Antigua Polonia, septiembre de 1941
En túmulos de escarlata
corta lutos el silencio.
MANUEL AZAÑA
Era el último día en el campamento. La División abandonaría Grozno al alba tras el desayuno y la recogida de tiendas, después de una semana de incomprensible vivaqueo. Durante la jornada los pases de visita a la ciudad fueron suspendidos y todos los hombres se dedicaron a preparar las armas pesadas, los camiones y las bestias. Les quedaban más de novecientos kilómetros de caminata. La próxima escala sería Vilna, en la antigua Lituania, a unos ciento veinte kilómetros.
—No son tantos. ¿Qué es eso para nosotros? —presumió Alberto.
Carlos y sus compañeros habían tenido que escuchar la admonición del capitán de la compañía y fueron sancionados a no salir del recinto. La carta del capitán de las SS no fue la única que recibió el regimiento. Otras se unieron a la que el comandante general de la plaza envió al general Muñoz Grandes, en las que se censuraba el comportamiento inadecuado de los divisionarios y se pedía más disciplina. Pero la preocupación del grupo castigado no estaba en ellos mismos. Faltaba Antonio. Carlos solicitó hablar con el capitán al día siguiente y le pidió que le permitiera volver al gueto en busca del ausente.
—¿Crees que somos niñeras? ¿Exponer a más soldados a la posibilidad de desaparecer también?
—Conocemos el lugar donde nos dejó, mi capitán, aquella taberna.
—¿Y los permisos para entrar en el gueto? ¿Olvidas que os colasteis? ¿Más problemas con los alemanes? —El capitán estaba realmente enfadado—. Olvídalo, soldado. Tendrá que valerse por sí mismo. Si tuvo cojones para unas cosas debe tenerlos para encontrar el camino de vuelta.
—El capitán tiene razón —dijo Alberto, más tarde.
—Si fueras tú el desaparecido, ¿no te gustaría que fuéramos en tu busca?
—Yo nunca me salgo de madre.
Carlos miró a sus tres compañeros. Uno de ellos era su asesino. ¿Cómo descubrirlo?
El silencio se adueñó del campamento aunque pocos dormían en la excitación de la inminente reanudación en la marcha. En la madrugada primera se oyeron disparos, que alertaron y agitaron a los hombres. ¿Partisanos otra vez? Carlos salió de la tienda. Se veían sombras moviéndose entre luces de linternas hacia la entrada del campamento. Corrió hacia allá. Varios hombres transportaban un cuerpo hacia la enfermería. Les siguió y logró hacerse sitio entre los mirones.
—Está muerto —dijo el capitán médico—. ¿Cómo ha ocurrido?
—El centinela le dio el alto y le pidió la contraseña. Dice que daba gritos, que no le entendía. Le disparó.
—Bueno. Llamad a su capitán para que disponga su entierro.
Carlos miró el cadáver de Antonio. No se sintió especialmente afectado porque era indudable que pronto habría muchos más, quizás él. Su amigo no había muerto en combate pero quiso creer que gozó de la belleza y del amor, lo que pocos de la División llegarían a conquistar.