Madrid, mayo de 2005
Iñaki Perales estaba en la treintena y poseía características diferenciadoras: cabello rufo, ojos azules, sonrisa amagada, casi dos metros de talla y cuerpo atlético. Un aspecto semejante normalmente sugiere que dentro de tanta armonía no pueda haber huecos para la doblez y la maldad. Por eso no encontré obstáculos en aceptar su encargo tiempo atrás.
Me recibió en su chalé de El Escorial plagado de plantas y árboles, y me hizo pasar a un salón con dos paredes totalmente de cristal por las que entraba todo el verde del jardín. Volví a subyugarme con tal espectacularidad.
—Cuánto tiempo —dijo, enseñando unos dientes demasiado perfectos—. Llamamos a tu oficina y nos dijeron que estabas fuera. Creíamos que habías abandonado nuestro caso. ¿Vienes a darme noticias del escondido?
—No. Me gustaría conocer más datos. Los que me facilitaste son insuficientes. He detectado lagunas que me impiden hilvanar la madeja.
—Te di todo lo que tengo.
—No lo creo. Debe de haber cosas que te reservas.
—Bueno, te facilité la información que juzgué esencial para la investigación —dijo, la risa bloqueada.
—No es suficiente. Soy yo quien decide qué datos son los necesarios.
—¿Qué es eso de la madeja? Se trata sólo de encontrar a un tipo.
—No lo vendas tan fácil. Dijiste que lleváis años en ese empeño. Necesito respuestas.
—Bien. Podemos quedar…
—Estoy aquí para ahorrar tiempo. Quisiera esa información ahora.
—¿Ahora? —dijo, la sonrisa escabullida.
—Ahora.
Estábamos parados. No era mucho más alto que yo aunque más corpulento y más joven. Sus hermosos ojos cambiaron del azul al gris y por un momento tuve la sensación de que deseaba golpearme.
—Iba a salir y… —arguyó, dudando. No le ayudé en el cuento y seguí mirándole fijamente—. Bueno, ven por aquí.
La biblioteca estaba al nivel del salón en cuanto a esplendor. En este caso sólo una pared era de vidrio. Las estanterías, con libros en la parte de arriba y escondrijos con puertas en la parte baja, ocupaban dos alas. En la cuarta, la de la puerta de acceso, toda una colección de pinturas marinas, bodegones y retratos. Señaló un sillón junto a una mesa alargada y se dejó caer en otro.
—Te ruego que seas consciente del tiempo —masculló.
—Quieres que encuentre a Carlos Rodríguez porque tu abuelo le hace culpable de varios asesinatos. Verás. No es usual que un policía deje como herencia no la búsqueda de un ciudadano normal desaparecido, sino la captura de un presunto asesino sin relación con su vida particular, uno de tantos casos para la rutina policial. Acepté el trabajo sin sopesarlo. Pero durante la investigación ocurrieron cosas que me han hecho meditar. Debe de haber una razón más convincente que el simple deseo abstracto de justicia; algo que explicaría por qué un terne envidiable como tú, que deberías estar inmerso en impulsos adecuados a tu edad y situación, tenga interés en algo tan lejano y difuso.
—¿Qué me cuentas? Atosigó a mi abuelo. Para él fue relevante y…
—Para él —interrumpí—. Hablo de ti.
Me miró con un mohín de impaciencia en sus labios carnosos.
—Coño, no me sobra el tiempo, por eso te contraté.
—Venga, no te vayas por las ramas. No creo que tu abuelo se te presente por las noches reclamándote resultados. Hay algo fuera de lo normal. Y ello me impide desarrollar mi trabajo a satisfacción.
Estuvo un rato mirando la vidriera como si a través de ella pudiera llegarle la decisión.
—¿Puedes esperar un momento? Vendré con mi tía abuela. Es una persona muy sensible y devota, incapaz de hacer maldad, ni siquiera imaginarla. Espero estés a la altura y lo tengas en cuenta.
Se adentró en la casa. Minutos después oí un golpeteo en las baldosas. Por la puerta apareció el musculado con una señora muy castigada de años que se equilibraba con un bastón. Parecía una mota a su lado. Llegaron hasta mí lentamente y ella me miró con ojos desteñidos. La indefinición de sus rasgos faciales hacía inútil cualquier intento de situar su edad. Se paró y se mantuvo sin titubeos apreciables. Me dio una mano huesuda, que estreché con suavidad.
—Me llamo Inés —dijo con voz trompicada—. La verdad es que quien le contrató fui yo a través de él.
—Ha sido un buen intermediario.
—Parece que no lo suficiente. Quizá debería haber sido yo quien le hablara. Porque soy la viuda de uno de los asesinados por ese tal Carlos. He sufrido mucho. Los años no han aliviado mi dolor.
—Lo siento de verdad —dije, mientras mi cerebro giraba—. Entonces su marido era…
—Juan Bermúdez Bermejo Perales, primo segundo del inspector Perales. Ya sabe que los apellidos maternos desaparecen. Pero no sólo eran familia sino grandes amigos. Se criaron juntos. ¿Explica eso nuestro interés y el del inspector Perales?
—¿Por qué tienen tanta seguridad en que ese Carlos Rodríguez mató a su marido y a su cuñado?
—Porque el inspector lo aseguró. ¿Por qué no vamos a creerle, cuando tanto trabajó en esa idea?
—Seguiré en el caso pero dejo de buscar a Carlos.
La sinceridad siempre incomoda cuando no se ajusta a lo esperado. Algo pareció desconectarse en la mirada de la mujer mientras se le quebraba el pálido color.
—¿Por qué quiere dejar de buscarle?
—Porque él no fue el asesino, señora. Durante años han estado equivocados.