Capítulo 46

Voljov, Rusia, octubre de 1941

La negra noche horrenda y espantosa,

cubriendo tierra y mar cayó del cielo,

dejando antes de tiempo presurosa

envuelto el mundo en tenebroso velo.

ALONSO DE ERCILLA

Desde la bombardeada Smiesko, ahora en manos divisionarias, debían salir para tomar Sitno, dos kilómetros al sur en el mismo lado del ancho Voljov. Para ello tendrían que avanzar unos quinientos metros por un campo nevado y despejado, a tumba abierta y sin más defensa que su propia suerte. Y luego atravesar el oscuro bosque donde los rusos esperaban atrincherados en sus nidos de ametralladoras y pozos de fusileros.

Desde temprana hora el 2.º del 269 estaba listo en sus posiciones, el armamento presto, esperando la orden de ataque. Pero no estaban preparados para morir. Ahora Carlos veía los gestos forzados, las miradas huidizas, las manos agarrando los fusiles como si su contacto fuera un asidero a la vida. De las trincheras salía una nube de humo de tabaco. Los hombres fumaban compulsivamente tratando de recobrar la fortaleza huida con la incertidumbre. Hacía un frío demoledor y en la espera angustiada él recordó a aquel teniente de las SS que le regalara la estilográfica dos meses atrás, cuando se quejaban del calor y se esperaba ansiosamente el enfrentamiento con los soviéticos como si fuera una aventura de retorno asegurado. Ya estaban en la cruda guerra y la División iba sumando muertos a diario.

Primero cayeron algunos por accidente. Luego muchos empezaron a desfallecer por el cansancio acumulado y a sumar dolencias en pies y hombros, despellejados por el peso del equipo en la inacabable marcha. Después apareció fugazmente, como ajeno a lo cotidiano, el rostro de la guerra cuando las minas y los ametrallamientos nocturnos abatieron a algunos hombres.

Tras un descanso en Vilna, la siguiente caminata de otros cien kilómetros les llevó a Minsk, la capital de la Rusia Blanca. Y luego más y más kilómetros avanzando sobre aldeas de nombres olvidados, iguales, viendo casas desperdigadas, la mayoría sólo restos, gente miserable reconstruyendo sus hogares deshechos o asomando su miseria de siglos en las isbas. De vez en cuando aldehuelas plantadas entre campos de girasoles. Vieron paisajes hundidos en la desolación, muertos no alemanes sin enterrar, tumbas con una cruz rústica y nombres en letras góticas; coronándolas, cascos como si además de un último recuerdo quisieran protegerles en la otra vida.

Contemplaron cráteres de bombas con restos humanos, puentes volados, cañones, tanques y camiones convertidos en chatarra entre martirizados bosques de brisas fragantes y ondulados prados de hierba calcinada.

Sorpresivamente, cuando ya habían cruzado el Dnieper y vivaqueaban a tan sólo cuarenta kilómetros de Smolensko, llegó la orden de dar la vuelta y dirigirse a Vitebsk, cien kilómetros al noroeste. Los soldados se limitaron a obedecer pero oyeron jurar y blasfemar a los oficiales y jefes porque se les negaba participar en la gloria de tomar Moscú y desfilar por la Plaza Roja. Más tarde supieron que la División había de integrarse en el 16 Ejército del Grupo de Ejércitos Norte porque su frente de actuación sería el sur de Leningrado y sus tareas básicamente defensivas. La mención confusa de tantas fuerzas armadas dejó de serlo para Carlos cuando se informó de la magnitud de dichas fuerzas. Los Grupos de Ejército estaban integrados por Ejércitos, que a su vez se formaban por Cuerpos de Ejército y éstos por Divisiones. La Azul estaba en una marea de unas treinta divisiones alemanas formadas por cerca de cuatrocientos mil soldados.

En Vitebsk fueron embarcados en vagones de mercancías para cubrir los quinientos kilómetros que les separaban de los frentes asignados, lo que fue recibido con gran alegría por los soldados. Por fin cesaba la incomprensible y salvaje marcha de tantos kilómetros que les hizo perder inútilmente más de un mes y desgastarse por los caminos, como si el mando alemán no supiera qué hacer con ellos. Una marcha sin ningún beneficio para nadie salvo para el enemigo. Porque al pasar cuentas en Vitebsk se vieron los hombres que habían muerto y los miles que habían quedado inutilizados y que fueron enviados a hospitales, muchos de ellos regresados a España. También las bajas de los animales y de los vehículos.

