Capítulo 40

Antigua Polonia, agosto de 1941

Me has dicho que te vas y me has dejado

sedienta de emoción, blanca de lágrimas;

mis ojos se han bañado en mi silencio

y el silencio se ha roto sin palabras…

MARÍA DOLORES MARTÍNEZ DE VELASCO

La enorme columna de hombres, vehículos y bestias avanzaba por los caminos desconocidos de grava y tierra. Los tres regimientos de infantería, el batallón de depósito, el de zapadores, el antitanque, el grupo de transmisiones y el de exploración, es decir, toda la División 250 de Infantería de la Wehrmacht, ocupaban treinta kilómetros de longitud entre la cabeza y la retaguardia, unos siete por regimiento y resto de unidades, lo que creaba grandes dificultades a Intendencia, Sanidad y Veterinaria y daba gran trabajo a los enlaces motoristas que recorrían la larguísima columna trayendo y llevando órdenes. Más de diecisiete mil hombres en marcha. Habían salido de Suwalki y tenían como meta la gran ciudad de Smolensko, al sureste de Moscú. Les habían dicho que de ahí a la capital de Rusia el camino sería un paseo por una recta y ancha autopista. Pero para llegar a ese punto habían de caminar cerca de mil kilómetros sobre las duras botas, quién sabe por qué caminos y soportando los treinta y cinco kilos de peso del equipo: fusil, cartucheras, machete, mochila con objetos varios, pieza de tienda mimética, bote de máscara antigás, cantimplora, bolsa del pan y pala de trinchera. Para animarse, la tropa cantaba cuantas canciones recordaba.

Pocos entendían esa marcha a pie si estaban en el mejor Ejército del mundo. ¿Es que no había camiones para ellos? Tendrían que hacer unos cuarenta kilómetros diarios, con descansos de cinco minutos por cada seis kilómetros, bajo un calor endiablado que agotaría a muchos. No era ésa la forma de hacer la guerra que ellos pensaban. Pero la mayor parte, destacando los nunca desalentados falangistas, jamás se quejaba y estaba deseando entrar en combate. En realidad, la mayoría de esos jóvenes azules renegaba de las normas militares porque ellos solos se bastaban con su entusiasmo para vencer a los comunistas.

Cuando llevaban unos veinte kilómetros de marcha oyeron un rugido de motores por detrás. Una unidad acorazada alemana pidió paso y la División se situó en los márgenes del camino. En cabeza, las motocicletas KS-750. Seguían cañones de asalto Stug III, carros Pánzer II, camiones oruga ligeros Krupp Protze llenos de soldados, piezas artilleras FH-18 del 105 arrastradas por camiones semiorugas, autoametralladoras M-35, camiones cargando cañones anticarros PAK-38 del 50, antiaéreos Flak-38 del 20 y, cerrando la marcha, los poderosos tanques Tigres III y IV. Los alemanes les saludaban brazo en alto todo el tiempo que duró el adelantamiento. Ningún soldado iba a pie. Desde sus cómodos asientos, enteros, físicamente a punto, les miraban con indiferencia. Entrarían en combate no desgastados por marchas incomprensibles y empujarían con su vigor intacto. Los divisionarios españoles nunca habían visto una unidad blindada como ésa y se llenaban de asombro, admiración y envidia. Era imposible que nada pudiera detener esa fuerza, una de tantas que estaban asombrando al mundo en esa Drang nach Osten, la marcha hacia el este. Se perdieron detrás de una nube de polvo rojizo cegador que tardó en desvanecerse y que dejó sus uniformes de color terroso y un reguero de toses y maldiciones.

