Capítulo 39

Oviedo, julio de 1936

Ducum volentem fata nolentem trahunt.

(El destino guía a quien de grado le sigue, al díscolo lo arrastra).

SÉNECA

La noticia corrió enganchándose en rostros sorprendidos y sabedores, entre júbilos y lamentaciones, entre jóvenes con el nervio tenso y mujeres cargadas de pesadumbre, entre espíritus esperanzados y ánimos aterrados. Corrió desde las emisoras de radio, los periódicos y las bocas no enmudecidas; se extendió por los bares, las oficinas, las fábricas y los hospitales; se propaló desde las grandes ciudades a las poblaciones medianas y llegó a las míseras y apartadas aldeas. Y la mayoría de los ciudadanos sensatos supo que iba a correr mucha sangre, mucho dolor y mucho llanto. Pero también supieron que nada podían hacer para frenar esa locura. La decisión la había tomado gente con poder y medios, los dueños de las vidas de todos, de las conciencias, de los bienes terrenales, de los sentimientos, del futuro, y se lo jugaban fríamente sabiendo que todo ello iba a ser afectado y puesto patas arriba. Los amos del mundo lanzaban el caballo de la ira, que llenaría los hospitales y los cementerios. La civilización quedaría cubierta por los escombros y ya nunca nada sería igual.

José Manuel estaba en periodo de vacaciones y llevaba tres semanas en casa de otro seminarista de su mismo curso, Amador Fernández, rendido a la insistente invitación de que conociera a su familia y, en realidad, a que le ayudara en algunas asignaturas que le eran arduas y que hubo de aplazar para septiembre. Cuando los sucesos de octubre de 1934, el padre, previsoramente, fue a buscarle al convento y se lo llevó a casa. Comentarios posteriores entre los estudiantes vinieron a afear no esa conducta sino el no haber dado refugio a otros seminaristas. Amador hizo valer que nadie podía imaginar el carácter que tomó la rebelión y la gran desgracia que causó.

El domicilio familiar estaba en el piso principal de una de las Casas del Cuito, que se abría a la calle de Uría con una gran terraza. José Manuel pudo apreciar lo que era una familia sembrada de religión y de nivel alto, y cómo vivían. El padre, un cuarentón vigoroso, de estatura media y barnizado convincentemente con la seguridad que da el pertenecer a una clase social diferenciada, vestía con pulcritud e iba siempre afeitado, manteniendo en orden su tupido cabello negro. Estaba muy inmiscuido en política, sin practicarla de forma profesional, y conservaba gran relación con altos cargos políticos y militares locales. Era dueño de caserías heredadas de diversa extensión, que mantenía arrendadas a foreros de tradición y de las que obtenía pingües beneficios. Viajaba mucho a Madrid por negocios relacionados con la madera y la importación y la exportación.

—Pero no es como antes. Esta pandilla de malvados que nos gobiernan ha hundido no sólo la industria y el comercio sino sus fundamentos. Con la Monarquía vivíamos mucho mejor.

El hombre tenía predisposición a llevar el timón de las conversaciones y se metía sin recato en los temas, tratando de suavizar lo escabroso con sonrisas, a veces estratificadas. Irónico, ocurrente y de avasalladora verborrea, aparentaba ser la máxima autoridad de la casa, siempre con un veguero en su boca, incluso en las comidas. Tenía algo de diletante. Pero era su esposa, doña Dolores, quien con elegancia, distinción y tacto ponía el sosiego. No había cumplido los cuarenta y pertenecía al grupo de esas bellas mujeres de Oviedo que por tradición estaban a un nivel inasequible para la mayoría de los varones. Se complementaban con el contraste necesario para mantener una aparente armonía. El ambiente de la casa era netamente burgués y en su proceder y conversación el matrimonio derrochaba bondad, menos cuando hablaban de la clase obrera. Entonces a él se le ponía serio el rostro y sus palabras perdían el encanto y la equidad.

—La República ha dejado de garantizar el orden y las masas sovietizadas campan sin freno quemando iglesias y asesinando. Tendrá que hacer algo urgente el Ejército.

