Oviedo, octubre de 1934
Nihil tam acerbum est in quo non aequus animus solatium inveniat.
(Ninguna cosa hay tan adversa en la que el alma justa no encuentre algún consuelo).
SÉNECA
José Manuel caminó sin descanso, unas veces por la carretera y otras por senderos, procurando apartarse de la gente. Cruzó Tuernes. Vio a lo lejos un palacio en Cucao, y más adelante una torre. Estaba en Posadas, una población grande. El pan duro del desconocido se le acabó en esas jornadas pero encontró castañas caídas, que la Revolución impidió recoger. La mayoría estaban podridas aunque halló las suficientes para calmar su necesidad. Bebía agua de los arroyos y dormía en quintanas abandonadas, luego de explorarlas. Llevaba el calzado muy gastado y gracias al andrajoso chaquetón podía soportar el frío. Unos días después, y cerca de Lugo de Llanera, oyó a lo lejos disparos, gritos y ruido de camiones. Bordeó la carretera y miró, aplastado a la tierra. Era una columna de soldados blancos y moros, de raros uniformes, que atravesaba Prubia en dirección a Oviedo. Legionarios y Regulares. Había gente que saludaba con manos y pañuelos mientras los de vanguardia disparaban, escaqueándose hacia los lados. Dos mineros armados aparecieron por una cuesta y cruzaron por detrás de él, escapando.
—¡Corre, tú! ¡Ya están ahí esos cabrones tirando contra tó!
Desaparecieron monte arriba. José Manuel siguió mirando la columna hasta que creyó que toda había pasado. Salió de su escondite e inició la bajada por la pendiente arbolada. Al momento oyó disparos y sintió zumbar las balas. Se tiró al suelo, escudándose en un árbol.
—¡Seminarista, cura! —gritó, asomando las manos. De pronto se dio cuenta de su vestimenta. Se desprendió de la vieja chamarra y de la boina, tirándolas lejos. Oyó pasos escalando la cuneta. En un momento dos legionarios aparecieron tras los ojos de sus fusiles. La muerte mirándole.
—¡Soy seminarista, del convento de Oviedo! ¡No disparen!
Los dos soldados lo levantaron y le examinaron. Nada tenía para atestiguar lo que decía más que un crucifijo pequeño enganchado a una cadenita colgada del cuello, que nunca se quitó por pertenecer a su madre. Sus ropas y desastrado aspecto no le ayudaban. Los militares le hicieron bajar a la carretera, donde estaba pasando la retaguardia de la columna. Un automóvil se había parado, la puerta abierta y un oficial de pie mirándoles.
—¿Por qué no lo habéis fusilao? —dijo con gesto impaciente.
—Este no parece de ellos, mi teniente.
El oficial le hizo varias preguntas, le miró las manos y las olió, tratando de encontrar evidencias de haber disparado un arma. Le abrió la camisa y examinó sus hombros, buscando huellas de haber soportado la culata de un fusil en el retroceso. Observó su extrema delgadez, su educada forma de hablar. Finalmente se convenció y le dejó ir adonde varios civiles miraban.
—¡Vamos! —Acució a sus hombres mientras subía al coche—. Ya hemos perdido mucho tiempo.
Una mujer le hizo entrar en una casina y pudo confortarse con el fuego y con el cuenco de sopa que le dieron. El rumor de los camiones y de la tropa fue diluyéndose en la distancia. Tiempo después oyó un ruido sordo. Se asomó. Una muchedumbre se desplazaba en pos de la columna militar. Algunos iban en carros y en algún que otro coche, pero la mayoría arrastraba sus pies por el adoquinado camino cargando con maletas y bultos. Mujeres, hombres y niños hablando en voz alta, riendo, expresando su felicidad. Por un momento a José Manuel le recordaron esas masas que en la edad media y hasta la era napoleónica, según leyera, seguían a los ejércitos. Eran familias y pueblos enteros que cargaban con sus enseres y tiendas y vivían de las tropas, ofreciéndoles sus múltiples oficios, alimentos, diversiones y servicios durante las acampadas entre batallas. Pero esta multitud parecía ser, al menos la mayoría, los habitantes que huyeron de Oviedo incluso antes de los primeros disparos y que volvían para recuperar sus casas y pertenencias. Sus trazas y vestiduras les delataban. No pertenecían al mundo obrero. Buscó con la mirada y no vio a nadie conocido. Allá delante, en la cabeza, los disparos se intensificaban.
—¿Qué día es hoy? —preguntó.
—Jueves once.
