Residencia La Rosa de Plata,
Llanes, Asturias, junio de 2005
—Ahora es un buen momento para que la saludes —dijo Rosa.
El aire estaba lavado y las hojas de los avellanos y castaños, henchidas de verdor, todavía retenían miles de gotículas cristalinas desafiando la débil imposición solar. Yo la miraba, imposibilitado de evadirme de su contemplación. Ella sonrió y hubo más razones para la fascinación.
—Aquel anuncio —añadió—. Ese que decía: «Si sigues mirándome así van a tener que presentarnos».
—Pues tendrán que presentarnos constantemente —dije, tratando de parecer reprendido. Cambié de tercio—. Si saludo a esa señora querrá contarme su vida.
—La culpa es mía. Le hablé de ti y de lo que haces. —Cogió mi mano—. Vamos, es una mujer llana. Te encantará.
—¿Por qué está aquí?
—No está enferma. Dice encontrarse más a gusto que en otros sitios.
—En eso coincidimos. Claro que yo tengo una razón de la que otros carecen —dije, devorando su sonrisa.
La residencia ofrecía la mejor imagen. Sol tras el campo llorado. Los pacientes paseaban solos o con cuidadores. Era estimulante ver a esa gente disfrutar de sí mismos en ese marco de difícil parangón. La señora estaba sentada en uno de los bancos de madera situados en zona de sol. Sabía que tenía setenta y cinco años y que se saturaba de buenos paseos, como para apaciguar la urgencia del tiempo.
—Así que se llama Corazón. ¿Qué nombre ye ese para un home? —dijo, llenando de provocación sus chispeantes ojos y acicalándose el arreglado cabello entrecano en un gesto ausente de coquetería.
Me senté esquinado, mirándola de frente.
—Dice Rosa que un tío suyo fue echado de casa.
—Sí. Llamárase José Manuel.
—¿Quién lo echó?
—Adriano, el moirazo. ¿Quién si no, ho?
—¿Cuándo ocurrió?
—Déjeme pensar… Acabara la guerra… Empezara el año 38, sí.
—¿No han sabido nada de él en tantos años?
—Usted lo ha dicho. Marchara, sin más.
—¿Quién le contó eso?
—¿Cómo dice? Yo estuviera presente. Vilo con mis propios ojos.
—¿Hubo alguna discusión, se pelearon?
—No. José Manuel no estuviera entrenado para la pelea. Fuera seminarista, mejor dicho, fuéralo.
—¿Tenía derecho de herencia?
—Sí, pero dejárala. Marchara y nunca la reclamara.
Tenía muchas preguntas empujando, pugnando por salir. Me aconsejé prudencia.
—¿Han pensado que quizá muriera?
—Bueno, habrá muerto ya o estará muy viejo. Tendrá ahora noventa o más.
—No, digo que hubiera muerto de joven. Y por eso no reclamó nada.
—Pudiera ser, pero dame el corazón que no.
—Me pregunto por qué quiere usted saberlo tan tardíamente.
Ella me miró. A través de las gafas sus ojos estaban ausentes de fatiga, pero en el filo del desmoronamiento.
—Siempre anduviera intrigada, pensando en él. Eso de que echárale a gritos, como si de un apestado tratárase, y nunca apareciera… Fuera una gran crueldad. ¿Adónde pudiera ir si ya hubiera dejado el seminario…? Y luego, la vida, ya sabe… Pásase volando. Ahora, muchas veces, cuando estoy sola, lléganme tantos recuerdos de los que… —Se ensimismó un momento—. Me gustaría, pero… Bueno, también está lo de la cueva. Él estuviera en ella.
—¿Qué cueva?
—La del tesoro.
Miré a Rosa, que afirmó con la cabeza.
—Disculpe —dije—, ¿qué es eso de la cueva del tesoro?
—Allá para la Ballota hay una cueva. Dijeran que hubiera un tesoro. Mi abuelo, padre de José Manuel, y su hermano, buscáronlo durante años. Nada encontraran a pesar de gastar sus pocos dineros, sus energías, su tiempo y su humor. Pero José Manuel estuviera allá.
—¿Él estuvo allí?
—Sí, siendo guaje. Convenciera a su primo Jesús, que siempre siguiérale a todas partes, y ambos marcharan por esas cumbres. Buscaran en la cueva durante dos días.