Amador tenía dos hermanos, Juanjo, de veinte años, y Eduardo, de diecinueve, que estudiaban Leyes en el edificio de la Normal, sede de la Escuela de Magisterio, dado que la vieja Facultad de Derecho y de Filosofía y Letras de la calle de San Francisco fue destruida en octubre del 34. Así que sólo tenían que andar unos metros desde casa. Estaban afiliados a Falange y eran chicos alegres, envidiablemente sanos, que participaban en competiciones deportivas y hacían cada año el descenso del Sella en canoas propias regaladas por su mentor. Loli, de veintiún años y primogénita de los hermanos, estudiaba Farmacia en Madrid y vivía en una residencia femenina de la calle Marqués de Riscal, junto a la Castellana. Desde allí veía el enorme y frondoso parque de coníferas y los jardines simétricos que rodeaban el hermoso palacio de Anglada. Era la única que se atrevía a contradecir al padre en algún asunto puntual, siempre con una sonrisa en su boca. Tenía el cuerpo y rostro atractivos aunque no era tan bella como la madre. Pero sabía manejar como armas de seducción sus ojos celtas y su agradable voz. Desde el primer día miraba a José Manuel con socarronería y se dirigía a él con desenfado, procurando evitar perturbarle. Y finalmente una hermana de quince años, que estudiaba bachillerato en el colegio público Pablo Miaja de la calle General Elorza, al haber desaparecido también el Instituto de Enseñanza Media. Con frecuencia venían amigos y amigas y escuchaban música en uno de los salones, llenándolo todo de alegría. En las vacaciones toda la familia estaba junta.

—Antes íbamos todos los veranos a San Sebastián. En el hotel Reina Cristina teníamos piezas reservadas y era un gozo coincidir con el rey Alfonso y participar en las cenas y actos protocolarios con gente de alcurnia. Había fiestas y eventos deportivos, como carreras de caballos y competiciones de pelota vasca. Ahora todo eso se arruinó. Hace pocos años y parece que fue en otro siglo.

José Manuel no había estado nunca en una vivienda tan grande, con tantas habitaciones y tan albergada de muebles señoriales y camas con dosel, cada una con un orinal de fina porcelana debajo. Disponía de dos cuartos de baño completos, con bañera y bidé, aparatos que también le llenaron de asombro. El piso circundaba un gran patio interior a través de un pasillo corrido. Varias habitaciones estaban vacías y algunos dormitorios sin uso. Los ocupados por los miembros familiares se distribuían sin proximidad, lo que permitía que las conversaciones quedaran a resguardo. La cocina era enorme, con un fogón de hierro fundido fabricado en Vascongadas. Utilizaba el carbón y tenía horno y carbonera. De un lado subía un tubo hasta el techo, por el que se conducían los gases de combustión, lo que impedía que hubiera humos en la casa. Todo limpio como la patena. En el cenobio había fogones, pero no de hierro sino construidos de mampostería, y las chimeneas, también de ladrillos, expelían el hollín a través de las rendijas, ocasionando que toda esa zona estuviera cubierta de grasa y suciedad. Para José Manuel aquello era un descubrimiento. No menor fue la impresión que le produjo el agua caliente. En la parte alta de la cocina y los baños había unos depósitos cilíndricos de cien litros donde se almacenaba el agua calentada. Disponer de agua caliente para lavarse y ducharse con solo abrir el grifo estaba más allá de lo imaginado por él.

Tenían teléfono con extensión para la biblioteca, el despacho del financiero y la sala de estar. La línea estaba frecuentemente ocupada por los jóvenes, con el consiguiente enfado del cabeza de familia. La finca también tenía ascensor, que se deslizaba con lentitud para mayor agrado de los vecinos. Los ocupantes se sentaban y les parecía estar viajando en calesa. Todo ese lujo le hizo guarecerse en su natural timidez. Su amigo procuraba diluir su confusión.

—Tampoco yo estoy muy de acuerdo con esta sociedad de privilegio, pero la comprendo porque nací en ella. Lo importante para ti es que todos te aprecian.

Para él, que tenía añeja costumbre de hacerlo todo por sí mismo, le resultaba embarazoso el servicio de las criadas, que eran dos y muy jóvenes.

—Atiendan a nuestro joven sacerdote en todo lo que pida —les indicaba la noble dama con indulgente autoridad.

Y las fámulas, impecables en sus uniformes, se anticipaban a sus movimientos mientras le cosían a miradas sugerentes y no exentas de riesgo.

Las comidas, donde todos debían acudir perfectamente vestidos, se regían por un orden: desayuno a las nueve, almuerzo a las dos y cena a las nueve. José Manuel había aprendido el uso correcto de los cubiertos, que eran de plata en orden de su posición respecto a los platos, y también que cada copa y vaso, todo de la Real Fábrica de Cristales de La Granja, estaban destinados para una bebida concreta. No había día que no se acordara de cómo eran las comidas en su casa y estableciera la enorme diferencia. Allá, cuando vivía, un solo plato desportillado, una cuchara procedente del Ejército, tres o cuatro vasos de estaño usados por todos alternativamente, y dos cuchillos a compartir. La mayoría de las veces empleaban los dedos y no existían ni manteles ni servilletas, sólo un trapo para secarse.