Por el camino veían pequeñas aldeas arruinadas, con gente fantasmal merodeando por entre las isbas calcinadas. Atardecía cuando llegaron a Grozno, antes ciudad polaca, después rusa y ahora alemana. A la entrada vieron seis cuerpos suspendidos por el cuello de unos postes. Eran civiles, y en sus pechos estaban clavados unos papeles donde en trazos gruesos se leía: «JUDE PARTISAN», el calificativo infamante, definitorio, de su culpabilidad. Los colgados no eran partisanos simplemente, ni polacos, rusos o lituanos. Sobre el delito de ser guerrilleros estaba el de ser judíos, los sin patria, segregados en todas las naciones, la raza despreciada. Podían haberse ahorrado pintura y en el papel poner solamente «jude», porque es lo que golpeaba de la lectura. En España había una tradición de prejuicios sobre ellos y en el lenguaje persistían palabras denigratorias derivadas, como «judiadas». En los tiempos medios se les imponía elevados tributos para permitirles estar en libertad y les tenían prohibida la convivencia con los cristianos. Pero de eso hacía siglos. Y aunque habían oído sobre el trato que estaban recibiendo de los alemanes del actual Reich, no imaginaban lo que iban viendo a medida que se adentraban en las tierras conquistadas, irredentas para el sentir alemán.

Ningún divisionario había visto gente ahorcada. En España no se empleaba ese tremendo sistema. Carlos observó los cadáveres. Eran jóvenes, adolescentes algunos y ya todos hermanados por la muerte y el rictus del desespero final.

Cruzaron el ancho Niemen, que partía en dos la ciudad, y se apostaron en las pequeñas aldeas del lado este. El 2.º Batallón del 269 y el 1.º del 262 acamparon en una de nombre Obuchovitsch, no muy lejos de un denso bosque, y de inmediato comenzaron a liberar la carga de los sufridos caballos y a estacionar los equipos y las armas pesadas. El situar las doce unidades de morteros pesados de 81 mm, las ametralladoras ligeras M-34 del 7,92, los cajones de municiones, las piezas ligeras de artillería TG-18 de 75 mm, y las bicicletas de la compañía ciclista les ocupó bastante tiempo. Luego instalaron las tiendas, que se formaban con la pieza que llevaba cada soldado. Abrochada con otras se transformaba de poncho individual en tienda capaz de albergar hasta ocho hombres. Otro ejemplo de la inventiva alemana para conseguir artilugios prácticos. Las cubrieron lo mejor posible con ramas, lo mismo que el armamento pesado y los vehículos. Era la teoría del camuflaje en la acampada, algo de dudosa efectividad. Los batallones necesitaron doscientas tiendas, formación demasiado evidente en medio de la extensa planicie acosada de girasoles. No engañaría a los aviadores rusos en caso de que aparecieran. Con las últimas luces hicieron requisa de haces de paja por las granjas de los alrededores para formar sus camastros. Al acabar se estableció un cordón perimetral de vigilancia del campamento y esa noche pocos tuvieron insomnio.

A la tarde siguiente pudieron visitar la ciudad. Grozno era una muestra de población ocupada, con pelotones armados de las SS y los Feldgendarmen patrullando por todos los lugares. Acercándose al centro vieron grupos trapajosos de mujeres y niños revolviendo entre los escombros con la esperanza de rescatar objetos donde antes debieron de estar sus hogares. Otras mujeres, junto a hombres barbados de edad indefinida, hacían tareas de desescombro y reconstrucción bajo la atenta mirada de vigilantes germanos fusiles en ristre. Todos, incluidos los niños, llevaban un brazalete amarillo con la estrella de David. Había ancianos sentados en las ruinas, la mirada extraviada como si esperaran ver resurgir lo que el trueno deshizo.

—Seguro que bajo esos escombros hay cientos de cadáveres —dijo Alberto.