Todo pasó a hacerse a gran velocidad entonces, como si hubiera habido conciencia por parte alemana de que había una división española desperdiciada. Fueron enviados a un sector del norte de Novgorod, la ciudad dorada, la capital más antigua de Rusia, situada justo donde el río Voljov vertía sus aguas en el enorme lago Ilmen. Ahora la ciudad sólo conservaba los muros del Kremlin y las bulbosas cúpulas apenas castigadas de la catedral de Santa Sofía. Casi todo había sido destruido. Primero por los bombardeos de los Stukas alemanes, y luego al ser incendiado por los soviéticos en su retirada. Pocos de los treinta mil habitantes quedaban como fantasmales testigos.

Reemplazaron a dos regimientos de la 126 División alemana y a toda la 18 motorizada, que habían tomado casi todas las poblaciones al este del Voljov. El 2.º del 269 del coronel Esparza fue posicionado en el extremo norte, cerca de la carretera y del ferrocarril que subían a Leningrado. Al otro lado del río veían las aldeas de Russa, Sitno y Tigoda que estaban en posesión de los rusos. Era preciso cruzarlo, lo que no pudieron hacer los alemanes debido a la artillería roja. Si ellos no lo consiguieron a pesar de su gran potencial parecía imposible que pudieran lograrlo los no fogueados españoles. Pero unos días después, una sección al mando del teniente Escobedo atravesó audazmente las aguas sobre botes neumáticos sorprendiendo a los soviéticos y estableciendo una cabeza de puente en una colina a la que denominaron Capitán Navarro. A continuación el batallón tomó Smiesko a costa de grandes pérdidas.

Y ahora esperaban. Alberto y Braulio fumaban silenciosamente al lado de Carlos. Indalecio ya no estaba con ellos. Como tantos otros había sucumbido bajo la pertinaz acción de la artillería rusa.

El ataque fue precedido por un intenso cañoneo de las piezas del 75 de la 13 Compañía artillera, tirando a cero. Los árboles se desmochaban y algunos se partían por los obuses sin que los soviéticos, bien parapetados en pozos de tirador, respondieran. La orden de acometida llegó y la sección de Asalto dirigida por el teniente Galiana se impulsó hacia delante y tiró del batallón. Ochocientos cincuenta hombres se lanzaron hacia el azar contra una barrera de fuego. Corrían en zigzag, se arrojaban a tierra y volvían a levantarse sin dejar de disparar mientras camuflaban su miedo cantando El novio de la muerte y Cara al sol. Muchos no se levantaron. Pero la furiosa marea llegó al bosque y se batió como en tiempos de las espadas, luchando a bayonetazos hasta barrerlo de enemigos. Sitno, que estaba siendo bombardeada por la artillería española, ardía a menos de un kilómetro. Desde el conjunto de isbas que formaban la aldea los rusos disparaban sus pesadas ametralladoras de carrito y las piezas antitanque. La ola divisionaria llegó al escenario y se fundió en la locura colectiva.

Cuando la noche llamaba, la aldea había caído. Pero no fue una conquista fácil. Ahora, mientras unos intentaban apagar las llamas otros cargaban a los heridos en las ambulancias y en los trineos para llevarlos al hospital de Udarnik. Los oficiales buscaron las isbas más adecuadas para aposentar el mando, y los soldados procedieron a recoger los muertos y depositarlos en el sótano de un castigado edificio de mampostería hasta que pudieran ser enterrados en el cementerio. Allí quedaron rígidos, en segundos, sus ojos ya de cristal y sus rostros despersonalizados. Carlos y Alberto buscaron a Braulio. Lo llevaron adonde los demás muertos, desprendiéndole de sus documentos y chapas. Creyeron que tendrían que romperle los congelados dedos para arrancarle el fusil. Luego se miraron largamente mientras a su alrededor el pandemónium no cesaba.