Con el paso de los días don Amador hizo a José Manuel muchas preguntas, aparentemente inocentes. Supieron así de su procedencia labriega y se sintieron satisfechos por el hecho de que hubiera decidido tomar los hábitos, lo que para ellos suponía una redención de su pasado.

—El seminario es para chicos de clase baja y humilde que no tienen posibilidades de superar su condición —dijo, indiferente a la impresión que sus palabras podían producir—. Como ha ocurrido a través de la historia, los plebeyos sólo tenían dos caminos para alzarse de su miseria original y conseguir fama y fortuna: la Milicia y la Iglesia. Hay, por supuesto, casos excepcionales como el de nuestro hijo Amador, que no pertenece al mundo pobre pero que sintió la llamada de Dios.

Estaban al completo en la bien nutrida mesa. José Manuel sintió todos los ojos clavados en él. Miró al hombre, que ocupaba la cabecera. Lo que acababa de decir no sólo era un tópico sino que indicaba su convencimiento de que el modelo de sociedad no debía ser cambiado.

—Supongo, don Amador, que cuando dice fama y fortuna en realidad quiere decir consideración y bienestar. Porque los que deciden tomar esos rumbos no lo hacen por destacar ni por enriquecerse sino para dedicar su vida a la defensa de la patria y del espíritu, según el caso.

El hombre le miró y esa vez fue él el objeto de la atención general.

—Así es exactamente. Eso es lo que quise decir —aceptó, sonriendo con frescura, lo que vino a reiterar en José Manuel la sensación de que los hombres de esa sociedad encumbrada eran realmente brillantes e invulnerables.

—En cualquier caso —matizó la bella dama— es muy bueno que haya jóvenes con vocación de sacerdocio como tú y mi Amador.

—Yo hago donación expresa a la Iglesia para atender varias becas del seminario de Valdediós —añadió el potentado—. Seguramente la tuya está cubierta por mí.

A José Manuel no le extrañó que hombre tan piadoso hiciera mención de su mecenazgo, pues entendía que enorgullecerse de sus buenas acciones entraba en los valores de esa clase. Pero sacarlo a colación en ese preciso momento indicaba que se había equivocado al catalogarle de invulnerable porque en realidad era de los que no aceptaban de buen grado correcciones a sus discursos. Simplemente había hecho una finta en espera de la ocasión propicia para saldar cuentas. Y es lo que estaba haciendo. Era claro que no debió de haberle hecho la apostilla.

—Pues él lo aprovecha bien —terció Amador, acudiendo en su ayuda y haciéndole un gesto de complicidad—. Como sabes hay varios niveles según resultados: Meritus, benemeritus, valdemeritus y meritissimus. No necesito decirte cuál es la nota que siempre obtiene.

—Mi marido, ahí donde le ves —dijo la señora—, fue seminarista hasta…

—El tercer curso de Latinidad —interrumpió el citado—. Mi padre se empeñó y daba bien en los estudios. Llegué a sacar hasta valdemeritus, pero tuve que salir porque otras cosas llamaban poderosamente mi atención —señaló, mirando de soslayo a una de las silenciosas criadas—. ¡Ah, esos días del seminario! Supongo que ahora es distinto porque sois más listos. Entonces éramos pocos, algunos totalmente onagros. Recuerdo un caso la mar de gracioso. Uno de los nuevos se perdió un día después del desayuno. Su cuidador le estuvo buscando por los claustros, los dormitorios, la iglesia y hasta en las cocinas. No aparecía. Dio la alarma y todos nos pusimos a mirar por todos lados, incluso en el Conventín, convencidos de que se había escapado. Lo encontramos en uno de los retretes. Forzaron la puerta y allí estaba, sentado en el cagadero. «Pero hom, llevamos mucho tiempo buscándote, ¿qué haces ahí sentado?». «Ye que olvidé el papel para secarme y no sé con qué lo hacer». Uno de los profesores dijo: «¿Y para qué tienes la lengua, ho?», refiriéndose a que debió haber llamado. El chico contestó: «Ye que no me llega».

Seguro que lo había contado más veces, pero era tan expresivo que todos subrayaron la anécdota con un coro de risas, con lo que el hombre se holgó de satisfacción al reiterar su experiencia en poner colofón a una conversación.

Aquella tarde, en la biblioteca, ambos amigos se encontraron solos.

—Perdóname, pero creo que debo marchar —dijo José Manuel—. Ya he abusado de vuestra generosidad y has hecho provecho en el estudio.

