Madrid, junio de 2005
No había contento en el gesto de Iñaki. Estaba claro que no asumió bien mi decisión de abandonar la búsqueda de Carlos, y más cuando no aporté ningún dato sobre su inocencia.
—Dijiste que dejabas de buscar al tipo. Y ahora estás aquí. Seguro que vienes a por la pasta.
—Vengo a informarte de la solución del caso. Te dije que, al margen de Carlos, seguiría con la investigación.
Estábamos en el salón-jardín de su chalé, de pie. No me invitó a tomar asiento, lo que expresaba su desagrado por mi visita.
—Tú dirás.
—Tengo el nombre del asesino de tus familiares.
La noticia no le alegró la cara.
—Dispara.
—Se llamaba David Navarro. Estuvisteis acosando a un inocente.
—¿Se llamaba?
—Murió en la División Azul.
—Muy oportuno.
—¿Qué quieres decir?
—Es muy característico echarle la culpa a un muerto.
—Tengo un testigo presencial y la pistola empleada. El testimonio es incontrovertible. Señala cómo se hizo y en qué lugar.
—Me gustaría hablar con ese testigo.
—No creo que esté en esa disposición. Pero puedo enviarte su informe firmado… y confidencial.
—Hazlo.
—Bien. Ahora puedes hacerme cheque por el resto del precio acordado.
—No lo haré. No has encontrado a Carlos Rodríguez. Ese era el trato.
Se hinchó como el gallo cuando se pavonea ante su harén, dejando clara su intención de acoquinarme con su exuberancia muscular.
—El contrato establece que debo buscar a Carlos porque le atribuíais la comisión de un doble asesinato. Aparecido el verdadero asesino, la presencia de Carlos es irrelevante. No es parte involucrada. Nunca lo fue y da lo mismo que siga perdido o muerto. Pero ello es bueno para vosotros porque, en el improbable caso de que apareciera, podría poneros una querella por persecución continuada y acusación injusta.
—No te voy a dar ni un puto duro mientras no aparezca Carlos.
Imaginé sus músculos hinchándose bajo la camisa, los dos con los codos sobre la mesa en un concurso de pulso.
—Vaya, el mismo proceder de la familia. Era de esperar. Bonita herencia.
—¿A qué coño te refieres? —dijo, colgando un rictus de su boca.
Miré con atención su rostro desabrido. ¿Sería posible que no estuviera al tanto de las fechorías de sus ancestros? Fui desgranando cómo fueron las cosas. Al principio siguió con su gesto hosco, pero a medida que escuchaba, toda su arrogancia fue disolviéndose como el humo de un cigarrillo. Sentí cierto reparo en mostrarle las miserias ocultas de la familia.
—¿Es cierto lo que dices?
—Tan cierto. Pregúntale a tu tía abuela. No te contentes con un no. Lo siento, pero ella debió de saber o sospechar que el sueldo de su marido no daba para el nivel que tenían.
Se adscribió a un amargado silencio.
—¿Eso está en el informe?
—Con pelos y señales.
—El testigo puede sacarlo en cualquier momento.
—No. A él tampoco le interesa que nada de esto vea la luz. Tiene una reputación que configuró durante toda su vida y querrá conservarla.
—Espera aquí —dijo, y desapareció por una de las puertas. Un rato después volvió con un cheque en la mano—. Toma. No hace falta que me mandes factura.
Me acompañó sumido en silencio hasta la verja del jardín. Me dio la mano. En sus ojos había un gran vacío.