Sabían que dos meses atrás la ciudad había soportado tremendos combates donde dos millones de hombres se empeñaron en despedazarse: unos, los rusos, que la invadieron dos años antes e intentaban conservarla, y otros, el espolón del 3.erGrupo Acorazado alemán, porfiando por ocuparla. La mortandad fue alta y la población quedó diezmada. Las huellas estaban visibles en sus edificios destruidos y las iglesias desmoronadas, destacando los armazones de las torres de San Miguel Arcángel. Pero ya en el centro aparecían fachadas de piedra intactas y calles adoquinadas, limpias de cascotes. La vida quería abrirse paso. Gente vestida de paisano caminando o en bicicleta, la mayoría muchachas. La guerra, los muertos y el dolor estaban latentes pero no había ruido de obuses, bombas y ametralladoras. Funcionaban los restaurantes, los comercios y los hoteles. Entraron en el viejo Comercial, muy animado de gente. Se abrieron paso hacia el bar donde numerosos uniformados alemanes bebían cerveza entre risas y cánticos. De pronto alguien dijo algo y todos los alemanes se quedaron rígidos como estatuas mientras se hacía el silencio en el local. Luego empezaron a cantar:

Deutschland, Deutschland über alles

über alles in der Welt…

Allí estaban, los conquistadores de Europa y quizá del mundo, emocionados y con lágrimas la mayoría. Cuando terminaron volvieron lentamente a las risas y al entrechocar de jarras. Asombrados por el espectáculo, el grupo se acercó a una mesa donde bebían otros divisionarios, falangistas por sus aderezos.

—Oye —dijo Antonio—. ¿Alguno sabe lo que cantaban para ponerse así?

—Es el himno de Alemania —dijo uno, también con ojos llorosos—. Las primeras estrofas son del Das Deutschlandlied, «La Canción de Alemania», y dicen:

Alemania por encima de todo,

por encima del mundo entero…

—Joder…

—Luego han añadido el himno del partido nazi, el Horst Wessel Lied, que ya escuchamos en Grafenwörh cuando juramos fidelidad a Hitler —recordó, quedando un momento en sobrecogimiento—. Es admirable el amor de esta gente por su patria, algo que nos falta conseguir en España. Sembraremos ese amor en los niños cuando volvamos con una nueva victoria.

Más tarde decidieron visitar el gueto, cuyo acceso estaba prohibido. Era el antiguo barrio hebreo de la ciudad, que había sido tapiado en todo el perímetro por los alemanes. Sólo dejaron una puerta de entrada y salida con una barrera delante custodiada por soldados de las SS. Carlos y sus amigos no pudieron convencer a los inamistosos vigilantes de que les dejaran pasar, pero más tarde, aprovechando un cambio de turno, dieron con un Feldgendarme más permisivo que les advirtió por señas de estar atentos al toque de queda. Caminaron por las calles poco concurridas pero limpias entre gente silenciosa de miradas huidizas, como niños asediados de castigos. Todos iban con ropas oscuras, intentando pasar desapercibidos mientras se dirigían a sus quehaceres controlados. De vez en cuando se cruzaban con un pelotón alemán, gestos hieráticos, fusiles al hombro, haciendo repicar sus bruñidas botas sobre el pavimento. Un halo de tristeza envolvía las calles. Vieron casas derruidas porque los bombardeos no tenían como misión destruir objetivos militares solamente, sino también aterrorizar a la población civil. Pero el barrio no recibió los grandes daños que otras zonas por no albergar cuarteles ni fábricas. La mayor parte de los comercios estaban precintados y muchos edificios desalojados. A diario salían grupos con salvoconductos, en su mayoría mujeres y hombres mayores, para trabajar en las obras de reconstrucción en las zonas libres. Todos deberían llevar en la espalda la estrella de David bien visible. Regresaban portando pan y otros alimentos permitidos, que entregaban a un colectivo autorizado y encargado de repartirlos conforme a un criterio de necesidades.

Tras un rato de deambular, en el que se cruzaron con otros grupos de divisionarios, llegaron a una ancha glorieta donde numerosos árboles ponían verdor nuevo en sus troncos negruzcos. Había gente mayor sentada en ruinosos bancos de madera y se escuchaban trinos, como pidiendo que volvieran las primaveras. En ese momento un anciano, al que acompañaba una joven, tropezó y cayó al suelo. Antonio se adelantó presto y le ayudó a levantarse, sentándolo luego en uno de los bancos. El hombre expresó su agradecimiento en un español raro pero comprensible.

