Capítulo 41

Oviedo, octubre/noviembre de 1936

Juvenile vitium est regere non posse impelus.

(Es vicio de la juventud no poder vencer los ímpetus del corazón).

SÉNECA

Primero fue el silencio, el que aparece en los momentos álgidos, el que acude sin ser llamado cuando el pensamiento se desvanece a la espera de lo que acontecerá irremisiblemente. Ya habían ido cesando las bromas, los comentarios, los ruidos de las armas al ser comprobadas, los movimientos en las sombras de las trincheras y parapetos. Todo ello lo había cubierto una calma tensa y predestinada. Y entonces empezó a llover, suavemente al principio. No había relámpagos en esa lluvia que se hizo grande y duradera. A lo largo de la noche el agua fue deshaciendo muchos sacos terreros e impregnando de aluvión de barro las galerías y los puestos de los defensores.

Desde tres meses antes, salvados los tiroteos iniciales, no hubo verdaderas batallas, sólo bombardeos. Cada bando levantó trincheras en zonas determinadas. José Manuel estaba en una de las compañías parapetadas en la Cruz del Naranco que, con los Altos de Buenavista, el Cristo de las Cadenas, la Manjoya, la Cadellada y la Corredoira formaban el primer cinturón de defensa diseñado por Aranda en torno a la ciudad. El segundo cinturón, llamado intermedio, tenía sus posiciones en el Canto, barrio de la Argañosa, barrio de las Adoratrices, barrio de San Lázaro y la Tenderina. Si ambos círculos defensivos cedían quedaría la zona de «los Cuarteles» ya en el asfalto urbano. Todas las carreteras y el ferrocarril estaban cortados, por lo que Oviedo quedó totalmente aislado del resto de Asturias. Por parte republicana, cientos de obreros que sitiaban la capital construyeron nuevas pistas sobre los caminos vecinales y pasos de ganado para mantener abiertas las comunicaciones y el abastecimiento de los frentes en consolidación.

José Manuel aprendió a convivir con la servidumbre de la guerra, a soportar un asedio con carencias alimenticias y a sufrir ataques de artillería y aviación. Apenas empleó el arma y vio poco a su amigo Amador, que cumplía en otra compañía del batallón Ladreda. La censura militar se había impuesto y por eso nada sabían de cómo iban las cosas, sólo que el «Movimiento» libertador triunfaba en toda España, lo que no les era posible comprobar. Por comentarios dados en voz baja y con sonrisas de satisfacción, se supo que la cárcel Modelo, constituida en prisión provincial, estaba llena de presos, en muchos casos simples simpatizantes de la República. También que secciones de falangistas se encargaban de detener y fusilar sin Consejo a muchas personas pertenecientes a organizaciones gubernamentales, tan destacadas algunas como el gobernador civil y el comandante de Seguridad y Asalto. Se decía que en Madrid había gente oculta, muchos de ellos tentados por la «quinta columna». Arganda y sus militares no querían que en Oviedo ocurriera algo similar. Nadie quedaría agazapado para una posible rebelión interna. La ciudad, aunque hambrienta, desabastecida y bombardeada, sería como una isla limpia de elementos disidentes.

El mando, para levantar el ánimo de los sitiados, había hecho correr la noticia de que una columna gallega venía desde Lugo para romper el cerco y establecer un «pasillo», como dos años antes. Y ahora esperaban, sabiendo que el enemigo había acumulado artillería y gran cantidad de material de guerra para iniciar el ataque el día 4, aniversario de la sublevación del 34; es decir, ese mismo día.

Ya el alba se desperezaba con el alboroto de los gallos y perros y de pronto la lluvia se pintó de rojo. El tronar de cañones avanzó desde los Arenales al Naranco. Una lluvia de fuego cayó sobre la línea de defensa donde estaba José Manuel. Luego, la lucha cuerpo a cuerpo y con bombas de mano. El capitán ordenó la retirada al Canto, posición clave para ambos bandos, cruzada por trincheras profundas llenas de ametralladoras. Dos días después el ataque artillero deshacía la loma, las casas de labranza y todo el terreno circundante. Llegó otra noche de lluvia y la lucha no decreció, ahora sólo de fusilería y dinamita. José Manuel disparaba, rezando intensamente para no dar en el blanco. No tenía odio y deseaba que esos jóvenes decididos que morían en el estrépito tampoco lo tuvieran. Intentaba convencerse de que todos sentían su amargura al ver tanta destrucción inútil. Veía morir a su alrededor a los fogosos falangistas, sus rostros diluidos en la nada. Allí quedaban sin enterrar, hermanados con el enemigo, deshechas sus ideologías. «Cuando la terrible ausencia me comía medio lado», dijo Góngora. Y en esas jornadas de Apocalipsis él entendió el llanto del poeta.

