Madrid, julio de 1941
… estoy mojada todavía
de aquel tiempo de furia extraordinaria,
de amor imperdonable,
bajo la lluvia equivocada.
VANESA PÉREZ-SAUQUILLO
Acaso no fuera una tormenta, aunque por las fechas no podía ser otra cosa. Se había presentado tras una aspaventosa embajada de truenos y relámpagos, que no impidieron filtrarse unos cánticos infantiles:
Que llueva, que llueva,
la Virgen de la Cueva,
los pajaritos cantan,
las nubes se levantan…
Pero no era una nube porque todo el cielo estaba cubierto justo encima de las casas, como si quisiera frotarlas, y la lluvia caía en goterones constantes. Desde el quiosco, Cristina veía llover sobre el paseo, los árboles y las mesas, ahora vacías tras la desbandada. Y apreciaba el fenómeno doble de la lluvia y la evaporación en la superficie ávida, como si el agua cayera sobre el fuego. Llevaba mucho sin llover y el calor era tan intenso que aparecían gorriones muertos de asfixia sobre la tierra seca y aplastada.
Mucho tiempo después, y sin transición, el cielo azul asomó como si una mano poderosa hubiera descorrido el manto nuboso. El sol volvió a sacar las sombras de los edificios en un contraste tan definido que parecían pozos profundos esperando tragarse a la gente. Los gruesos regueros fueron desapareciendo y la tierra quedó calmada. Cristina esperó con impaciencia el reencuentro mil veces pensado; la brasa quemando dentro de ella, la angustia de disimular el nerviosismo. A escondidas miraba el reloj de bolsillo que su padre colgaba de un clavo, y le parecía que las manillas no avanzaban. En la última carta, enviada como todas a la dirección de Alfonso, le advertía de su llegada. No iría a Alemania con el contingente africano. Mintió al capitán diciendo que iba a casarse y obtuvo un permiso de dos días. Sólo quería verla, sentirla y darle algo de él. En sus cartas no hablaba de amor ni de promesas, sólo unas letras costumbristas y casi hueras como si fueran a pasar por la censura, pero que ella llenaba de esperanzas.
Cuando la tarde declinaba cogió la cesta y se despidió de su padre y de su tío. Contuvo las ganas de correr y caminó al ritmo normal por la estrecha acera que había delante de las paralizadas obras de los Nuevos Ministerios. Lo vio más allá del vallado, junto a los árboles grandes que escoltaban el Instituto Farmacológico Latino, un hermoso palacio con un gran jardín enrejado. Alto, luciendo el uniforme legionario y con su aire de misterio. Se detuvo ante él y no supo qué decir, sólo mirarle.
—Hola.
—Hola.
—No me dejan casarme —dijo ella, apurando la mirada.
—Me lo dijiste. En el fondo comprendo a tu padre. Me ve como un aventurero. Y puede que lo sea. No sé si te merezco. Necesito tiempo.
—Vas a una guerra…
—Vivimos momentos tremendos, fuerzas poderosas gobiernan millones de vidas absorbiéndonos como un torbellino. Pero volveré. Me queda toda la vida por delante. Y la quiero junto a ti.
Él le ofreció caminar por el terreno existente entre los solares y terraplenes de la calle Modesto Lafuente. Ella le preguntó sobre África, la Legión, sus experiencias. Un hombre tan joven y con tantas cosas en su vida. A ella, que apenas conocía Madrid y que sólo una vez salió del barrio para ir al pueblo de donde procedía la familia, las vivencias del hombre le hacían sentirse insignificante.
Cruzaron el indefinido paseo de Ronda y él le cogió una mano. Nunca se habían tocado y fue como si hubieran asido un cable eléctrico. Ella nunca había estado con ningún hombre, sus partes íntimas eran incluso secretas para ella. Y aunque había escuchado a las amigas fantasear en asuntos de sexo, nunca había intervenido en esas suposiciones que tampoco la atraían por lo que, en ocasiones, pensaba si acaso no estaría destinada a ser monja. Pero ahora estaba sintiendo ese ardor desconocido, mareante.
Estaban en el campo enorme que llegaba a Chamartín de la Rosa. Había quintas de gente adinerada, hoteles y huertas. Fueron por el curvo camino de Maudes, las manos anudadas y con cada vez más espesos silencios. A hurtadillas se miraban. Él veía el perfil de la mujer, ya en contraluz menguante. Tenía la boca ligeramente abierta, anhelante, como si intuyera algo o quizá lo deseara. A través de la pequeña mano él sentía sus impulsos y miedos entrar dentro de sí. Era más que un sentimiento. Notaba su palpitar enmarañándose en la intrincada red de órganos y conductos de su pecho como si ya fuera una parte de su cuerpo.
—¿Y luego…? —dijo ella, prestándole sus ojos. Al hacerlo grujió los bordes de su mirada dejándola tan limpia que algo en él se deshizo en el vértigo de la inocencia rendida.
—Quisiera… Me gustaría ir a Méjico, si la guerra me pasa de largo.
En las sombras invasoras destacaban esparcidas las débiles luces de las villas y palacetes. Ella tuvo un escalofrío, que él notó.
—¿Qué tienes?
—No sé… Mucho miedo.
Él la besó ligeramente, mojándose en sus lágrimas. Un contacto tan suave como el aleteo de un pensamiento.
—Vendrás conmigo, volveré por ti.
Ella dejó caer la cesta, le abrazó con fuerza y se rindió a las caricias. De la tierra brotaba el olor de la cercana lluvia. Él la tendió suavemente mientras ella le miraba intentando controlar su dicha y su desconsuelo.
—¿Quién… quién eres, Carlos?
El puso sus labios sobre los suyos y luego dejaron que ocurriera.