—Sefardí —aclaró la muchacha, en español normal. Y entonces todos se percataron de lo bella que era, aunque se apreciaba el esfuerzo que hacía para ocultarlo.

El hombre, de forma más sumisa que educada, lamentó no poder invitarles por razones evidentes, lo que resolvieron los divisionarios prestándose a resolver la dificultad. Les condujeron a un cercano café que debió de haber vivido mejores momentos. Dentro, unas pocas mesas apenas ocupadas por hombres barbados. Era como un colmado donde se vendían diversos productos, aunque las estanterías estaban menguadas de existencias. Antonio se acercó con la chica al mostrador y pidió cervezas mientras repartía tabaco a todos los boquiabiertos parroquianos. No imaginaban tal generosidad en un soldado de la Wehrmacht.

El hombre se llamaba Nicolás y se presentó como profesor de universidad, depurado por su raza. Tenía el rostro tan amarillo que parecía un anuncio de limones. Hizo muchas preguntas sobre España y los soldados se asombraron de saber que había muchos judíos hablantes de ese español arcaico y de que al cabo de los siglos siguieran con la esperanza de volver a Sefarad, la Ítaca de esos judíos hispanos, tan enquistada en sus rezos como Jerusalén. Su prosa era suave y en sus giros había un tintineo que les sonaba como un eco musical lejano. En su mirada no latían reproches velados, sino la fascinación del encuentro con algo que estaba prendido en sus recuerdos de niñez. Y luego de un tiempo, varias cervezas por medio, se dio a expresar la realidad de los momentos que estaban viviendo.

—Nosotros somos judíos, pero polacos en primer lugar. No todos somos sionistas ni nos consideramos apátridas aunque, después de tantos sufrimientos y persecuciones, comprendemos a quienes desean tener un territorio propio para no vivir en el desprecio. Aquí vivíamos con normalidad desde el término de la Gran Guerra, todos polacos. Pero cuando supimos del Pacto de No Agresión firmado por los alemanes y soviéticos en agosto del 39, entendimos que no nos podía ir bien por estar entre dos países poderosos con discursos reivindicacionistas, a pesar de que Polonia tenía en vigor un tratado con Alemania desde 1934. Luego se confirmó que ese pacto incluía cláusulas secretas para el desmembramiento y reparto de nuestro país. Sobre el mapa trazaron una línea irregular desde la antigua Prusia oriental, en el Báltico, hasta el sur, en la frontera con Hungría, dividiendo el país en dos mitades. La parte izquierda para Alemania y la otra para la Unión Soviética. Polonia desaparecía como país.

Antonio no prestaba mucha atención al monólogo del hombre. Sus ojos apuntaban a la chica, que poco a poco le fue devolviendo las miradas. No se perfilaba su cuerpo dentro del astroso ropón, aunque debía de ser de líneas escurridas, pero su rostro estaba impelido de dulzura.

—¿Es su hija?

—Se llama María y es mi nieta. Estuvo en Chile. Sabe el español moderno, como han podido comprobar. Vivimos solos, antes éramos una familia grande. —Enmudeció un momento como sopesando si debía continuar. Al final se decidió—. El 1 de septiembre del 39 Alemania nos invadió. Les hicimos frente, a costa de grandes pérdidas. Pero cuando diecisiete días después los soviéticos rompieron las fronteras desde el este, supimos que nada teníamos que hacer. Los rusos enviaron a Siberia a nuestros oficiales y a gran parte de la tropa. Nunca hemos sabido de ellos. Otros quedaron en campos de concentración. Aun así tuvimos convivencia con los invasores. Nuestro barrio continuó siendo libre como los otros, donde circulaban personas de todo signo aunque lo habitara una mayoría judía. Siguieron funcionando las tiendas, los mercados, las sastrerías, las casas de música, los restaurantes… hasta que llegaron los alemanes.