Una cadena de estallidos avanzaba imparable. Los mineros manejaban la dinamita en progresión, derribando un muro tras otro y metiéndose intrépidamente por los pasos abiertos, arrollando a los defensores y muriendo en el feroz empeño. Nueva orden de retirada con grandes pérdidas por ambos bandos. José Manuel retrocedió empujado por la avalancha de explosiones, su cuerpo esquivado por los proyectiles. Balas, fuego, lluvia y barro. No intentaba ya comprender esa locura. Tenía que hacer lo mejor en ese lugar que le asignó el destino. Procuró mantener el temple necesario para dominar el pánico y no lanzarse a una huida ciega como otros. Pasó por los derribos y oyó el gemido. Miró atentamente intentando traspasar el polvo. De entre cuerpos destrozados vio asomar una mano. Se acercó ensordecido por los estampidos. El herido estaba casi cubierto por cascotes. Se inclinó y le vio el rostro. Era Eduardo, uno de los hermanos de Amador. Dejó el fusil y comenzó a quitar escombros con la mayor celeridad. Nuevas explosiones conmovieron los muros aún en pie. Miró hacia arriba. Uno de ellos se movía y comprendió que se desplomaría en poco tiempo. Se apresuró y logró sacar al herido. Lo cargó sobre un hombro, agarró el fusil y buscó la salida del laberinto de derrumbes. El lienzo de ladrillos cayó detrás de él sobre el lugar que había ocupado Eduardo. Siguiendo su instinto logró salir de la zona y avanzar hacia la nueva línea de defensa de los suyos. Gritó para que no le dispararan. Más tarde los camilleros cogieron al herido y lo llevaron a la retaguardia.

—Joder, tío. Ye imposible —le dijo un sargento—. Vienes vivo y cargando con un herido. Aquello está en manos de los rojos.

—Tuve suerte.

—La vamos a necesitar.

José Manuel, que siempre ayudaba a compañeros heridos, en esta ocasión se sintió especialmente confortado por lo realizado, ya que el rescatado era hermano de su amigo. Pero no se vanaglorió porque tenía como dogma hacer lo mejor en los lugares que el destino le asignaba. Coincidió con el sargento en lo sorprendente de haber salido ileso de ese trance. Quizás era una compensación. El otro hermano de Amador, Juanjo, había muerto. Un obús le cayó encima en su posición del antiguo convento de las Adoratrices. De ello hacía unos días. La noticia le llegó a su amigo, que en ese momento luchaba a su lado y que no recibió permiso para el entierro debido a la gravedad del frente; entierro que se efectuó en el viejo cementerio del Prau Picón.

La presión republicana era asfixiante pero, como si la fatiga hubiera invadido tanta excitación, un día la intensidad del cañoneo decreció y trozos de silencio fueron llegando a las trincheras. Hubo como una pausa mientras la lluvia persistía inalterable. Se apreció un vacío, como si algo trascendental estuviera ocurriendo. La noche se llenó de expectativas. Y de pronto estallaron explosiones por la zona del Naranco. Pero no eran de dinamita sino cohetes. Una corriente de gritos y luces agitó la ciudad acorralada. No tardaron en saber que la columna mandada por el coronel Martín Alonso, con ayuda de la aviación, había tomado por sorpresa la retaguardia de los republicanos y aniquilado los puestos para avanzar sin oposición hasta la plaza de América y el Campo de San Francisco. El ansiado pasillo había sido establecido. Los ovetenses ya no estaban aislados.

Al día siguiente las posiciones fueron reforzadas por más de siete mil legionarios, moros de Regulares y miembros del Ejército de Galicia. Aunque el cerco seguía por los demás lugares, la situación había cambiado. La ciudad estaba desbordada de júbilo y la gente se abrazaba en las calles, los niños cantando; rostros llorosos equipados de alegría a pesar de los obuses y disparos que de vez en cuando caían. Amador consiguió un permiso y José Manuel le acompañó. La ciudad era una escombrera, desmembrados la mayor parte de los edificios. Otra vez, sin haber curado de las heridas recibidas dos años antes, como si hubiera sido marcada por Dios para su total aniquilación tal que una nueva Pompeya.

En casa del amigo ambos se asearon por primera vez en mucho tiempo. José Manuel se vio colmado de agradecimientos por haber salvado a Eduardo y le hicieron sentirse como el héroe que distaba de considerarse y desear.

—Siempre te estaremos agradecidos —dijo don Amador, adornándose de una inédita ternura—. Soy deudor de ti. Cualquier cosa que me pidas es tuya.

La madre de Amador vestía de negro, como sus hijas. Había adelgazado y el gesto se le había llenado de luto. Don Amador estaba entero. Llevaba un traje oscuro y no había hecho dejación de su diario aseo.

—¿Ves lo que hacen esos asesinos? —Miró a José Manuel como si él hubiera tenido alguna responsabilidad—. Pero lo pagarán caro esta vez. No se irán de rositas cuando esto termine.

Estaba claro que se apoyaba en el vigor que da el deseo de venganza. Loli aprovechó un aparte con él.

—¿Cómo estás?

—Bien —mintió—. ¿Y tú?

—Ojalá tengamos ocasión de repetir aquello —dijo, envolviéndole con sus ojos.

José Manuel la miró con admiración. Era un ejemplo de que la vida debía seguir. No le respondió. Nunca imaginaría lo mucho que había pensado en ella en esos meses, las veces que soñó con su cuerpo desnudo y el momento en que le hizo entrar en aquella magnitud desconocida. La tenía metida en su cerebro y no sabía si podía o si quería extirparla.

Fueron al cementerio donde antes del conflicto apenas había enterramientos, que ya venían haciéndose en el de El Salvador. La situación de guerra había hecho que el viejo camposanto volviera a ser utilizado. La tumba tenía una cruz de madera con el nombre del muchacho.

—Cuando termine esto le haremos una buena lápida.

Tuvieron que salir rápido de allí porque disparos de ametralladora procedentes del campo republicano batían la zona.

Con las tropas de refuerzo, Aranda pasó a la acción consolidando los frentes y retomando las posiciones perdidas. Pero llegado noviembre, la actividad bélica había decrecido hasta estacionarse.