Alemania y la antigua Polonia, agosto de 1941
Atrás quedó la soledad del llano,
la tarde lenta, el ansia dilatada
y sin sombra ni flor, libre y postrada,
la tierra para el sueño soberano.
DIONISIO RIDRUEJO
El largo convoy, unos ciento cuarenta trenes escalonados repletos de hombres y caballos, plataformas con piezas artilleras, ametralladoras, automóviles y materiales, llegó el día 20 a Stettin, una gran ciudad situada a la izquierda del ancho estuario del Oder. El húmedo aire azuzado de salitre proveniente del mar Báltico renovó el todavía agobiante calor. Mientras los trenes cruzaban lentamente los puentes sobre el doble cauce y las islas aprisionadas entre sus aguas, los divisionarios miraban admirados el activo puerto, los astilleros, las chimeneas empenachadas de humo de las fábricas, las mellizas casas de piedra con picudos tejados de pizarra y el gran movimiento de gentes y barcos. Viendo ese ambiente de paz bajo los dorados resplandores del atardecer, nadie podía creer que hubiera una guerra al otro lado de Prusia. Los frentes estaban lejos y la URSS pronto desaparecería.
Los trenes no detuvieron su marcha y fueron al encuentro de la noche. En los vagones de ganado se habían colocado bancos y colgaderos para los fusiles y macutos de la numerosa tropa. Muchos divisionarios cantaban y hacían chistes bajo el influjo de una desbordante felicidad. En el coche donde Carlos viajaba todos eran legionarios y estaban encuadrados en el 2.º Batallón del ahora Regimiento 269 que, a su vez, como toda la División, se integraba en el 9.º Ejército del Grupo de Ejércitos Centro de la Wehrmacht. La obligada convivencia los había disociado por afinidades. El grupo de Carlos lo formaban él y el soldado Indalecio Pérez, de la 1.ª Compañía del Tercio de Tauima. Lo completaban los también cabos Alberto Calvo y Antonio García y el guripa Braulio Gómez, de la 3.ª Compañía de la misma Bandera, y a quienes recordaba vagamente haber visto cuando agrupaban las compañías para ciertos ejercicios.
Otro grupo, lleno de risas y mostrando los cuellos de las camisas azules por entre las desabrochadas guerreras, definían su pertenencia a Falange, cuyas ideas habían calado en gran parte del Tercio, sobre todo en la oficialidad. Uno de los integrantes solicitó silencio y señaló al penumbroso paisaje. Carlos y sus amigos se sumaron a la contemplación.
—Esto es la Pomerania, tierra alemana que en el Tratado de Versalles de 1919 le arrebataron para dársela a los polacos y que tuvieran una salida al mar —dijo el entendido mientras todos atisbaban las luces de pueblos escondidos en colinas boscosas—. No les importó partir el territorio alemán y que Prusia oriental quedara desgajada del resto por esta dolorosa cuña.
Nadie contestó, seguramente porque conocían el dato o porque no tenían ideas que aportar. Carlos fumaba en silencio y volvió a pensar en lo rauda que discurría la vida. Un mes antes estaba en Tauima. Enseguida el cruce del Estrecho hasta Sevilla donde se concentraron los tres batallones del Regimiento de Andalucía. Apenas unos días y el embarque directo para Hendaya. Luego el cruce por la admirada Francia. Nombres para el recuerdo: Burdeos, Tours, Orléans, Luneville. Más tarde la frontera con Alemania y el asombro de sus pueblos y paisajes, como de otro mundo. Karlsruhe, Heilbronn, Nürnberg y la llegada al campamento de concentración de la División, en las afueras de Grafenwöhr, en Baviera. Tres mil kilómetros en tren desde las arenas marroquíes. Allí recibieron somera instrucción, materiales de guerra, uniformes de la Wehrmacht y juraron morir por Hitler. Todo en dos semanas. Parecía que no había tiempo que perder, lo que era del agrado del Alto Mando divisionario.
En Grafenwöhr, Carlos envidió el modo de vida alemana al ver el orden, la limpieza y las pintorescas y bien conservadas casas de tejados a dos aguas. Las calles sin basuras, los árboles cuidados, el trato reservado pero amable de esas gentes. Quizás en España pudiera llegar el día en que los pueblos y ciudades no estuvieran incitadas al abandono y a la desidia, y el nivel educacional fuera como el de ese país.
Tiempo después el convoy cruzó el Vístula por Grandeuz y siguió su monótono traqueteo.
—Allá abajo, a unos cien kilómetros, está Danzig, la capital de esta región —reiteró el mismo soldado de antes, con fervor, señalando a la izquierda—. No olvidemos que esta segunda guerra europea comenzó cuando hace dos años Hitler lanzó sus tanques y acabó con esa vergüenza. Ya no existe el oprobioso pasillo. Ahora Alemania vuelve a estar completa. Cuando conquistemos Rusia regresaremos a España y recuperaremos Gibraltar, nuestra gran vergüenza histórica, y también nuestro país quedará completo.