Se detuvo, no tanto para recobrar el aliento como para eliminar cualquier indicio de debilidad o emoción. En ese momento Antonio se levantó y la chica le secundó. Se cogieron de la mano y salieron del local.

—Joder, ya estamos —dijo Alberto.

—¿Qué le parece a usted? —preguntó Braulio al profesor.

—Es natural. Hay muy pocos hombres jóvenes en el gueto. Su compañero representa para ella un soplo de aire fresco, la posibilidad de ejercer la única libertad que le queda. Ello renovará su esperanza de que algún día se romperán los muros que nos aprisionan. —Tomó aire—. Es licenciada en Filología y en literatura española. Siempre fue libre como un pájaro antes de…

Repitieron las cervezas y el hombre prosiguió.

—Quizá no debiera contarles esto porque al fin ayudan a los alemanes. Pero no son como ellos, no lo son gracias a Dios. —Movió la cabeza—. Ellos llegaron, imparables como el rayo. Nubes de aviones y regimientos blindados. Pero eso ya lo saben ustedes. Y también sabrán que los rusos, antes de retirarse, asesinaron a miles de presos polacos, lituanos e incluso rusos que se hallaban internados en cárceles desde la derrota del 39, temiendo que se aliaran con las fuerzas alemanas. Los nazis no llegaron como libertadores, cosa que sabíamos desde que tomaron el poder. Convirtieron en gueto este barrio e iniciaron las requisas, embargos de bienes, prohibiciones y deportaciones, transformando un barrio activo, alegre y productivo en este sombrío suburbio, y llenándonos de temor.

Tiempo más tarde el mesonero se dirigió a ellos y le habló al anfitrión, que tradujo.

—Son las siete, es la hora del toque. Han de cerrar el local de inmediato y cubrir las ventanas con los postigos o con cortinas negras. No puede salir ninguna luz de ninguna casa. Las patrullas disparan sin avisar.

—¿Podemos quedarnos aquí a esperar a nuestro compañero?

Los hebreos cuchichearon.

—Sí, pero si hablan en voz baja. Les acompañaré un rato, si me lo permiten.

El dueño echó el cierre y cerró la puerta. Luego arrimó una vela encendida.

—Dígale que traiga más cervezas.

Pero el tiempo corrió. De vez en cuando se oían claveteos rítmicos en los adoquines de la calle y gritos guturales.

—Son las ocho y media —dijo Alberto después de mirar su reloj—. Este cabrón no vuelve. Se quedará toda la noche. Ya nos ha jodido. Volvamos.

Les abrieron la puerta con el mayor sigilo y salieron a la vacía calle. Al sentir la madera ajustarse a sus espaldas se dieron cuenta de lo peligrosa que era su situación. Caminaron con presura, atentos, con un hilo de espanto agallinando sus carnes como si fuera electricidad estática. No era la hora, ni la noche, ni la tenebrosidad, ni las calles solitarias. Era la sensación de algo ominoso palpitando en el gueto, como si estuvieran caminando por el valle infernal. Sentían el pálpito del miedo, la indefensión de los seres despreciados por su raza que allí vivían y el fatalismo de que esta vez, con Alemania vencedora, se agotaría su ancestral habilidad en sobrevivir a todas las persecuciones. De pronto un ruido lejano como tablas batiendo. Se acercaba. Era un retumbar de clavos sobre el encintado.

—¡Rápido, gritad! —urgió Carlos, añadiendo en voz alta—: Spanichen soldaten!

—¡Españoles, somos españoles!

—¡España, Spanien!

Un pelotón de soldados alemanes salió de una calle y se abrieron en abanico delante de ellos, apuntándoles con las metralletas. Sus uniformes negros se fundían en la noche. No eran Feldgendarmen. Varías linternas lanzaron sus luces sobre ellos.

Hait! War da?

Spanichen soldaten! —gritó Indalecio.