—Discúlpame tú por la metedura de pata de mi padre. Él es así.

—No es eso. Es que…

—¿Te ofende la forma de vida de mi familia?

—No, pero no es la mía. Todos ven que soy un extraño.

—Eres un seminarista aventajado, de gran cultura, que nos das sopas con honda a todos. Mi madre y hermanas están locas por ti, sobre todo Loli. ¿Sabes qué me dijo el otro día? Que es una pena que vayas para cura. Olvídate de que eres un extraño.

—Tengo en gran estima y agradecimiento a la forma en que todos me tratan. Es sin duda el tiempo más feliz de mi vida. Lo recordaré porque es una vivencia ajena, diría que excepcional, a lo que el futuro me tiene proyectado; como una intromisión en un mundo al que nunca perteneceré.

—¿El determinismo o, finalmente, el camino que nos guía a Dios, aunque te resistas a aceptarlo?

—Ni una cosa ni otra. Creo en el libre albedrío aunque no me ha sido permitido ejercerlo, salvo en mi pensamiento. No es por ahí. Tengo la convicción de que sea cual sea mi porvenir nunca viviré de la forma que aquí lo hago.

—¿Sabes? Entré en el seminario sin vocación, uno de los planes de futuro concebidos por mi padre para mí. Luego he ido aceptando la vida sacerdotal. Creo que llegaré hasta el final. Por ello necesito que te quedes para que me ayudes a resistir la tentación diaria de esta vida tan cómoda. Por favor, quédate más tiempo.

No hubo de hacer gran esfuerzo para complacer a su amigo porque, a pesar de las reticencias expresadas, había un factor de especial poder de atracción que le facilitaba el permanecer en la casa. Ocurrió al segundo día de su estancia. En la tarde oyó unos sones musicales que le parecieron maravillosos. Se sintió atraído y acudió al lugar donde se producían. En uno de los grandes salones doña Dolores estaba tocando el piano. Él había acariciado el viejo instrumento del convento, sin comparación con ese reluciente mueble de teclas brillantes que emitía sonidos tan puros que no era posible describir. Quedó parado a la entrada, temiendo que si se acercaba desaparecería el sortilegio. Ella le vio y le sonrió, sin dejar de tocar. En el tiempo invadido, observando a la dama en su concentración, supo en qué consistía la felicidad o, al menos, lo que podía parecérsele. Más tarde ella le dijo que se acercara. Lo hizo, aturdido por el encanto del momento donde se mezclaban la gracia de la mujer y la suave melodía que aún seguía danzando en su espíritu.

—¿Te gusta la música?

—No he tenido tiempo de apreciar sus efectos. En el seminario no… Bueno, me gusta lo que oigo en ocasiones pero lo que usted ha tocado es diferente. Nunca oí nada igual.

—Es música clásica, parte de la educación recibida.

—La que usted estaba tocando cuando llegué…

—¡Ah! Se llama Coppelia y es de un compositor francés, una de mis favoritas. Durante tu estancia me la oirás muchas veces. Suelo tocar un poco cada día a estas horas.

Y a partir de ese día José Manuel se sentaba en uno de los sillones a escuchar como espectador fiel lo que de las teclas extraían los dedos de la mujer. A veces el auditorio se ampliaba con la presencia de empingorotados familiares y amigos en edades varias que mantenían un respetuoso silencio y que, al término de la actuación, subrayaban su deleite con suaves aplausos.

La situación política y social había ido radicalizándose por semanas. En las calles hubo peleas sobre un fondo de huelgas y manifestaciones que parecían no tener fin. Pero de pronto el silencio se adueñó de la ciudad. Sumamente excitado, don Amador convocó a la familia una mañana.

—¡Han asesinado a Calvo Sotelo en Madrid! ¡Pistoleros socialistas, agentes del propio Gobierno!

José Manuel se mantenía apartado. Miró a su amigo, que expresó en su gesto el mismo desconcierto.

—¿Quién era Calvo Sotelo?

—¿Que quién era? Nada menos que el líder de los diputados de la derecha, un valiente que había sido amenazado de muerte por los socialistas en el mismo Congreso. Espero que este crimen no quede impune y que el Ejército salga de su marasmo para acabar con tanta ignominia.

A partir de entonces las casas de los principales barrios mantuvieron cerradas las ventanas, terrazas y balcones. Don Amador aconsejó a sus hijos no salir si no era absolutamente necesario y, de hacerlo, llevar el máximo cuidado.