—¿Lo encontraron?
—No, claro que no. Hubiéranos cambiado la vida a todos.
—Me refiero a si lo encontraron en búsquedas posteriores, años después.
—Ya digo que José Manuel marchara y nunca volviera. No pudiera buscar nada.
—¿Jesús también desapareció?
—Sí, estuviera ausente durante muchos años por otras razones. Pero volviera, ya mayor.
—Si Jesús era tan amigo de José Manuel quizá pudiera aportar alguna pista sobre su paradero y sobre el tesoro.
—No lo creo. Pero si al final tien curiosidad vaya a Lena. Allí está mi prima Georgina. Sigue viviendo en el pueblo. Tien buena memoria. Ella puede decirle.
Ya la tarde se arrimaba hacia el bosque, el sol abatido, y por la cordillera se insinuaban azules oscuros. Nos levantamos y fuimos despacio hacia el hotel, al que iban convergiendo otros residentes.
—¿Qué piensas hacer? —dijo Rosa, más tarde, cuando todo parecía estar en paz.
Desde la ventana del dormitorio se veía una parte del inmenso parque residencial, con faroles sembrados estratégicamente. De vez en cuando la figura blanca de un vigilante rompía la quieta estampa.
—Respecto a qué.
—A lo de la cueva del tesoro de la señora Adonina.
—Que no es un tema singular. Hay miles de relatos en nuestro país acerca de tesoros escondidos. En cada región, casi en cada pueblo, se conservan testimonios y leyendas de fortunas ocultas en lugares diversos, sobre todo en cuevas. Asturias no es una excepción a esa tradición romántica. Hubo un tiempo largo en que muchos hicieron profesión de la búsqueda de tesoros. Una forma de ganarse la vida. Pocos consiguieron resultados y esos Alí Babás dejaron de existir. Yo también caí en tentación similar. Con diez años fui en busca de un tesoro.
—Nunca dejas de sorprenderme —dijo, mirándome de tal forma que sentí como si mis huesos se licuaran—. No me lo contaste.
—A mi padre, siendo niño, alguien le dio un plano. Lo escondió en un libro cuyo título olvidó. Un día, años después, lo encontró al hojear el libro olvidado. Me lo mostró con cierta excitación. El papel estaba muy gastado en los bordes y tenía trazos torpes. Parecía auténtico por su aspecto de viejo. Me invitó a que fuéramos a buscarlo el domingo siguiente. El lugar señalado estaba por el antiguo Pozo del Tío Raimundo, más allá del Puente de Vallecas, donde él nació. Por entonces era un campo con muchas chabolas, según dijo. Fuimos en metro y autobús porque mi padre no tenía coche y el sitio estaba lejos. Puedes imaginar cómo temblaba yo de contento. Iba en busca de un tesoro con mi padre, el hombre serio y equilibrado. ¿Qué te parece? —dije. Rosa tenía la misma mirada que su hijo cuando le leía novelas de Emilio Salgari.
—No sé, pero creo que te lo estás inventando.
—Para nada. Absolutamente cierto.
—¿Y qué pasó?
—Todas aquellas chabolas y campos habían desaparecido. En su lugar, un barrio entero de casas altas. Nuestros sueños desvanecidos. Mi padre no pareció muy afectado pero yo tuve una gran desilusión.
—Ahora tienes oportunidad de resarcirte con el tesoro de esa gente. Hay una cueva concreta y una búsqueda familiar.
—Que no ha dado frutos. No me llama la atención. Por el contrario sí me es sugerente lo de ese hombre que echaron y del que nunca se volvió a saber.
—Bueno, ya tienes algo que investigar.
—Sería un fracaso. Probablemente todos los testigos han dejado de existir.
—Ella está viva. Y puede que algunos más. El tema de la edad no es un freno para ti. Estás acostumbrado a buscar gente mayor.
—No tengo mucho tiempo. Estoy en lo de Méjico.
—Este sería otro caso sugerente. Deberías pensarlo. Me gustaría ayudar a esa mujer.
—Te olvidas de algo importante. ¿Quién pagaría la investigación? Ella no me ha contratado.
—¿Necesitas ese estímulo para tu curiosidad? Además, hasta es posible que encuentres el tesoro.
Se inclinó y me besó. Y para mí sobraron todos los tesoros del mundo.