Capítulo 38

Madrid, junio de 2005

—Descubrir al asesino de asesinos fue un golpe de fortuna que casi me cuesta la vida. —Moví la cabeza—. Pero siempre me acompañó la suerte.

—Supongo que tendrá una explicación a su acusación —dijo Alfonso, totalmente desinflado.

—Todo partió de aquella llamada en la que se me aseguraba tener mucha información sobre Carlos.

—¿Qué llamada? ¿Quién le llamó?

—No se identificó.

—¿Y qué ocurrió?

—¿En verdad no lo sabe?

—No tengo ni idea.

—Bueno. Después de que me dispararan y durante el tiempo de inactividad tuve ocasión de pensar, lo que me permitió establecer que usted fue el que disparó a aquellos hermanos. —Me miró con el gesto de quien nota los primeros temblores de un terremoto—. No fue muy difícil. Me pregunté quién podía desear matarme. De los casos que llevo, este de Carlos era el más enredado. Pero ¿tanto como para que hubiera un nuevo crimen? Releyendo los informes destaqué un hecho. Andrés Espinosa era amigo de Carlos… y homosexual. Consta que en el trabajo hacían bromas sobre él al respecto. Si era amigo de Carlos, lo fue de usted, don Alfonso… que también es homosexual.

Alfonso y Dionisio estaban rígidos, como si formaran parte de la colección de esculturas. Les apunté con la barbilla, procurando que el gesto no fuera desmerecedor.

—Ustedes son pareja. No hay por qué negarlo y a mí me trae sin cuidado. Son discretos pero no actúan bajo camuflaje. Entiendo que en los 40 se comportarían de otra manera porque era un anatema.

—Era un delito, un baldón, lo peor de todo —apostilló Alfonso sin poder contenerse—. Figúrese en mi caso, lo que supondría de deshonra para la Falange. Todos los que nacimos así lo disimulábamos. Incluso me eché novia, que renovaba con el tiempo.

—¿Carlos era homosexual?

—No, desgraciadamente.

—¿Sabía Carlos que usted lo era?

—No, a pesar de que no se le escapaba nada. Eso da idea de cómo me esforzaba en ocultarlo. Aunque de haberlo sabido le hubiera dado igual porque a él no le importaban esas cosas. Tampoco sabía la inclinación sexual de Andrés.

—¿Debo seguir? Usted estaba enamorado de Andrés. Y mató a esos hermanos porque tuvo la seguridad, ahora sé que por lo intentado con Carlos, de que ellos estrangularon a su amado. Fue un crimen pasional. Me lo imagino ejerciendo vigilancia sobre ellos con sus camaradas. Por su envergadura media, usted no podía competir con los fornidos hermanos. Supongo que elegiría camaradas acostumbrados a las «sacas», aquellos que no hacían preguntas y que les gustaba darle al gatillo. Debieron de ser días de seguimiento hasta dar con el momento adecuado. Les interceptaron, los metieron en un coche y allí usted les disparó. Luego los echaron en una tumba de aquellos cementerios.

Dionisio miraba a su pareja con dulzura, llenando el ambiente de sentimientos profundos. Alfonso dio unos pasos por la habitación, todos sus muros derrumbados. Cuando se paró estaba despojado de barreras protectoras.

—Sí —aceptó Alfonso al fin. No intentó detener las aguas que destilaban sus ojos—. Andrés era lo más hermoso que había visto hasta entonces. Empezamos a vernos. Planeamos irnos a vivir juntos. Su muerte casi me mata, tanto le amaba. El dolor era insoportable porque, además, tenía que ocultarlo. Todo sucedió como usted ha dicho pero no fui yo el que disparó aunque sí quien organizó el secuestro. En una camioneta, una Hispano-Suiza de asientos corridos, los llevamos al cementerio. Éramos seis, algunos armados. Ellos se mostraron con una chulería inadecuada para el momento. Es de entender que cuando un jefe ve a un empleado robando lo normal es que lo denuncie y lo despida, no que lo mate. Les emplazamos a decir la verdad. Con gran indiferencia admitieron haber matado a Andrés y al otro desconocido y presumieron de ser los responsables de los robos. Se vanagloriaron de tener las espaldas cubiertas por un alto mando policial, al que darían cuenta de nuestras amenazas. Ahora sé, como usted, que ese mando era Perales, que también estaría en el ajo. Cómo sospecharlo entonces. Menudo criminal. Esa era la razón para no detenerlos por el intento de matar a Carlos, olvidando los principios de su profesión. Se le habría acabado el chollo. Nos extrañaba lo elegante que iba siempre, algo impropio en un policía de aquellos años de miseria, aunque suponíamos que le venía de familia. —Se apropió de una pausa, notablemente anonadado por las revelaciones. Movió la cabeza—. Sí. Esos dos intentaron zafarse y atacarnos. Eran hombres duros. David Navarro, un compañero de genio fácil, me arrebató la pistola y les disparó en la cabeza.

—Aun siendo hombres de gatillo presto, ¿no tuvieron reparos esos amigos suyos? No se trataba de matar rojos sino gente que podrían apreciar como adictos al Régimen y además con relaciones policiales. Había una marcada diferencia.