Esa noche, mientras leía en su cama antes del sueño, José Manuel notó que la puerta de su cuarto se abría sigilosamente. A la luz tenue de la lamparilla vio a Loli, que le hacía un gesto de silencio con el dedo en la boca. Se cubría con una bata, que hizo deslizar al suelo una vez cerrada la puerta. Ninguna otra ropa tapaba su cuerpo. José Manuel creyó estar soñando. Ella parecía estar acostumbrada a esas situaciones porque se dio una vuelta como una modelo, buscando la excitación necesaria. Luego se dirigió a la cama e hizo intención de introducirse en ella. La luz resbaló sobre sus senos y resaltó la negrura de su pubis. José Manuel nunca había contemplado una mujer desnuda, ni siquiera en imágenes. Notó que se empalmaba velozmente y de forma distinta a lo experimentado de forma natural en cientos de veces. La dureza de su miembro era nueva y agobiante pero no hizo desfallecer su raciocinio. Algo desconocido le hizo saltar de la cama aterrorizado mientras hacía una seña a la mujer para que se detuviera. Lo que estaba pasando no era posible. ¿Qué prueba era ésa? Durante años le habían apercibido que el mayor pecado era el de la carne y que debía apartarse de su contacto en bien de culminar su camino hacia el sacerdocio. ¿Era un examen? Ella señaló su erección empujando el pijama.

—Tu cuerpo ansia metérmela. Nadie se enterará. Hagámoslo —dijo en un susurro.

—No, no… —dijo él, retrocediendo.

—¿En verdad que todavía no lo has hecho? Resolvámoslo ahora. Verás que es algo fantástico —añadió, avanzando hacia él y haciendo balancear hipnóticamente los senos.

—No, márchate, por favor.

—Me gustas desde que apareciste. No pasa nada por hacerlo. Eres un hombre como los demás —dijo, acorralándole. Su voz era escarcha fundiéndose en una boca anhelante—. Dios dispuso que tuviéramos la capacidad del placer sexual. Puedes follar y ser cura. No tiene nada que ver.

José Manuel se ahogaba. ¿Cómo era posible tal lenguaje en esa ilustrada joven? Hablaba empleando términos soeces y gestos obscenos impropios de lo que de su condición debía esperarse, como si el hacerlo le proporcionara un gozo anticipado. Cogió la bata y se la tendió.

—Por favor, por favor… Vete.

—Además, parece que se armará una buena. Quizá no haya otros momentos para el disfrute —argumentó, tocándose las partes erógenas con la mayor voluptuosidad.

¿Era Eva ofreciéndole la poma del árbol prohibido? José Manuel se dirigió a la puerta y la abrió. Loli la cerró y le bajó el pantalón del pijama, dejando al descubierto su órgano genital, pleno de exigencia y esclavitud. Lo agarró como si fuera un asa y, sin soltarlo, llevó a José Manuel a la cama, situándose encima y embriagándole de besos. Él notó que todas sus defensas cedían. Con alguna frecuencia se sorprendía tratando de imaginar un cuerpo femenino desnudo pero nunca creyó que fuera tan perfecto y atrayente. En ocasiones se había preguntado cómo sería el contacto con una mujer. Antes de que la autocensura borrara las imágenes incluso había vislumbrado las formas de hacerlo. Pero lo de ahora era superior a su capacidad de asombro. Así, de sopetón, el manjar prohibido a su alcance, sin tiempo para meditar con sosiego la decisión a tomar. Ella metía su lengua en su boca y expertamente se introdujo el miembro sin demora. José Manuel notó que las lágrimas le acudían. Estaba dejándose hacer algo mil veces tildado de pecaminoso aunque ahora le llenaba de dudas por considerar que no debía de serlo tanto cuando tan gran placer producía. O acaso por ello. Unos momentos después estalló dentro de ella. Loli no se dio por aludida y, sin apartar el miembro de su interior, continuó con sus caricias hasta lograr de él una nueva erección. Y finalmente la segunda embriaguez inundó todos sus sentidos.

Tiempo después, una vez adormecido provisionalmente el deseo pero no la calma en su cabeza, José Manuel intentó analizar su situación. Llevaba muchos años ocupando una cama en soledad. Ahora tenía a su lado a una mujer desnuda con la que había quebrado su celibato. Siempre tuvo dudas sobre lo que hacer y acabó aceptando las decisiones de los demás. Pero en este caso, por encima de la culpa y lo que tendría que hacer por expiarla, notaba el agrado que la proximidad de ella le proporcionaba hasta el punto de que le hubiera gustado que ese momento se prolongara. Hacía calor y ambos tenían la piel húmeda. Vio una gota resbalar por uno de los senos de Loli. Tendió un dedo y la deshizo. Ella puso una mano encima y él se encontró apretando la poma tierna y subyugante.