¡Spaniche División! —subrayó Braulio.

Die Ausweis! —requirió el SS-Unterscharführer agitando una mano.

Sacaron los Personalausweis, que el sargento examinó uno a uno a la luz de una linterna.

Die richtige Ausweis für ghetto —reclamó.

—¿Qué dice?

—Parece que piden un pase especial para el gueto.

—No tenemos —exclamó Alberto, haciendo gestos y mirando a los alemanes.

Verbotten ghetto, verbotten jetzt —dijo el alemán, sin devolverles sus identificaciones.

Les costó trabajo indicarles que no tenían. Fueron obligados a caminar, el grupo rodeándoles. Salieron del gueto y los llevaron a un edificio de buena traza que mostraba heridas en su fachada. Grandes banderas con la esvástica y las águilas germanas, y un cartelón: KOMMANDANTUR. La entrada estaba custodiada por centinelas armados y en las aceras cercanas dos vehículos blindados permanecían estacionados, con soldados alerta en su interior. Los llevaron a una sala amueblada pero vacía y cerraron la puerta.

—¿Qué nos harán? —dijo Indalecio.

—Puede que nos fusilen —bromeó Alberto, pero en sus ojos no había chanza.

—Bah, sólo nos hemos pasado un poco de la hora.

Al rato asomó un soldado armado.

Folgen sie mir, schnell!

Pasaron a un despacho grande donde les esperaba un SS-Hauptsturmführer al lado de una mesa maciza con papeles y objetos ordenados con pulcritud. Iba impecable en su negro uniforme, con las altas botas de media caña espejeando. La gorra de plato mostraba la calavera bajo el águila. El parche de cuello izquierdo llevaba las tres estrellas en diagonal indicativas de su graduación, mientras que el del lado derecho mostraba la runa de las SS. En el centro de la bien cerrada guerrera, la Cruz de Caballero. Dos grandes fotografías colgadas de una pared y entre banderas mostraban los rostros hieráticos de Adolf Hitler y de Heinrich Himmler, jefe supremo de las Schutz Staffeln, las Escuadras de Protección. En otra pared, un plano grande del centro de operaciones. El soldado cerró la puerta y se quedó dentro con el arma terciada.

Heil Hitler! —exclamó el capitán, alzando el brazo derecho y chocando los tacones. La mezcla de ruidos retumbó y dejó impresionados a los divisionarios, que respondieron torpemente.

—¡Soldados, firmes! —dijo en español de academia—. Repetiremos a ver si sale bien. Si no, volveremos a insistir.

No hubo necesidad de una tercera vez. El oficial les ordenó posición de descanso.

—Puede que el saludo obligado a nuestro jefe no merezca su entusiasmo —dijo, quitándose la gorra y depositándola cuidadosamente en la mesa como si fuera una figura de porcelana—. Pero debo recordarles que hicieron juramento de total obediencia a su persona y que pertenecen al ejército alemán. Se les concedió el honor de ser una de sus gloriosas divisiones y eso les obliga a observar la máxima disciplina, de la que parecen hacer caso omiso.

El hombre era muy joven y su aspecto representaba el ideal propagandístico de la nueva Alemania: alto, atlético, con cabello dorado y ojos azules donde no brillaba la complacencia. No había dudas de que parecía esperarle una brillante carrera.

—Bien. ¿Quién está al mando?

—Nadie manda. Estábamos de paseo, señor —dijo Alberto.

—Siempre hay uno que lleva la voz cantante. En este caso es usted, según se ve. Así que hable.

—Verá, señor. Nos extraviamos.

—Son las nueve —dijo el alemán señalando un reloj de pared—. Ha sido un largo extravío.