—Eran dos asesinos, dos ladrones que robaban para su propio beneficio, lo que era contrario a los postulados de Falange, uno de cuyos objetivos era el reparto de la riqueza y la eliminación de los corruptos. Con gente así no se iba a construir la nueva España. Además sus amenazas eliminaban cualquier duda. Estaba claro que se chivarían y nos harían la vida imposible. Había que cerrarles la boca. Y eso fue lo que pasó.

—¿Era Carlos ladrón de mercancías, como dice el informe?

—Para nada. Estaba incapacitado para caer en delitos.

—¿Qué robaban?

—Ni idea. Ese no era mi problema. Los pobres estrangulados parece que no supieron guardar el secreto o descubrieron algo que no debían. Matarlos era la mejor salida para aquellos criminales. En aquella época unos cadáveres más no conmocionaba a las autoridades.

—¿Dónde está la pistola?

—La tengo bien guardada. Nunca volvió a usarse. Si no tiene dudas de que es la misma es que me la robaron porque nada tengo que ver con dispararle a usted. Nunca disparé a nadie. Iré a buscarla.

—Espere. ¿Dónde está Graziela?

—¿Graziela? ¿Por qué…?

Me había colocado estratégicamente dominando los dos accesos al salón, que no había perdido de vista en ningún momento. Por eso estaba preparado cuando Graziela apareció con el arma en la mano. El disparo salió desviado, aunque yo no estaba ya en el mismo lugar. Rodé por el suelo mientras un segundo disparo daba en un reloj de cuco, que se puso a funcionar sincopadamente. Lancé un jarrón chino contra la chica, estrellándolo contra su cara. Se vino abajo, soltando el arma. Fui a ella y agarré la pistola con un pañuelo. La metí en una bolsita de plástico mientras los hombres contemplaban el desaguisado con total estupefacción.

—Un botiquín —pedí, cogiendo a la joven y llevándola a un sofá. Estaba sin conocimiento. Conseguí detener la hemorragia de la frente, taponándole la herida. Había que ponerle puntos y le quedaría una nueva marca en el rostro—. Hay que llevarla a urgencias.

—Voy yo, con Pedro —se ofreció Dionisio, corriendo a vestirse.

Graziela abrió los ojos y me miró. Un bulto fue avanzando en su frente como si estuviera naciéndole un cuerno. Sus ojos no estaban desposeídos de ira.

—No puedes ir por ahí matando a la gente —le dije.

—Graziela, ¿por qué has hecho eso? —dijo Alfonso.

—Acabado el mal, la felicidad sigue —contestó con voz firme.

Dionisio llegó con el mayordomo y se la llevaron. Alfonso pareció quedar desvalido. Se puso a recoger los pedazos del jarrón. Le ayudé en la tarea.

—Es de la dinastía Ming. Si conseguimos pegar los trozos conservaremos algo de su valor —dijo, aunque estaba claro que hablaba mecánicamente, sin pensar en ello—. ¿Cómo supo que era ella?

—El agresor era demasiado menudo para ser hombre. Le colgaba el abrigo, que obviamente no era suyo. Sus pasos cortos. Dejó una estela de jazmín en el portal, que identifiqué. Y fíjese: sin su intento no hubiera podido establecer quién mató a aquellos criminales.

—Debió de volverse loca.

—No. Lo hizo por amor a usted. No el amor de amante sino a su comportamiento para con ella, a la felicidad que llevó a su vida desde hace años. En mi anterior visita intuyó que usted guardaba un secreto que, si lo descubría, le perjudicaría. Quiso eliminar esa amenaza.

Recogí los casquillos y con un cuchillo horadé para sacar los proyectiles. Al cuco se le había acabado la cuerda y estaba colgando, falto de toda arrogancia. La primera bala había entrado por la boca del retrato de un hombre, dando la sensación de que se le había caído el cigarro. Los guardé junto con el arma.

—¿Y ahora qué?

—No lo sé, aunque es mi deber dar cuenta a la policía. La chica cometió un doble intento de asesinato.

—Saldrá todo lo del pasado…

—Eso le preocupa, ¿verdad? Sin embargo, no le preocupó que Carlos estuviera perseguido por algo que no hizo. Incluso ha intentado ocultar su participación de usted en el asesinato hasta el último momento, cuando mis razones le impidieron seguir con la mentira.

—¿Qué podía hacer, inculparme?

—Todavía puede vaciar su conciencia. Dígaselo a Carlos. Nunca es tarde.

—Lo es. Porque le juro que no sé dónde está ni si vive. Puede usted romper todos los jarrones. No conseguirá que diga lo que ignoro. Fue él quien se perdió en el misterio.

—Quizás intuyó que usted cometió los crímenes y no le perdonó el silencio.

—Lo he pensado y, aunque no se lo crea, vengo cargando con ello año tras año.

—¿Por qué no se desprendió usted del arma? ¿Por qué la guardaba?

—Venga conmigo —dijo, después de unos momentos de duda.

Me llevó a un pequeño dormitorio y abrió el armario. Estaba vacío salvo por dos perchas, de las que colgaban sendas fundas de tela. En la balda, una maleta también enfundada.

—Es la ropa y las cosas de Carlos, lo que nos dejó al irse a la Legión. En la maleta estaba la pistola. Lo guardó mi madre por si regresaba. Ella no supo lo del arma porque nunca husmeó en la maleta. Cuando murió, pude haberme desprendido de todo ello. Habían pasado muchos años y Carlos no volvía. Pero lo he conservado en recuerdo de mi madre.