—No quiero que te mortifiques —susurró en su oído—. Sé que pensarás mucho sobre ello, como yo la primera vez. Espero que la consecuencia que obtengas sea positiva porque es algo natural y lo natural no es malo.

—En este momento pienso en tus padres. He vulnerado su confianza.

—Mi padre tiene una querida en Madrid. Por eso va tanto allí. Y aquí se lo hace con las criadas.

—No es posible, teniendo una mujer tan bella.

—Así son las cosas. En cuanto a mis hermanos, zorrean lo que pueden con las amigas, que no se chupan el dedo. En sus mesillas he visto preservativos, que no sé de dónde los sacan porque son de venta prohibida. Pero con dinero todo es posible. Es la sociedad hipócrita que tenemos en Oviedo. —Le miró y sonrió—. No te preocupes, no quedaré embarazada. Tomé mis precauciones. Soy una buena estudiante de farmacia. —Se permitió una pausa—. Me considero afortunada. Debo reconocer que ahora vivo con lo mejor de dos mundos: el dinero de papá y la libertad de Madrid.

—Supongo que te referirás a algo más que tener vía libre para…

—Supones bien. La libertad es el fundamento de la felicidad. Madrid no es Sodoma, ni mucho menos. Es poder ir de un sitio a otro sin restricciones, reunirte con quien quieras, expresarte sin tapujos, entrar sola a un bar o un cine igual que los hombres, no temer a la policía… También, claro, si te apetece un chico…

—¿Tu padre no te vigila?

—Al principio me envió a casa de una familia amiga. No aguanté. Me consiguió una residencia regentada por religiosas. Al segundo año cambié a la que estoy, cuyos propietarios no imponen ninguna regla ideológica, ni siquiera de horario. Mis padres van a verme. Lo importante para él es que su dinero no se desperdicie. Saco excelentes notas. —Recuperó un intervalo. Luego habló con un perceptible cambio de entonación—. Todo parece indicar que habrá un levantamiento inminente de los militares. Si lo hay, ganarán e impondrán un sistema de vida censurado. En Madrid las residencias serán de monjas y estarán muy vigiladas. Volverán las noches interminables y los días se llenarán de sombras.

José Manuel apreció una alta dosis de fatalismo en las palabras de la muchacha, como si predijera el advenimiento de tiempos de desdicha. Cerró los ojos.

—¿En qué piensas? —dijo ella.

—No respeté el sexto mandamiento de la Ley de Dios —respondió, manteniendo el tono quedo de voz.

—¿Qué dice exactamente?

—No cometerás actos impuros, tanto de obra como de palabra y pensamiento, solo o en compañía.

—¿En serio? Vaya con la Iglesia. No deja el menor resquicio en este asunto. ¿Y a los niños, al entrar, también les acosan con estas prohibiciones injustas, dada su inocencia prístina?

—Se les va guiando y aconsejando hasta que adquieren la comprensión suficiente.

—Es decir, la comedura suficiente. Es enfermizo su ensañamiento con el sexo, que es algo natural. Es como prohibir reír u orinar.

¿Cómo explicarle que la Iglesia tiene unos códigos diferentes a los de las gentes laicas, que son normas que deben ser aceptadas sin rechistar por los que pretenden vincular su vida al sacerdocio? El cuestionarlas significa caer en la desobediencia, lo que es inaceptable. La Iglesia es una dictadura para quienes no entienden que tiene sus reglas. Quien duda, debe buscar otros caminos.

—¿Qué es eso de impuro? ¿Alguien con dos dedos de frente puede creer que algo tan sublime y embriagador es impuro? —continuó Loli—. Dios no le contó ningún cuento a Moisés en el Sinaí. La Biblia la escribieron los hombres para los adultos. Y lo que realmente dice ese mandamiento es: «No cometerás adulterio», que tiene un significado distinto y concreto. Pero incluso el adulterio no tiene por qué ser tildado de pecado porque lo genera la libertad del ser humano. Llegará un día en que todas esas censuras desaparezcan, incluso de la propia Iglesia, porque los curas, al ser solteros, no pueden ser adúlteros y menos los niños. Y porque Dios no puso el sexo a nuestra disposición para luego condenarlo ni racionarlo. Lo que ha hecho la Iglesia es transformar el sexto mandamiento a su acomodo y para sus tortuosos fines.

—Verás. Son imprescindibles dos carismas para acceder al sacerdocio: tener el don de la castidad, que depende del individuo, y el don de la vocación, que no es algo que se aprenda sino que se tiene o no porque viene del Señor. No vale con ser casto si no se tiene vocación, ni al contrario.

