, quemado por el enorme calor. Enterráranlo sin apremios de llantos, como una desgracia más a añadir a otras calamidades.

—¿Quiere decir que en su familia se dio ese caso de indiferencia hacia los hijos?

—No como ése, pero más o menos. El padre de José Manuel no se prodigaba en ternuras con los fiyos, especialmente con él. Fuera hombre severo, todo el tiempo trabayando para combatir la pobreza. Quizá ahí radicara también la falta de comprensión de Adriano hacia su hermano.

—¿Tan mal se vivía?

—Muy mal, de la labranza, la huerta, las cuatro vacas rumiando en el prao. Comíamos patatas, berzas, vainas…

—Castañas, fariñas, maíz —aportó José María.

—Por Navidades, el que pudiera, pocos, matara un gochu, que duraba todo el año, racionando el tocino y lo demás. Algunos tuvieran una gocha y vendieran las crías. Pero no fuera fácil porque hubiera que alimentarlas y no compensaba.

—No hubiera panaderos ni con lo que comprar, porque no hubiera casi dinero —precisó José María—. Por eso el pan fuera de escanda, un trigo especial, más negro y ácido pero que aguanta días. No se pone duro y puedes comerlo una semana después. Ahora en algunos praos siémbrase porque dicen que tien propiedades curativas. Como tantas cosas que antes fueran sólo comida pa probes y ahora platos caros en restaurantes.

—Poca gente vive hoy del campo. No hay huertas, salvo las que como pasatiempo tien algunos jubilaos y vieyas como yo. Nadie coge castañas, ni nisus. Púdrense o cómenlo los jabalíes. Fíjese usted: siendo mocina, cuando los mozos vinieran a cortejarnos, llevaran bolsinas con avellanas, como ahora llevan bombones, tan apreciadas fueran.

Su repentina tristeza me pareció que no era sólo por la costumbre perdida sino también por los años marchados.

—Creo que es el momento de que hablemos de esa cueva del tesoro.

—¡Ah, la cueva! ¿Cómo lo sabe usted?

—Su prima me informó. Dijo que su familia estuvo buscando en ella.

—Sí, porque precisamente la gran necesidad hacía creer a la gente que pudieran existir esas cosas. Así lo creyeran mi abuelo y su hermano. En todos los Conceyos de Asturias hay creencias de muchos tesoros, buscados durante cantidad de años. Hubiera gente que enloqueciera dándole a la cabeza con eso.

—¿Cómo llegó a su conocimiento la posibilidad de que existiera tal cosa en tal lugar?

—En las ferias de ganao, algunos charranes fueran ofreciendo las gacetas o estafetas, como llamaran a esos papeles. Dijeran, por ejemplo, que hubieran de marchar urgente a Xixón o a Madrid y no pudieran entretenerse en lo buscar, pero que fuera cosa segura. Por eso con gran dolor tuvieran que desprenderse de ellas.

—A cambio de dinero, claro.

—A los abuelos costoles doscientos reales. Una barbaridad. Pusieran el dinero a medias.

—No pensaban que sonaba a timo.

—El ansia nubloles la razón.

—¿De dónde procedían esas gacetas?

—Vaya usted a saber. Unos dijeran que fueran de hacendaos pa señalar lo que guardaran cuando la invasión de los franceses, que se apropiaban de todo. Otros afirmaran que las hicieran los moros cuando marcharan de Andalucía pa que cuando volvieran sus fiyos o nietos pudieran saber dónde guardaran los tesoros.

—Su prima dice que sus familiares no encontraron el tesoro.

—No lo encontraran, qué va. Y eso que gastaran todos sus ahorros y energías en buscarlo. Varios años picando aquí y allá, más tarde con dinamita, pa nada.

—Porque no existió, seguramente.

Ella me miró sopesando su respuesta.

—Pues no sé qué decirle. Ellos no lo hallaran pero puede que otros sí.

—¿Quién? ¿José Manuel? Su prima me dijo que estuvo allá siendo un crío.

—Sí, con su primo Jesús, mi tío, y partióse una pierna. Curara bien y no tuviera cojera, pero quedárale una tremenda cicatriz. Eso evitárale la paliza, que sí recibiera Jesús por los dos, porque crearan mucha inquietud con su escapada. Todo el pueblo saliera a buscarlos, temiendo los comieran los llobos. Y en ello un hermano de José Manuel ahogóse. Pero él apareciera con las manos vacías, ni rastro del tesoro.

—Vaya, entonces…

—Estuvieran unos espeleólogos de Córdoba, allá por los 70. Fueran con focos y detector de metales, figúrese. Si mi abuelo hubiera tenido esas cosas…

—¿Ellos encontraron el tesoro?

