Oviedo, diciembre de 1934
Est felicibos difficilis miseriarum vera aestimatio.
(La gente feliz difícilmente consigue juzgar bien las miserias de los demás).
CICERÓN
José Manuel entró en el Hospital Provincial y en recepción preguntó por don Celestino. Accedió a una larga sala donde se alineaba una treintena de camas ocupadas por hombres de varias edades. Su antiguo maestro era uno de ellos. Había un crucifijo en la pared donde se apoyaba el cabecero de la cama. La vejez se le había apresurado en el siempre sereno semblante. Ahora mostraba inéditas arrugas.
—¿Qué le han encontrado?
—No lo saben. Me han hecho radiografías y análisis. Pero yo sé lo que tengo.
El seminarista le miró.
—Lo mío es la soledad, a la que ahora se une la pena. Siempre estuve solo, pero cuando la edad aprieta y los huesos empiezan a barruntar la meta propincua se echa a faltar compañía, alguien que esté a tu lado a diario.
—Usted no es viejo. Aún puede encontrar esa compañía. Y aquí tendrá compañeros.
—Son tan infelices como yo y ya no me interesan las historias de gente doliente. Y menos después de lo que hemos pasado. —De su cuerpo desfallecido brotó una tos entrecortada—. Te veo muy serio.
—Nunca fui muy alegre.
—Es cierto, pero hay algo en ti… ¿En qué curso estás?
—En segundo de Filosofía, ya sabe, con la Crítica, la Psicología.
—Todo desde la escolástica. O sea, los silogismos. Discusiones que no llegan a ninguna parte. El sexo de los ángeles. Y detrás, el amedrentador mensaje de san Ignacio. —Movió la cabeza—. ¿Seguirás hasta el final?
—No sé, quizá sí. —Se miró las manos—. Sigo afectado por los sucesos de octubre. Vi cosas terribles esos días.
—Esos días… y los que siguieron.
—¿Los que siguieron? No sé qué quiere decir.
—Dime lo que viste.
—Compañeros míos fueron asesinados por los revolucionarios. Yo estuve a punto. Esa gente estaba llena de furia asesina.
—¿Crees que todos los mineros fueron asesinos?
—No, todos no —dijo José Manuel, pensando en el miliciano misterioso—. Pero…
—¿No te has parado a considerar lo que hizo después la otra parte, la represión?
—Bueno, fui testigo de algunos hechos reprobables por el Ejército. Pero no es comparable.
—¿Reprobables? ¿Esa es tu consideración de los hechos? Tienes capacidad de reflexión, estudias Lógica. ¿Por qué no aplicas esas aptitudes a la realidad? Naturalmente que no es comparable, pero en sentido contrario al que sostienes.
—Según parece vemos dos realidades diferentes. Mi buen maestro. Usted y sus propuestas de comprensión para las acciones destructivas de las masas. ¿Nunca se conmovió ante las atrocidades cometidas por los obreros?
—Hablas de los obreros con la misma irrealidad que las clases altas. Pero tú sabes del mundo trabajador y campesino. Tus hermanos lo son. No creo que te hayas apartado totalmente de la clase amarga de la que procedes.
—He visto Oviedo arrasado. ¿Qué amargura puede justificar tal atrocidad? El caos, en su más pura esencia.
—La destrucción de Oviedo obedeció a la ira y a la impotencia.
—¿Destruir el Instituto y la Universidad, los centros de la cultura?
—¿Para quiénes? Ningún obrero ni campesino puede estudiar, apenas primaria. No incluyo, desde luego, a los que conseguís entrar en seminarios. La enseñanza media y universitaria son inaccesibles para el trabajador. Son predios elitistas. Al destruirlos no atentaban contra la cultura sino contra los órganos diferenciadores, lo que les distingue.
—¿Y los bancos?
—Lo mismo, son la encarnación del poder económico. ¿Qué pobre tiene cuenta en los bancos? Su destrucción eliminaba el templo del dinero, lo que los obreros no tienen. La ostentación de los bancos, esos edificios como palacios, es insultante para una sociedad con tanto pobre y hambriento.
—¿Y los hoteles? ¿Son también centros económicos?
—Piensa, muchacho. Es otro signo de la clase alta. ¿Qué obrero se aloja en un hotel? Sólo pueden albergarse en malas posadas. Un hotel está en la misma línea que la Universidad y los bancos. Oviedo era y es una ciudad burguesa, ricachona. ¿Viste las casas de la calle Uría? Los dueños entran por los portales de las lujosas fachadas, los sirvientes por los callejones traseros. Dos mundos, los señores y los esclavos. —La exigente tos volvió a interrumpirle. Se limpió con un castigado pañuelo—. Los revolucionarios de octubre no estaban animados de ideales asesinos, pero sí llenos de odio hacia los ricos y sus bienes, a lo que les era representativo. Querían un reparto de la productividad, querían comer, querían acabar con la inmensa diferenciación. Tabla rasa para un nuevo orden. Lo malo es que no sirvió para nada porque todo sigue igual.
José Manuel estuvo un buen rato sin responder, sopesando lo escuchado.
—Pero la quema de la biblioteca de la Universidad, creo que era la segunda más completa del país y que fue establecida por los hombres de la Institución Libre de Enseñanza.
—¿Te olvidas de la quema de otros cientos de libros del Ateneo Obrero de Sama efectuada por los soldados al terminar la revolución? —José Manuel volvió a quedar en silencio—. Nadie biempensante o con un mínimo de lógica puede creer que los mineros desearan quemar los libros de Oviedo. Fue una consecuencia desgraciada de la desesperación y la ignorancia. Al contrario que en Langreo, que fue una quema pública ordenada por las autoridades. Aquello sí fue un ataque a la cultura. —Un nuevo acceso de tos agredió su delgadez—. Me hablas de la Institución Libre, la que propugna la enseñanza laica y completa, la participación de la mujer en los estudios. Hermosas intenciones pero sus bases son burguesas y su calado está a enorme distancia de lo que ahora necesita el pueblo. Mira, José Manuel, en el seminario habláis de cosas trascendentales, pero en el mundo real la gente muere de hambre y no entiende que los ricos, los de siempre, tengan acceso a una buena alimentación, a una buena sanidad y a una buena educación. El Gobierno tiene ahora que sacar consecuencias del descalabro. No se ponen de acuerdo sobre las cifras, pero puede aventurarse que hubo mil quinientos muertos durante esos días, aparte de los miles de heridos. Es comprobable que de las Fuerzas del Estado cayeron pocos. La mayoría han sido revolucionarios y, de ellos, un elevado número fueron simplemente asesinados en el momento de rendirse o fusilados sin juicio previo tras sacarlos de las cárceles. Ahora hay cientos de «detenidos preventivos» atestando las prisiones. Se han olvidado de ellos, como si fueran leprosos. Esa desproporción en las consecuencias debía hacerte pensar en términos más ecuánimes.
—Intento serlo, don Celestino. No sé de esas cifras, sí los muertos que vi. Y también veo las paredes llenas de pintadas. UHP, GPU, Rusia, por todos lados. No se puede decir España porque denigran al que lo hace. ¿No es esto España? ¿Por qué quieren ser rusos? ¿En Rusia se vive mejor?
José Manuel miró los cansados cristales, y tras ellos vio algo húmedo que se escurría.