Tampoco esa vez hubo comentarios. Sin embargo señalaba algo de enorme importancia para sus vidas. Porque de no haberse producido el hecho que narraba, la División Azul no hubiera nacido y ellos no estarían caminando hacia la incógnita de su futuro.
En la amanecida se veían verdes praderas y pueblos diseminados. Luego, una gran ciudad en el borde de la antigua frontera: Suwalki, antes polaca, luego rusa y ahora alemana. Los trenes fueron entrando en la gran estación de Orany en la que otros convoyes militares ocupaban apartaderos. Los españoles vieron por vez primera los estragos de una guerra que parecía distante. Allí estaba, en los techos y depósitos desmoronados por las bombas. En las afueras aparecían montañas de escombros con camiones convertidos en orgía de chatarra y retorcidos raíles semejando gigantescas serpientes sorprendidas al intentar atrapar la nada. Luego supieron que en junio hubo una batalla tremenda entre los ejércitos soviéticos del Norte y del Centro contra el espolón de regimientos blindados de la Wehrmacht auxiliados por la Luftwaffe, donde los muertos rusos y polacos se contaron por miles.
La estación estaba llena de movimiento tanto de hombres como de máquinas. Brigadas de presos polacos bajo vigilancia de gendarmes alemanes reconstruían los edificios y reparaban las zonas de tránsito.
Los expedicionarios esperaban una jornada de descanso pero los mandos empezaron a gesticular. Había que bajar todo el material, dejar vacíos todos los trenes. El mando alemán los necesitaba para otras misiones.
—¿Es que nuestra misión no es importante? —dijo Braulio—. ¿No tienen otros trenes?
—Será cosa de planes estratégicos. Quién sabe qué lío tienen en la cabeza. Nos cambiarán a otros.
En días siguientes fueron llegando todas las expediciones y de ellas se desembarcaron los automóviles, el equipamiento, los caballos, los carros, los hombres, los equipos sanitarios, de intendencia y veterinaria, las piezas artilleras y todo el armamento. La actividad era febril.
Durante una semana comieron y durmieron en grandes barracones de madera bien conservados situados cerca del aeródromo. A pesar de la prohibición algunos españoles tuvieron oportunidad de escaparse a la ciudad, que estaba tomada militarmente por los alemanes desde los edificios públicos, las oficinas administrativas y los hospitales hasta el control de las salidas de la ciudad. La mayoría de las casas, iglesias y centros cívicos estaban destruidos, exhibiendo los esqueletos de lo que una vez fueron lugares de convivencia ciudadana. Grupos de presos vigilados por soldados alemanes armados reparaban las calles, trasladaban los escombros y dejaban circulable la ciudad. La sufrida población polaca volvía a ver miles de uniformes verdes. Pero ahora no los llevaban gigantes rubios que parecían ladrar sino hombres morenos, de estaturas rezagadas como ellos, que hablaban en voz alta un idioma nuevo y lo salpicaban con risas y canciones, trayendo vientos de una lejana tierra, allá en el sur.
Y de pronto el rumor increíble.
—¿Que tenemos que continuar a pie? ¿Hasta dónde?
—Cualquiera sabe, a lo mejor hasta Moscú.
—¿Qué dices? Moscú debe de estar a más de mil quinientos kilómetros. ¿Cómo vamos a ir andando? —protestó Indalecio.
—Hemos venido a luchar, no a caminar. Tardaríamos más de un mes en llegar. La guerra habrá acabado antes.
—Joder, tantas prisas en salir del campamento. El tiempo que perderemos caminando lo hubiéramos aprovechado en Grafenwöhr —se lamentó Antonio—. ¡Ah, aquellas alemanas dulces y consentidoras!
—Ahí puede estar la explicación —bromeó Alberto—. Quizá los alemanes quisieron desprenderse de la banda de sátiros y donjuanes que les cayó encima y que alborotaron la convivencia del pueblo.
—Qué coño —rio Antonio—. Estaban dormidos. Necesitaban caña. Había que dejar alto el pabellón.
Carlos no participó en los comentarios. Los observó una vez más intentando captar alguna radiación. En África quizá pudieran tener contactos esporádicos, pero fue en el largo trayecto desde Tauima y luego en el campamento alemán cuando ellos buscaron una relación más cercana con él. Tenía por inevitable que la gente deseara su compañía, quizá debido a su carácter sosegado. Pero sabía que no todos sus actuales amigos legionarios perseguían su amistad. Uno de ellos había intentado matarle y era de esperar que probara de nuevo.