Capítulo 30

Tauima, Protectorado de Marruecos, junio de 1941

Dolorido me arranco la costra de mi herida

tan secamente dura, por mísera y por vieja;

me peino mis ideas revueltas y procuro

ser hombre con decoro.

GABRIEL CELAYA

El capitán Rosado entró en la compañía con el rostro de pocos amigos. El cabo y los soldados de guardia se envararon cuando miró a su alrededor desde el umbral. No era infrecuente que decidiera encontrar el dormitorio sucio, aunque reluciera, o que no le saludaran con la debida marcialidad o que había exceso de relajación en el vestir, lo que conllevaba unas horas de tensión en todos y un castigo para los depositarios de su arbitrariedad.

—El cabo Carlos Rodríguez. Que me vea. Inmediatamente.

Carlos se presentó y se cuadró. El capitán le miró fijamente desde su asiento tras la mesa. Detrás de él, el teniente Martín fumaba con parsimonia mientras el furriel y el encargado de almacén parecían estatuas.

—Vosotros, fuera —dijo a los soldados, que salieron de estampida. Cuando la puerta estuvo cerrada, añadió—: Descanso, cabo.

Abrió un portafolios y sacó un papel, que dio al teniente para que lo leyera. Luego ambos volvieron a mirar al legionario.

—Este papel ha llegado al coronel del Tercio. Está firmado por el jefe superior de policía de Madrid y lleva el sello de la DGS. Es una orden de arresto contra ti. Pide te mantengamos en calabozo hasta que pueda habilitarse tu traslado a Madrid.

Carlos no respondió.

—Sabes que nos caes bien al teniente y a mí. Hicimos que te quedaras en esta compañía, lo mismo que ese amigo tuyo al que mataron la novia. Una de las señales de identidad de la Legión es que a nadie interesa la vida anterior de un legionario. Es como si aquí se volviera a nacer, una nueva oportunidad en la vida. —Enganchó una pausa—. No sé lo que has hecho y me importa tres cojones. Para mí eres un legionario ejemplar. Pero tengo que cumplir con la petición. —Los ojos de Carlos no pestañeaban—. ¿Qué dices al respecto?

—Que debe usted hacer lo que le ordenan, supongo, señor.

—Sólo veo una forma de contrarrestar la orden, y de paso burlar al que quiere amargarte la vida. Sabrás que hace unos días, concretamente el domingo pasado, Alemania invadió la Unión Soviética. En Madrid se está creando una división de voluntarios. Allá todo el mundo desea ir a luchar. El coronel lo anunciará mañana a todo el Tercio. Por supuesto que iremos el teniente Martín y yo junto a otros mandos. Ninguno queremos perdernos esta gran ocasión. Te invitamos a venir.

—¿Qué hay que hacer?

—La Legión, como Cuerpo, seguramente no intervendrá. Los que vayamos tendremos que apuntarnos como voluntarios, no sabemos si bajo mando español o alemán. Te daremos los datos hoy mismo. La cosa va rápida. La recluta empezó ayer y termina el martes. Sólo han dado seis días.

—Bien, señor. Tengo ganas de conocer Alemania.

* * *

La posición estaba en los altos de unos montes cercanos a Kaddur, defendida por unidades de otros cuerpos. Participaban la 1.ª y 3.ª Compañías de la misma bandera. Quinientos hombres en movimiento. Debían tomarla, con fuego real simulado. En la subida, reptando por la escabrosa ladera sembrada de matojos, Carlos sintió el impacto de una bala tan cerca que las esquirlas de roca arañaron su mejilla. Pensó que alguno se había descuidado. Siguió hacia arriba sin darle más importancia. Pero cuando un segundo proyectil dio junto a una oreja instintivamente rodó rápido hacia un lado. Un tercer proyectil golpeó en el lugar que antes ocupaba. Volvió a rodar hasta topar con otro compañero, que le miró extrañado. Por la posición de los impactos supo que los disparos salieron desde detrás. Tumbado en el suelo, boca arriba, miró a los que le seguían, que avanzaban disparando. Los vio progresar por las cuestas y esperó a que todos le sobrepasaran. Finalmente avanzó hasta la cima.

Ya en la posición, todos reunidos en descanso, estuvo intentando encontrar indicios de culpabilidad en algún rostro, amigo o desconocido. Por experiencia sabía que hay gestos delatores. El culpable casi siempre vuelve al lugar del crimen o deja caer su mirada sobre el objetivo fallado. Los legionarios se movían despreocupadamente, charlando y riendo. Le pareció que nadie se había percatado. Pero lo cierto era que alguien había intentado matarle aunque no podría denunciarlo por la falta de pruebas. El suceso le hizo pensar. ¿Quién tendría deseos criminales contra él? ¿Un amigo del macarra de Nador, quizá?

Más tarde, ya en el cuartel, el sargento Ramos le reclamó.

—¿Qué hay contigo? Llegaste el último a la loma.

—Me sentí mal de repente.

—Me diste un susto. Creí que te había alcanzado alguna bala. Esos ejercicios son de cojones.

Carlos le miró. Tenía jeta de chusquero y vociferaba en demasía. No era el arquetipo de doblez pero todo era posible. No había nada seguro en la vida.

* * *

Cabo de Agua era otro de los poblados creados por el Ejército español, justo enfrente de las islas Chafarinas. Desde Melilla, por mar, había veintiséis millas náuticas. Desde Tauima, serían unos cuarenta kilómetros. Pero en ese lugar, como en otros recorridos, no se cumplía la regla geométrica básica de la línea más corta porque por tierra era imposible tender una carretera hasta el cabo. Lo impedía la cordillera de los Ciento y un Barrancos con toda la colección de accidentes geográficos. El teniente Martín no se paró en minucias. Había que hacer marcha a pie hasta ese saliente de la árida costa marroquí, la última antes de partir para Alemania.

Salieron nada más pasar lista de diana y tras un desayuno a pie firme, todos pertrechados. Llegaron desfondados a Cabo de Agua todavía con el sol alto. Como ejercicio de despedida había sido una auténtica paliza. El río Mauluya, que nace en el Atlas, forma un delta de magníficas playas vírgenes y arenas limpísimas donde les permitieron nadar, una vez desembarazados de sus arreos en el cuartel de Infantería.

En el atardecer, Carlos y Javier pasearon por el pueblo y por el puerto. Miraron al mar, hacia las Chafarinas, ahí mismo, en las que destacaba imponente el faro de la isla Isabel. Parecía surgir de las aguas como si fuera el testigo de una ciudad sumergida. Los pescadores entraban y extendían sus redes, punteando su presencia con faroles.

—No voy contigo a Alemania. Me quedaré por aquí y luego iré a Málaga, donde ella vivió antes de que el cabrón la esclavizara —dijo Javier, la voz quebrada—. Y le buscaré.

El sol poniéndose detrás de las Chafarinas puso argumentos al silencio posterior. Era una imagen tan bella que se prendió para siempre en la memoria de ambos. Y cuando llegó la oscuridad todavía siguieron sentados mucho rato.