—Se nos pasó la hora. Sabemos que hemos incumplido el toque de queda, pero…

—No sólo ignoraron el toque, a respetar por todo el mundo —interrumpió el capitán—. Hay advertencia expresa de no tener trato con la población civil y una total prohibición de relacionarse con los judíos, y mucho menos de entrar en el gueto. —Paseó una helada mirada de uno a otro—. ¿Qué buscaban allí? Nada, porque el lugar carece de atractivo alguno. Emplearon artimañas para colarse, sólo para demostrar que son… ¿Cómo dicen? Sí: unos tíos.

—Disculpe, señor. Lamentamos nuestra imprevisión, pero… Bueno. No entendemos por qué nos han traído aquí.

—¿No? Los SS somos una policía militarizada y estamos en un escenario de guerra. Puedo meterles en el calabozo ahora mismo. —Se tomó un tiempo para tenerles en la incertidumbre—. No lo haré por respeto al Estado Mayor de su División, cuyo Cuartel General han instalado aquí, en Grozno, como saben. Ellos no tienen culpa de su indisciplina ni andan por ahí buscando problemas. Deberían tomar ejemplo.

Dio unos pasos con las manos a la espalda. Carlos dudó si no se estaba dando demasiada importancia, pero la advertencia del alemán le hizo considerar una idea distinta.

—Viven de milagro. Mis hombres han podido dispararles. En realidad es raro que no lo hayan hecho. Lo normal era creer que eran partisanos. Esos criminales atacan de noche, degüellan a mis soldados y les roban los uniformes para poder infiltrarse luego. Se llevan las armas, los vehículos, ponen minas que causan mortandad. Si esta noche hubieran rondado, les hubieran matado a todos como pertenecientes a la Wehrmacht. Ellos no hacen distingos. Tampoco es fácil para mis hombres distinguirles a ustedes. En general su aspecto no difiere de los polacos, judíos y otros. Deberían esforzarse en vestir el uniforme con el necesario decoro.

Alberto notó que el agravio le invadía.

—Somos españoles, señor. Un orgullo.

—Ya sé. Orgullo no les falta. Estuve en su guerra. Allí he visto a oficiales del Tercio fusilar a legionarios por menos de lo que han hecho ustedes —dijo con dureza. Luego cogió los Ausweiss de la mesa—. 5.ª Compañía del 2.º Batallón del 269. ¿En qué lugar están instalados?

—En Obuchovitsch.

—¿Quién es su jefe?

—Comandante Román García.

El oficial ocupó su sillón tras la mesa y con una pluma estilográfica Montblanc escribió un texto medio. Lo firmó, lo sacudió y lo guardó en un sobre, cerrándolo y poniendo el nombre del comandante. Se levantó y tendió el sobre a Carlos, que tenía los ojos fijos en la mesa.

—¿Qué mira usted, cabo?

—Perdone, señor. Miraba la pluma.

El oficial la cogió y se la tendió.

—Véala más de cerca. Modelo Meisterstück 149, una joya de la industria alemana.

Carlos la hizo girar entre los dedos. Era de un negro brillante y dentro de un círculo blanco había una marca blanca que parecía representar una estrella de seis puntas redondeadas. Tenía tres anillos dorados en la capucha haciendo juego con el clip y el plumín.

—Lo metálico es oro —dijo el alemán sin perder la gravedad—. No podía ser de otra forma.

—Es una belleza —ponderó Carlos haciendo gesto de devolverla.

—Quédesela. Si sobrevive a esta guerra tendrá recuerdo de este exigente nazi.

—Disculpe, señor, no puedo aceptarla.

—Acéptelo como un premio a su comportamiento. Usted también es cabo pero no ha venido con cuentos. Es hombre prudente, el único que viste ordenadamente de su grupo. En cierto modo no parece usted español.

—Gracias, no sé qué decir.

—¿Puedo preguntarle qué es eso de los españoles, señor? —se aventuró Alberto.

—Desde su llegada a Alemania no han dado más que quebraderos de cabeza, saltándose todas las normas. Se toman esto como un juego pero es una guerra dura. Ya hay muchos cientos de miles de soldados alemanes muertos. Espero que cuando entren en combate sepan estar a la altura. —Miró al rígido vigilante de la puerta y le habló en su idioma. Se volvió—. Un pelotón de mis hombres les acompañarán a la salida de la ciudad. Llegar a su campamento es su cometido. Lleven el máximo cuidado. Heil Hitler!