—Nunca lo aclararan, no dijeran ni pío. Pero pusieran una placa en recuerdo de mi abuelo y su hermano. ¿Por qué hacer tal cosa si no encontraran nada?

—¿Cree usted realmente que allí había un tesoro?

—Qué sé yo.

—¿Y que clase de tesoro podría ser?

—¿Usted lo sabe? Pues eso, ni idea. Nadie lo viera nunca. O puede que esos cordobeses…

—A José Manuel no volvieron a verle. ¿Ocurrió lo mismo con Jesús?

—No, qué va. A él no echolo nadie.

—¿Qué fue de él?

—Está vivo y coleando. Tien buena salud a pesar de los años.

—¿Vive en el pueblo?

—No, en Piñera. Comprara una hermosa casa que perteneciera a un indiano.

Algo no me sonaba con la lógica debida.

—¿Compró una casa?

—Bueno, en realidad no la compró él sino su mujer, Soledad, que ye mi tía carnal. Él estuviera perseguido por las autoridades. Ella viniera varias veces y tramitara la compraventa y luego mandara reformarla. Quedara muy guapa. Desde entonces no dejaran de venir, ella, mis primas y luego los nietos.

—¿Cuándo fue eso? ¿Cuándo la compró?

—En 1954. Recuerdo lo guapina y lozana que taba mi tía. A sus treinta y siete años deslumbrara por su lozanía y por sus modales y forma de hablar. Pareciera una francesa, como su fiya mayor, la que naciera aquí, ya una moza de dieciocho añinos. Yo tuviera para entonces veintitrés. Nos hiciéramos muy amigas las tres.

—¿Quién vivía en la casa?

—Nadie. Estuviera abandonada. —Observó mi gesto—. Sí. Hacía años que muriera el dueño. Unos sobrinos que vivieran fuera de Asturias heredaran sus dineros pero el viejo hizo donación de la casa al pueblo. De ella hízose cargo el Concejo, que fue quien hizo la venta.

—¿Qué ocurrió con Jesús? Los amigos inseparables en la niñez suelen conservar la amistad de por vida. El debe saber dónde está José Manuel.

—La vida les separara siendo guajes. Tien historias bien distintas. No creo que volvieran a ser amigos, en caso de haber vuelto a verse.

José María satisfizo mi muda pregunta.

—José Manuel fuera al seminario y luego estuviera de oficial del ejército de Franco. Jesús hízose minero y estuviera con los rojos. Fuera muy activo en la guerra y en defensa del sindicalismo socialista. Cuando el frente terminara buscáronlo pa fusilarlo, como hicieran con dos de sus hermanos. Pero él lograra escapar de Xixón en uno de los pocos barcos que salieron para Francia. Pasara a combatir en el Ebro. Al acabar la guerra escapose de nuevo a Francia. En el año 80, con la amnistía general, volviera a Asturias y ya pudiera ver su casa y vivir en ella con Soledad y las fiyas y nietas. Ta bien cuidao por toda la familia.

—Han dicho que la casa era de un indiano. Conozco esos edificios. Son casi palacios.

—Sí. Perteneciera a don Abelardo, que curiosamente pagara los gastos del seminario de José Manuel los primeros años.

Estuve un rato en silencio. Miré a José María.

—¿Te importaría llevarme a esa famosa cueva?

—Ningún problema. Pero ¿quieres ir a pie o en coche?

Sorprendí una chispa en sus ojos azules. Me estaba probando.

—¿Cuánto se tarda andando?

—No menos de cinco horas.

—Bien, vamos allá. Prefiero caminar.

Su risa sonó como un serrucho actuando sobre un tronco duro.

—Valiente. Pero si el asunto ye ver la cueva no tien sentido caminar. No tamos de vacaciones. Iremos en coche.

—Y… —Me frené inducido por el temor de que pudiera estar abusando de su participativa disposición. Pero sus socarrones ojos no mostraban fatiga sino curiosidad—. Bien. Me gustaría que me presentaras a Jesús.

De repente se tornó cauteloso.

—No ye posible. No quiso hablarnos a su vuelta. Tantos años ya.

—¿Por qué?

—Sigue con sus ideas revolucionarias, a pesar de ser rico —terció Georgina—. Tien muy dentro el rencor. No olvida que estuviéramos a favor de Franco en la guerra y, a su modo, nos culpa de la muerte de sus hermanos. Ya ve usted.

—¿No tienen ninguna relación?

—Sí, con mi tía Soledad, que ye un encanto, y con mis primas. El mantiene cerrado su corazón hacia nosotros.

—¿Es rico, realmente?

—Bueno, no tanto. Pero viven sin estrechuras a pesar de ser muitos de familia.