Aceptó un abrigo de sus desconocidos benefactores y se integró en el grupo seguidor. A medida que progresaban veía muertos en las cunetas, todos con el mono azul. Se adelantó hasta la primera fila de los seguidores, a la vista de los últimos soldados. De vez en cuando algunos mineros salían a la carretera y se entregaban, manos en alto, sin armas. Les formaban en línea y un pelotón se encargaba de fusilarles allí mismo. Los hombres caían como la yerba en la siega.
—Así está bien. Ojo por ojo —dijo alguien a su lado.
—Pero se habían entregado, eran prisioneros —dijo José Manuel, impresionado.
Le miraron con ojos poco avenidos.
—¿Qué cojones dices, ho? Son unos criminales. Han de acabar con todos.
—Dicen que el teniente coronel Yagüe dio orden de no dejar uno vivo —dijo otro, ceñudo.
—¿A qué todos?
—A todos los revolucionarios, esos asesinos que saquearon nuestras propiedades y mataron a tanta gente.
De vez en cuando algún soldado salía de la fila y remataba a algún caído. Allí quedaban, como los otros, sus gestos últimos de terror e incomprensión, algunos de ira.
En los rostros mayoritariamente juveniles, los ojos aún húmedos mostraban los azules que le faltaban al cielo. José Manuel pensó que había salvado la vida de milagro. Aquellos legionarios tenían orden de matar y sin embargo le llevaron ante un juzgador sanguinario. Le creyeron. Era una experiencia desconcertante, otra más a añadir a la confusión que llenaba su cabeza.
Se acercaban a Oviedo por Lugones y La Corredoira y más gentes salían de sus escondrijos a recibirles. En la distancia se oían explosiones, cañoneo y gran estrépito, como si una trituradora gigante estuviera en marcha. Humo y polvo cubrían la ciudad. Los militares pararon la comitiva perseguidora y desde unos camiones repartieron pan. Cada uno buscó un grupo y todos se dispusieron a pasar la noche mientras allá seguía un infierno de disparos y estruendo. Pocos durmieron, ansiosos por saber qué había ocurrido con sus familiares, propiedades y bienes.
Las horas fueron desgajándose y el alba tardó en llegar, negligente, acaso fatigada de alumbrar infortunios. El humo, que escapaba lentamente hacia el cielo negruzco, impedía la visión esperanzada. Sólo cuando el día empujó empezaron a verse los contornos de las cosas. La gente iba presurosa, algunos corriendo. José Manuel caminó con prudencia y quedó anonadado. Según avanzaba veía desolación por todos los sitios, como si hubiera pasado un terremoto. No entendía que en tan poco tiempo pudiera causarse tamaña destrucción. La hermosa ciudad estaba en ruinas. Era como si conociendo su derrota, el canto de cisne de sus utopías, los revolucionarios hubieran dedicado sus últimas energías en arrasar lo que simbolizaba su enemigo de clase, el centro de la burguesía asturiana. Ninguna calle del centro estaba indemne, las vías férreas cortadas y los puentes volados. Cadáveres de personas y animales yacían aquí y allá mientras sombras fantasmales buscaban y llamaban a gritos. La mayoría de los abatidos llevaban el mono de revolucionarios. Allí quedaron con el orden nuevo que pretendían crear. Las ambulancias se esforzaban en cumplir su cometido, rebotando sobre los escombros y ensordeciendo con sus sirenas.
José Manuel vagaba por ese mundo extraño en que se había convertido la hermosa Oviedo. Tiendas y hoteles saqueados, coches y tranvías reventados, edificios humeantes. El Palacio Arzobispal ya no existía, al igual que la Universidad, donde se convertían en cenizas los centenares de miles de volúmenes de su biblioteca, lo mismo que el tesoro documental de la Real Audiencia. El Instituto de Segunda Enseñanza, el Banco de Asturias, la Delegación de Hacienda, el Teatro Campoamor, el Monte de Piedad, todas las casas de la calle de San Francisco, las iglesias, algunos grandes hoteles… la catedral erguía su torre maltratada de impactos. Oyó que la Cámara Santa, que contenía una riqueza arqueológica incalculable datada de los siglos X y XI, había quedado hecha añicos.
Según se acercaba al que había sido su hogar durante el largo año anterior, José Manuel sentía que la estupefacción se imponía sobre la congoja. Había gente moviéndose, sonámbula. Las prostitutas habían desaparecido. El viejo caserón conventual ya no existía. Entró al patio humeante, tan lleno de vida ocho días antes. No había techumbre pero el cielo seguía sin intervenir, resguardado tras una nube acerada. Se sentó en un cascote, llenándose de preguntas que se sumaban a las muchas que almacenaba desde que era niño.