Gijón, septiembre de 1937
Varios días ha muerto aquí el disparo
y ha muerto el cuerpo en su papel de espíritu
y el alma es ya nuestra alma, compañeros.
CÉSAR VALLEJO
Los aviones Heinkel He 111 de la Legión Cóndor procedentes de la base aérea de Valladolid tardaron poco en alcanzar su objetivo: Gijón. Eran bimotores estilizados, manejables y alcanzaban una velocidad de cuatrocientos kilómetros por hora. Orgullo de la industria aeronáutica alemana, los pilotos estaban encantados de su rendimiento en las pruebas a que los sometían en esa guerra lejana e incomprendida. Con las primeras claridades dejaron caer sus bombas de cuatrocientos kilos sobre el puerto de El Musel donde se resguardaban los restos de la escuadra republicana del Cantábrico. Los mortíferos cilindros buscaron los buques, alcanzando a algunos levemente y levantando grandes surtidores de agua. En una progresión colateral, accidental o voluntaria, algunos proyectiles impactaron en la ciudad matando e hiriendo a numerosos civiles.
Un clamor de indignación corrió entre la población de Gijón. Eso no era una acción de guerra sino de exterminio. Había que tomar represalias. El Consejo Soberano de Asturias y León se reunió con carácter de urgencia y dictó una disposición tendente a apaciguar el ansia de venganza. Una hora más tarde varios camiones del Ejército se acercaron a la Iglesiona, que perteneciera a la Compañía de Jesús hasta su incautación en enero del 32 de acuerdo con el Decreto de disolución dictado por el Gobierno. Allí se hacinaban unos setecientos presos adictos a los sublevados. Sacaron a trescientos, entre ellos clérigos y mujeres. Su destino, ingresar en las bodegas del carguero inactivo Luis Caso de los Cobos, por estimar que el mando alemán tomaría en consideración el riesgo que correrían los allí encerrados si proseguían con su destructiva labor aérea. En muchos de los inundados de iracundia latía la esperanza de que el hendiente de un proyectil diera de lleno en el barco y lo hundiera con su carga humana.
Tiempo después de que los camiones partieran apareció otro camión militar. De él descendieron soldados armados bajo el mando de un sargento y entraron en la iglesia. Al poco fue saliendo una tanda de presos que obligaron a subir al vehículo. En eso estaban cuando un militar alto y delgado se aproximó y ordenó detener el embarque. Llevaba botas de cordones, chaquetón largo de cuero marrón y una gorra de plato con la estrella y las dos barretas de teniente. Su rostro se cubría con una densa barba negra y sus ojos estaban agredidos de cansancio. En ese momento un hermano paúl de edad indefinida, interrumpido en sus movimientos, enredó la sotana por la trampilla y cayó al suelo. El oficial se agachó y le ayudó a levantarse.
—¿Se encuentra bien?
—Sí, creo que sí, no se preocupe —respondió sin apenas creer lo que estaba ocurriendo.
El teniente se dirigió al sargento.
—¿Adónde lleváis a esta gente?
—A la cárcel del Coto.
Ambos hombres se miraron. El suboficial tenía el rostro crispado y la ira a flor de piel.
—De la cárcel del Coto sacaron doscientos presos para llevarlos también al buque prisión. No tiene sentido lo que dices. Enséñame la orden.
—No la tengo —dijo el otro, levantando la barbilla.
—Entonces ye lo que creo, ¿verdad?
—¿Has visto a las mujeres y los niños muertos por el bombardeo? —gritó el sargento—. ¿Van a quedar sin venganza?
El oficial señaló al camión.
—Que bajen todos y vuelvan a la iglesia. No tomaré tus datos ni voy a informar de ello. A no ser que no obedezcas. ¿Qué prefieres?
No se movió hasta que sus órdenes fueron cumplidas. Miró al grupo de curiosos. Luego devolvió el saludo a los soldados de guardia en el templo y caminó hacia la calle de San Bernardo donde frente al Instituto Jovellanos estaba la Casa Blanca, sede del Concejo.