—Bueno, siempre se puede ocultar. Ojos que no ven…

—No vale. Porque Dios lo ve, lo sabe. Y lo reclama a tu conciencia para que confieses el pecado.

—La hostia. Lo tienen todo controlado. No parece que pueda haber segundas oportunidades como en la vida civil, la reinserción en la normalidad tras un delito o falta. —Le miró amorosamente—. ¿Cómo te ves ahora?

—Creo que después de esta noche mis opciones son pocas. Ya no soy casto y el soplo divino no me ha llegado. Además, tengo opiniones encontradas sobre la Iglesia. —Hizo un amago de sonrisa—. Veré qué puedo hacer. Quizá no esté todo perdido.

—Claro. Tenéis eso de dolor de corazón, propósito de enmienda, confesar los pecados y arrepentiros de ellos, ¿no?

—No es tan sencillo.

—Bueno, no has perdido nada. Y hay otros caminos fuera de la Iglesia.

Más tarde se levantó. Se puso la bata, cogió la toallita que había usado y se inclinó sobre él. Su beso fue largo y generoso y él volvió a sentir la punzada del deseo. Ella lo notó y le miró pensativamente. Se quitó la bata y apartó la sábana.

—No, no —musitó él.

Pero era tarde, quizá fuera ya tarde para todo o puede que el principio de algo. Porque no podría haber cosa en el cielo y en la tierra comparable con aquella unión en que el alma se expandía por el cuerpo atomizado transportándolo a sueños inconcebibles. Tiempo después descendió del encantamiento y notó la mirada de ella.

—¿Por qué has deshecho mi voluntad?

—No lo hice por perjudicarte sino para aliviarte. Estaba servida pero tú clamabas de necesidad. Puede que no te sea fácil el repetirlo. En cualquier caso, deseo haber abierto una puerta mágica en tu vida.

Volvió a ponerse la bata, fue a la puerta y desapareció. José Manuel notó el ahogo de su ausencia y nunca se sintió tan desamparado. Se sumió en reflexiones y no pegó ojo el resto de la noche. Antes de que amaneciera fue a un baño y se aseó. El comedor estaba vacío. Se sentó en una silla junto a un ventanal sabiendo que no podría mirar a los ojos a ninguno de la familia, y menos a Amador.

Pero las cosas sucedieron de forma diferente porque la noticia, temida por unos y anhelada por otros, había llegado. Oyó ruido en el interior y vio venir a don Amador con sus dos hijos menores. Cada uno llevaba un fusil. Detrás apareció su amigo.

—Los guardamos desde octubre de hace dos años —dijo el prohombre ante su estupefacta mirada—. Con ellos estuvimos tirando a los comunistas. Desde aquí mis hermanos, mi padre y yo nos cargamos a más de uno. Ellos están ahora en la calle Fruela, dispuestos. Ya no nos pillarán por sorpresa como entonces. Todos nuestros vecinos también están armados.

—No entiendo —dijo José Manuel—. ¿Qué ha ocurrido?

—Hay noticias contradictorias. Se ha filtrado que el Ejército se ha levantado en Melilla. Dios quiera que sea verdad. Ahora todos esperamos a ver qué hace ese masón y maricón de Aranda, si tenemos que luchar con él o contra él. La situación es extraordinariamente difícil.

Las expresiones sobre el coronel, que había ayudado a aplastar la revolución del 34 y desde entonces como premio venía siendo gobernador militar de la provincia, se reflejaron en los rostros de los seminaristas.

—Somos amigos desde hace año y medio —aclaró—. Le digo esas cosas a la cara. Lo peor es que, a pesar de que en el fondo es monárquico, también es fiel a esta infausta República. Como buen soldado la defenderá y nos obligará a una lucha desigual.

Se asomaron a las ventanas. Vieron gente cargando maletas, caminando deprisa, algunos corriendo, hacia la estación del Norte. Había mucha confusión en la ciudad y la tensión se palpaba. La vida dentro de la casa había cambiado aunque la dama procuraba serenar el ambiente. Pero cuando al día siguiente se leyó el bando del coronel Aranda en la plaza de la Escandalera por el que definía paladinamente su posición al lado de los sublevados, en todas las casas a lo largo de la calle estalló el entusiasmo, salvo excepciones como la Normal por ser el centro de los maestros de escuela y, por su condición, el convento de las Siervas de Jesús. Inmediatamente los dos hermanos falangistas se alistaron voluntarios para ayudar al levantamiento del ya ex comandante militar de Asturias para el Gobierno de la nación.