Ya solos caminaron por un lado de la carretera, camuflando sus pasos con la hierba y alumbrados por las estrellas. El recelo les invadía cuando pasaban por delante de zonas boscosas.

—Joder, cómo camelaste al alemán. Eres la hostia. Nos ha estado tocando las pelotas —señaló Alberto en voz baja.

—No opino así —dijo Carlos—. Creo que nos puso en nuestro lugar.

—Claro, a ti no te ha llamado gitano.

—Es que practicáis una rebeldía disciplinaria absurda. ¿Por qué no os abrocháis el cuello de la guerrera y os ponéis el gorro centrado en la cabeza y no caído sobre la oreja como si fuerais actores de cine? No estamos en África, el pecho al aire, la camisa remangada.

—Eso son gilipolleces. Cuando haya que partirse el pecho, demostraremos que a cojones no nos gana nadie.

—¿Qué va a pasar con Antonio? —dijo Indalecio, al rato.

—Mañana regresará durante el día. Es un veterano.

—Y un puto buscabullas con sus amores de marinero.

—Toda la culpa la tuvo el viejo judío. Buen rollo nos soltó, pero ellos mataron a Cristo.

—Esta gente no hizo eso. Han pasado siglos.

—No podemos perdernos en consideraciones. Estamos aquí para acabar con el comunismo, no para arreglar los males del mundo. ¿Tú qué opinas, Carlos?

—Mejor que guardemos silencio.

Ya cerca del campamento, gritaron:

—¡España! ¡Eh, tú, guripa, no tires!

De las sombras surgió una voz.

—¡Alto! ¿Quién va?

—¡Españoles, 5.ª Compañía del 2.º Batallón!

—¡Seña y contraseña!

Se la dieron y pasaron al silencioso recinto. Parecía imposible que bajo esa oscuridad vacía de ruidos hubiera tantos hombres descansando. Carlos se llegó a la tienda del capitán Dávila y entregó el sobre del oficial germano al sargento de guardia. Luego fue a su sitio, se quitó las botas y se tumbó sin desvestirse.

En mitad de la noche se oyeron explosiones, tableteo de ametralladoras y gritos. Carlos no negoció con la sorpresa. Se puso las botas, se colocó el casco y requirió su fusil. Fuera había mucha luz. Una bengala había expulsado la oscuridad y todo lucía como si hubiera una colección de lunas llenas. Más acá de la línea de árboles se movían sombras entre chispazos de fuego. Desde la zona de seguridad ya empezaban a devolver los disparos. Carlos corrió agachado hacia la posición de un centinela, que estaba tumbado. Se tendió a su lado y miró al frente. Los atacantes retrocedían sin dejar de disparar. La bengala descendía con lentitud, como si estuviera colgada de un paracaídas, y su luz, ahora rojiza, empezó a ceder sitio a las tinieblas. El intenso fuego desde el campamento pareció alcanzar a algunos partisanos antes de que desaparecieran en el bosque y dejaran un muro de silencio. Carlos miró al centinela. Estaba herido en el pecho. Se puso en pie y trató de imponer su petición de ayuda sobre el griterío. Al resplandor de las llamas de dos isbas vio soldados correr en varias direcciones, unas camillas flotando entre ellos, lo que indicaba que había otros caídos. Una bala silbó junto a su oído. Se agachó. Otro silbido. Se tiró al suelo y esperó a que llegaran los camilleros. Luego regresó a la tienda y se reunió con sus compañeros. Los miró de soslayo, escuchando sus comentarios. Los disparos que casi le alcanzan no vinieron del lado de los partisanos sino del campamento. Como en Tauima y Grafenwöhr, uno de ellos había vuelto a intentar matarle.