Capítulo 35

Madrid, julio de 1941

Los sueños condenados al silencio

vuelven a ser mis rostros familiares.

ANTONIO LINARES FAMILIAR

Con la palmeta en la mano, el inspector Perales daba vueltas a su pequeño reducto, llenándolo de humo. Se paró ante una de las ventanas y miró a través de los barrotes. No vio a nadie en la estrecha calle. La gente rehuía pasar por delante de la comisaría porque los guardias de la entrada no les daban confianza al proceder de manera caprichosa. Sobre todo si tenían el atrevimiento de mirarles a los ojos, lo que en muchos casos provocaba la petición de documentación, según les pluguía. Y luego, quién sabía lo que les vendría encima. Para los agentes nadie estaba exento de maldad. Y según Perales tenían razón. Porque eran el enemigo y allí no podían vivir gentes decentes. Se hallaban en uno de los barrios chulescos de Madrid, con presunción de un casticismo retrógrado y hundido en lo peor del pasado. Madrid no podía ser la capital del imperio soñado mientras existieran esos barrios infames. Había que demoler todas las horribles casas, dejando el lugar como un páramo para construir allí avenidas y edificios de categoría europea donde no existiera la gente mala, esa chusma traicionera y endemoniada llena de vulgaridad y analfabetismo. Debía procederse del modo que se hizo con la Gran Vía, una buena decisión que tomaron los gobiernos anteriores a la República, ese infame sistema que paralizó el país.

Reconocía que algunos edificios eran incongruentemente bellos para el lugar, como la casa de enfrente de seis plantas, que presentaba esos artísticos balcones de hierro forjado y los medallones con rostros entre las ménsulas. A veces se preguntaba a quién se le ocurrió poner allí la comisaría. Quizá precisamente por la afinidad entre los catetos achulados y los extinguidos guardias de Asalto, todos de la misma calaña. Ahora, paradójicamente, podría ser el punto ideal en ese vivero comunista para el desenmascaramiento y desarticulación de elementos implicados en crímenes durante la República o pertenecientes a la subversión política y social.

Pero podía haberse instalado en la calle Ave María o Lavapiés, las vías principales del barrio. Nada que ver con la cercana comisaría de Ribera de Curtidores, una arteria amplia, larga, arbolada y eje de comunicación de gente y vehículos. Aquí, las fachadas de enfrente estaban a unos pocos metros. Y aunque los vecinos intentaban la obligada discreción, no podían evitarse sus discusiones y los ronquidos durante el sueño, ya que en verano las ventanas permanecían abiertas y, si no fuera por la presencia policial, echarían sus colchones en la acera como si estuvieran en sus malditos pueblos.

Mas no era eso lo que tenía en ascuas al inspector. Tanto poder acumulado y, en algunos casos, tener que someterse a la larga espera para resolver crímenes. Como el de Carlos Rodríguez, al que inculpó con total convencimiento como sospechoso de doble asesinato. En su momento resolvió los trámites para que la Legión lo enviara custodiado de vuelta a Madrid. No ignoraba que lo que atañía a ese Cuerpo funcionaba con tratamiento diferente, pero al final, para el Ejército como tal, la petición policial de extradición era un tema de obligado cumplimiento además de habitual. Por eso no sólo le extrañó la demora en la ejecución de la petición sino también la falta de comunicación al respecto.

El berrinche que agarró cuando se enteró de que el sospechoso estaba en Alemania con la División Azul le provocó tal estreñimiento que tuvieron que ponerle lavativas. ¿Cómo es que del Cuartel General de la División no tomaron medidas? ¿Por qué no enviaron a nadie para aprehenderle cuando el tren que lo traía de Sevilla llegó a Madrid? Luego le dijeron que ese tren era de ganado habilitado para el transporte de tropa y que no había parado en la capital. Además tuvo que aceptar que el asunto de la División Azul era lo más prioritario en el país. Lo había conmocionado todo. Nada había tan importante y los máximos esfuerzos se concentraban en que esa unidad saliera sin trabas.

Debía tragarse la bilis aunque estaba tan frustrado que atendía malamente a sus otras responsabilidades. No era para menos. Había movido los hilos no sólo para que la pesquisa no la hicieran miembros de la Brigada de Investigación Criminal, a quienes realmente competía, sino que, dado que ahora era agente de la Brigada Político-Social recientemente creada, le permitieron llevar el caso personalmente al haber defendido que podría muy bien tratarse de crímenes con orígenes políticos, ya que los dos hermanos asesinados lucharon en el bando nacional en la reciente guerra y habrían asumido responsabilidades que no gustarían a algunos. Ansiaba tener el necesario reconocimiento para conseguir un asiento en uno de los despachos de la Puerta del Sol. Pero el mérito pasaba por atrapar a ese asesino esquivo. Y si no… Bien. De él no se iba a reír. Tenía hechos otros deberes para que cumpliera por sus crímenes.

Abatió la palmeta sobre un grupo de moscas e imaginó que una de ellas era Carlos Rodríguez.