—¿Qué vais a hacer? —les preguntó el padre de Amador a ambos seminaristas.

—Tengo que ir a ver a mi madre —dijo José Manuel—. Quedé en hacerlo cuando terminara lo de su hijo.

—No puedes salir, nadie puede hacerlo. No sólo lo impide el mando sino que Oviedo está cercado por los rojos. Disparan a cuantos tienen aspecto de gente de orden y, desde luego, a todos los religiosos. Además todas las comunicaciones telefónicas y por radio están cortadas y bajo control militar. Aranda se está portando como un jabato.

José Manuel no dejaba de descubrir un mundo desconocido. Ahora Aranda era un héroe y no un ser abominable.

—Nos quedaremos aquí —dijo Amador.

—¿Aquí, emboscados, mientras otros luchan por vosotros? —dijo el hombre, la bondad espantada—. Tenéis que alistaros. Es vuestro deber.

—No estamos formados para entrar en la lucha armada.

—Tonterías. Ya sabes lo que dice Ulpiano: Vim vi rapellere licet; es lícito repeler la fuerza con la fuerza.

—Sin embargo Séneca nos enseña que Nihil violentum durabile; lo violento no perdura. Supongo que usted habla de luchar para mantener la democracia —aventuró José Manuel.

Nimia libertas et populis et privatis in nimiam servitutem cadit; la libertad excesiva conduce a los pueblos y a los particulares a una excesiva esclavitud, cita Séneca —sentenció el prohombre, mostrando una vez más su voluntad de liderazgo en las discusiones y su necesidad de quedar encima, como el aceite—. Pero os lo pondré más fácil. Tenéis dos opciones: esperar a que el Gobierno rojo os llame a filas o decidir en la buena dirección.

Se trataba de una imposición. Nunca podrían acceder a la primera opción porque ya no estaban bajo control del Gobierno. José Manuel miró a su amigo esperando su renuencia a entrar en terrenos que creía contrarios al servicio de Dios. Pero se equivocó.

—No es sólo una orden de mi padre —le dijo Amador—. Estamos en el lado que estamos. No podemos escoger.

Su amigo lo creía sinceramente. Él no tenía disposición de pegar tiros contra nadie ni, desde luego, el menor deseo de ceder al mandato. Pero le surgieron las dudas, factor constante en su espíritu. Pensó en la máxima de Séneca. Quizá fuera un díscolo porque nunca hacía las cosas con total convencimiento. Puede que algún día hubiera un cambio en su vida. Finalmente aceptó seguir los pasos de su amigo. El mandamás no les dejó mucho tiempo para pensarlo. Abandonaron las sotanas y se vistieron de paisano.

El cuartel de Pelayo estaba cerca. Los hermanos expresaron su contento al verles y les llevaron a la armería. Tuvieron la sorpresa de encontrarse a otros seminaristas, entre ellos a Juan Manuel Espíritu Santo, que cursaba tercero de Teología. En el cuartel estaba de guarnición el Regimiento de Infantería Milán n.º 3 al mando del coronel Ortega, quien se había puesto a las órdenes de Aranda. Todos los cientos de falangistas y otros jóvenes voluntarios dispuestos a participar en la aventura armada pasaron a formar parte del Batallón Ladreda, cuyo jefe era el teniente coronel Fernández Ladreda y que, bajo las órdenes de Aranda, tenían licencia para efectuar misiones discrecionales. Más tarde José Manuel escuchó el desarrollo de los acontecimientos.

—El coronel engañó como a unos chinos al gobernador civil y a los líderes del Frente Popular. Ya el 19, al oír las noticias del levantamiento, hizo traer a escondidas todos los legajos y archivadores de su despacho del Gobierno Militar a este cuartel mientras que en otros camiones mandaba trasladar cañones y obuses procedentes de la fábrica de armas de Trubia. Lo más fantástico fue cuando accedió a dar armas a un contingente de más de seiscientos mineros, que salieron en un tren especial y en una caravana de camiones para acudir en auxilio de Madrid por petición urgente de Indalecio Prieto, ministro de Guerra. Era una decisión que le convenía pues alejaba a las fuerzas de choque del Sindicato Minero, los más temibles, el Tercio de los obreros. Al día siguiente tomó el mando de este puesto. Cuando los rojos reaccionaron, ya estaba ocupada militarmente la ciudad. En el cuartel de Santa Clara, antiguo convento de las Clarisas, están los guardias de asalto y casi todos los guardias civiles de la provincia. Ahora, grupos de militares y civiles dominamos las zonas clave de la ciudad.